domingo, 27 de julio de 2008

FUERON ESTRELLAS DE CUATRO PUNTAS.

Lo más probable es que ustedes no conozcan a nuestros dos protagonistas por sus nombres reales, Alberto José y Mario Luís. Conformaron una de las parejas artísticas más sólidas y duraderas del mundo del espectáculo en nuestro país.

Su nombre artístico: los Dos Rombos.

En sus comienzos trabajan por separado, apareciendo en la esquinita de programas que el censor de turno consideraba que las mentes impresionables de sus conciudadanos no podrían comprender debidamente. Su repercusión fue mínima, e individualmente no alcanzan el éxito. Pero sus caminos no tardaron en cruzarse, como hacen todos los caminos paralelos construidos sin echar mano de mediciones. En tiempos en los que la madrugada televisiva tenía solo un protagonista: la carta de ajuste, cierta noche a horas tempranas, aparecieron juntos en el ángulo de los televisores patrios. Había nacido un mito.

Pero no hay persona ligada al mundo de la televisión que dure eternamente. Ambos estaban ya felizmente casados y con hijos pequeños, domiciliados en sendos chalets a las afueras de Madrid, a pocas calles de distancia uno del otro, en una zona de gran influencia social y política. Su relación, tanto en lo personal como en lo profesional era impecable. La historia y las idas y venidas de políticos y legisladores truncaron esta relación.

Regada por ilusiones e ideales de muchos, la democracia echó raíces, la modernidad se mudó a nuestra península y con paletadas de libertad enterraron a estos dos sufridos polígonos del espectáculo. Su clara alineación con el régimen dictatorial y a sectores poco permisivos de gobiernos que siguieron a la transición les pusieron las cosas difíciles. Una nueva manera de ver las cosas relegó su papel a mero testimonio. Los niños no corrían a la cama al verlos, los jóvenes, ansiosos de conocimientos carnales hertzianos, violencia gratuita y expresiones malsonantes venidas de otros mares se saltaban el toque de queda. Sólo algunos ciudadanos, recelosos de un cambio a tanta velocidad, seguían reclamando su aparición en las televisiones.
Estas últimas no eran suficientes voces.

Los buenos momentos atravesados pronto se olvidaron. Alberto José y Mario Luís vieron como, gota a gota, su relación se resquebrajaba. Cara al público seguían allí, en esa esquina, anunciando el subido tono de las imágenes. Todo parecía ir bien.

Sin embargo ya no compartían camerino. Y hacía meses que se habían soltado alguna que otra verdad a la cara. Para los ojos expertos, en pantalla aparecían cada vez más separados, su complicidad se había convertido en mera fachada.

El ente público, titubeante en aquellos tiempos de pleno cambio, decidió rescindir su contrato. Su imagen había perdido todo aquello por lo que habían triunfado. Una fatídica noche, en horario de máxima audiencia, la televisión emitió un film muy subido de tono.

Ellos no aparecieron. Lo peor: pocos los echaron en falta.

Actualmente viven retirados, de la profesión y el uno del otro. No quieren saber nada del medio y pasan poco tiempo juntos, momentos más debidos a la casualidad y a la nostalgia que a ganas reales de volver a verse, quizás porque al verse recuerdan lo que fueron, y luchan por olvidar. Alberto José tuvo dos hijos que con el tiempo también quisieron dedicarse a la profesión paterna: Círculo, fruto de su relación con la famosa tonadillera Margarita De Maracaibo, aparece con su amarillo esplendoroso advirtiendo de un contenido para mayores de 15 años. Por su parte Triángulo, algo más curtido, aparece en horas nocturnas luciendo traje rojo-peligro, con la finalidad de apartar a todo aquel menor de 18 años de las pantallas. Ambos disfrutan de escaso éxito, pero no cejan en su empeño.

Esta es la historia de dos trabajadores televisivos a la vieja usanza, atropellados por una sociedad que maduró y los olvidó con la misma rapidez con la que los adoptó como símbolos de lo prohibido, lo malo, lo violento y lo sensual.

A modo de anécdota. Circula una leyenda, dificilmente demostrable, según la cual durante la emisión de un telefilm de indios y vaqueros, con gran dosis de hemoglobina prefabricada, fueron tres los rombos. Algunos apuestan por la veracidad de esta leyenda mientras otros dudan de que en verdad ocurriera ¿Alguno de ustedes lo recuerda?

Servidor los vió.

domingo, 13 de julio de 2008

NO APTO.

Seguro que los más antiguos del lugar recuerdan cuando el servicio militar era obligatorio. Bueno, recordarán eso, algunas series de televisión, pastelitos desaparecidos y otros temas de conversación de gente de más de treinta. Les contaré lo que le sucedió a mi amigo Mariano cuando le llegó la hora de servir a su patria.

Según me decía, no es que no quisiera cumplir como ciudadano, le hacía cierta ilusión eso de cambiar de aires, conocer otra forma de vida. Sin embargo en el momento concreto había presentado unos informes médicos, para ver si se podía librar. “Hombre, si hay que hacerla la hago, pero tío, que si por lo mío me puedo librar, mejor ¿no?”.

Recibió una carta, con un matasellos de esos gordos de motivos aguilescos que tanto gustan en los ejércitos. Tenía que ir a una revisión médica, en un acuartelamiento en las afueras de la ciudad. Por descontado, no fui con él, coincidió con el día de entrega de notas en el instituto y yo no podía faltar. Así que fue con su madre y un compañero de trabajo de su padre, creo recordar. Todo lo que sé es lo que me contó, así que desconozco si le estoy faltando el respeto a la verdad en algún punto, espero que sepan perdonarme.

Habían mas chavales como el, que se sentaban en una habitación que recordaba demasiado a una capilla, con sus bancos para rezar porque te dieran por no apto y un señor tras una mesa de despacho, a un nivel más elevado que los novatos, hacía las veces de maestro de ceremonias. Fueron pasando hasta que llegó su turno. Un pequeño despachito era la consulta del médico militar. Al parecer el término “consulta” le quedaba dos tallas grande a la habitación: el único instrumental médico era uno de esos cuadros retroiluminados con letras para ver si uno esta cegato y una balanza romana. Procedieron a etiquetar a mi amigo: peso, altura, dioptrías...Hicieron que se sentara frente al médico militar.

-A ver, has presentado un par de certificados médicos.
-Sí señoría.
-Para librarte por la vista debería tener alguna dioptría más.
-Es que me parece que no puedo ver peor.
-Sin embargo, lo otro que has alegado...
-¿Sí?
-Según el médico...bueno, dice que eres un “ciborg”.
-Sí señor, sí.
-¿Es de nacimiento?
-¿Da más puntos?
-Hombre, según el manual de este año sí.
-Soy joven, pero por lo que puedo recordar, de toda la vida.
-Ajam. ¿Algún antecedente familiar?
-Mi padre es un androide.
-¿Y su madre?
-Es de Toledo.
-Pues nada chico, con esto no necesito nada más.

Salió de la pequeña habitación. Volvió a tomar asiento en la imitación de parroquia. Algo en su cerebro de adolescente le decía que se había librado, pero la sobrecarga de hormonas le creaba interferencias y no le dejaba oir el ruido de fondo. Según me cuenta, para un par de horas que pasó en el ejército ya se ganó una reprimenda por sentarse donde no debía. Creo que más bien sería una bronca, a lo mejor quería suavizarlo.

El señor militar que hacía las veces de cura le dijo en tono solemne “queda declarado no apto para el servicio”. Le habían llamado inútil en el colegio, y es la primera vez que se alegró de serlo.

Saliendo del cuartel, camino a casa, el guarda de la garita se interesó por el resultado.
-Pues parece que me he librado.
-¡Nada, estupendo, ahora a vivir la vida!.

Parece que no llevaba demasiado bien lo de hacer guardia en la puerta.

viernes, 4 de julio de 2008

SUPERSECRETO.

Mi vecino es un superhéroe. Salió en la conversación una tarde cuando coincidimos en el rellano esperando el ascensor. Debe ser cierto, porque conozco a mi vecino desde hace bastante tiempo y es un señor formal, poco amigo de bromas y bulos y cuya mayor excentricidad es mezclar el café con jugo de tomate.

Como les digo, me confesó sus superpoderes mientras admirábamos la prestancia del poto de plástico de la cuarta planta.

En un primer momento no supe qué decirle. Era uno de esos momentos socialmente comprometidos. No conozco a nadie que tenga superpoderes, ni recuerdo a nadie con un comportamiento extraño, fruto de su superhumanidad, que me hiciera sospechar. Pasaron pesadamente unos segundos. ¿Qué se hace en esas ocasiones?.

No me pareció elegante cambiar de tema. Si había dado el paso de admitir ante su queridísimo vecino su segunda vida, no podía corresponderle yo con indiferencia. Además, cada vez que el administrador del edificio convocaba reunión me ofrecía llevarme en coche y traerme de vuelta. Estaría feo.

Una vez leí un cómic de superhéroes. Es algo de lo que no me siento orgulloso, pero recomponer esos recuerdos en viñetas me ayudó a salir del paso. Le pregunté cómo era llevar una doble vida, y si lo sabía su familia.

Su mujer le había descubierto con medio cuerpo fuera de la ventana del lavadero, acudiendo a un aviso urgente de un volcán en erupción que amenazaba la seguridad de un mono, inquilino de una palmera. Tuvo que confesarlo todo. Su esposa, tras examinarle las pupilas y olerle el aliento le creyó a medias.

Se quedó algo más convencida cuando su marido salió volando.

Esa revelación le quitó de la cabeza que el raro proceder de su pareja se debía a una amiguita. La parte mala, ya sin secretos entre ellos: el ama de casa tuvo que remendar el supertraje malva y amarillo con hilo de pescar tras la vuelta de cada misión. Un engorro.

El ascensor tardaba demasiado. Una sola pregunta no me había servido para salir del paso. Me interesé por sus superpoderes. “Puedo volar, y planear un poco” me dijo “no pego muy fuerte, pero tengo mucha labia. Convenzo a los malos de apartarse del camino torcido. Por lo menos a veces. Las veces que no es suficiente, el supertirón me ayuda”. Me explicó el significado de supertirón, no era como la supervelocidad, era como un arranque muy rápido, un sprint , pero solía quedarse sin fuerzas pasados unos segundos. Después de eso solía volver a casa en bus...salvo los primeros de mes, que le alcanzaba para coger un taxi.

La señora del segundo, con las piernas de aquella manera, cogía el ascensor y solía dejarlo abierto mientras discutía con el gato de doña Eufrasia. No había otra explicación para la tardanza. No podía bajar a pie por las escaleras. Hay que guardar cierto decoro social, no podía dejarlo a mitad de conversación. Al fin el indicador se encendió y el ascensor nos alcanzó, bufando y quejándose.

Dentro el silencio se hizo más incomodo aún. En una caja de zapatos de proporción humana no había mucho en lo que fijarse. Quemé mi última pregunta. Si nos quedábamos encerrados tendría que pedirle que me contara una anécdota. Y no quería llegar a eso. “Bueno, ¿cuál es tu nombre de trabajo?”

“Subteniente Costilla.”

Apesadumbrado y revisándose los cordones de los zapatos, confesó haber llegado tarde al Registro de Superhéroes y Actividades Heroicas. Los nombres que aún quedaban no eran mucho mejores. Basilisco Man, Turbio, Adolfox....Capitán Cuenca no estaba del todo mal, pero debía estar empadronado allí, y era mucho follón.

“No esta mal del todo hombre”, le dije. “Lo importante es capturar malos y tener salud”. No lo vi muy convencido...pero el nudo social estaba desatado, abrí la puerta con rapidez, me despedí con un “pues que vaya bien” y alcancé el portal en dos zancadas.

Luego caí en la cuenta, podía haberle pedido la tarjeta para casos de apuro. Pasaría por el trago de sacar el temita al menos una vez más.

Yo y mi memoria.