martes, 25 de noviembre de 2008

INFIEL.

En la oscurecida habitación Sara, una mujer vespertina, se dedicaba con esmero a recortarse a dentelladas las uñas, declarándolas en estado ruinoso tras la tercera pasada. Él la esperaba en la habitación contigua, acomodado en el catre, deseoso de ser explorado y de compartir su experiencia.

Verde en aquel asunto, recorría nerviosa los escasos cuatro ladrillos de la añeja habitación. Mientras parte de su conciencia le empujaba a salir corriendo y a reunirse con su marido, la otra parte, quizás la indicada para este caso, había salido a hacer recados y no daba señales de vida. Lo contempló unos segundos a través de la rendija de la puerta del dormitorio. No se había movido. Sobre la cama la esperaba, abierto, con el deseo imperioso de compartirlo todo con ella. Sara no pudo remediar mordisquearse la última uña más o menos sana. Un furor quinceañero en las mejillas le introdujo de nuevo en la oscuridad de la habitación contigua.

Reunió fuerzas, valor, coraje...y dejó las inhibiciones escondidas tras una estantería. Se ahuecó gracilmente el pelo como sólo saben hacerlo las mujeres ( y algunos hombres especiales ) y haciendo uso de su empuje y de una mano, abrió la puerta en su ángulo máximo. En ese momento ambos compartían habitación.

Claudio subía las escaleras, acordándose de la señora madre del técnico de ascensores, si bien no conocía a ninguno de los dos. La reunión con los accionistas Checos había terminado antes de tiempo: los clientes se habían dado cuenta de su falta de liquidez al tantearse los bolsillos. Con el plan empresarial encallado en las costas de las sirenas del infortunio monetario, Claudio había cogido a la carrera el primer autobús rumbo a casa o alrededores. En el rellano de casa buscaba las llaves al son del cantar del temporizador de encendido de la luz de las escaleras.

Clic clac clic clac.

Sara se perdía en la cama. Ella y su acompañante eran uno, no necesitaban dialogar, se lo decían todo en silencio. La mujer acariciaba su recia piel.

Clic clac clic clac.

Claudio dio al fin con las condenadas llaves. Para no despertar a su mujer abrió lentamente la puerta y dejó sus cosas en la mesa del recibidor, a la vez que el temporizador daba por terminado su turno de trabajo y sumía al rellano en penumbras. Sara disfrutaba. Claudio abrió la puerta. Los vió a los dos en la cama de matrimonio.

Ella estaba leyendo. Un libro. Grueso y encuadernado en piel. Y en su cama.

La cara de Claudio lo dijo todo. Estiró las pupilas hasta que se tocó la punta de los zapatos. Giró torpemente y se dirigió al salón.

Sara dejó el libro, avergonzada. Ni siquiera marcó la página por la que leía. Quería olvidar todo aquello. Corrió hacia su marido como se corría en las películas en blanco y negro de los años cincuenta.

Ella asistió impávida a horas de televisión, de programas chapuceros y contenidos inexistentes para recuperar los puentes de diálogo con su marido.

Este flirteó un periodo de tiempo con el ensayo filosófico sólo por darle celos a su mujer.

domingo, 16 de noviembre de 2008

IN THE TIME OF DARKNESS, THE CHOOSEN WILL RISE. ( y II )

Parte 1

Luché con fiereza, aunque esta feo que uno mismo se lo diga. Incrusté un viejo candelabro en un costado de una criatura azul sin ojos y parecido a un palmípedo, tras ello hice del paragüero metálico de la entrada mi escudo ante los envites del autodenominado “Kaolostrium de Terranova”, con su dos docenas de puños mal contados. De un empujón lo envíe a una esquina, en la que se ensartó sin yo haberlo previsto con la daga diamantina de un tal Esquiverio el Manco, sorprendido y furioso a la vez por la muerte de uno de sus compañeros de batalla.

Los cuerpos se disolvían en el aire tras caer dejando hedor en el aire. Los golpes me alcanzaban, me dejaban aturdido. Corrí por el pasillo con la cabeza agachada para no recibir una andanada de gropúsculos moleculares fluorescentes que arruinaron el gotelé.

Aún desorientado, algo en mi interior se encendió.

El aire chisporroteaba a mi alrededor. Subió la temperatura y mis ojos ardieron. Fue solo un instante: de mis manos partieron al objetivo dos trenzas ardientes como la caldera del infierno, que durante unos segundos dieron cuenta de al menos diez de los atacantes. Tras el ataque quedé algo exhausto, remediándolo con un sabroso muslo de pollo aún humeante dejado en el suelo por uno de los derrotados.

En ese instante los asaltantes retrocedieron sensiblemente, haciéndome creer equivocadamente mi momentánea victoria. Una garra rasgó el velo de la realidad a diez centímetros de mi cuero cabelludo. Esa garra venía acompañada de un antebrazo y el resto de la anatomía del ser más aterrador que mis ojos vieron nunca. Descargó sus pesadas pezuñas sobre este plano de la realidad, carcajeándose a mandíbula batiente mientras efectuaba sus ataques.

Concentré mi atención en el viejo de nuevo por un instante. Con un dedo desplazó hacia abajo el párpado inferior de su ojo derecho, advirtiéndome seguramente que me fijara en mi enemigo. En recién llegado pronunció algunas palabras en una extraña lengua, parecida al ruido de una batidora en plena faena, y descargó el mejor de sus golpes contra el mueble de la esquina, convirtiendo el contrachapado en virutas. Por fortuna, en el lugar ocupado por este apareció un curvado alfanje, con el que asesté un par de cortes certeros a la altura del costillar.

Manaba sangre pero aún así proseguía con sus ataques.

Estaba en clara desventaja, pero recordé los gestos del viejo. Me concentré en mi oponente, observando su manera de atacar. Seguía un claro patrón: un par de golpes seguidos de una carrera. Si era capaz de acertarle en este momento, caía confundido al suelo, levantándose al instante se situaba en el centro de la habitación lanzando dardos candentes de una protuberancia sobre el hombro derecho, proyectiles que esquivaba por centímetros. Siguiendo el patrón le propiné al menos cinco golpes más. El monstruo aulló de dolor, tanto por el daño como por la clara derrota. Desapareció dejando un pequeño cofre repleto de monedas de oro. Pero lo más extraño, sin duda, fue el comportamiento de sus secuaces, que murieron en el mismo instante de la derrota sin dejarme tiempo para ajustarle las cuentas.

El apacible anciano se levantó, sacudiéndose algunos restos de cáscaras de los frutos secos de su túnica. Palmeó mi espalda como signo de reconocimiento y juntando sus manos, imitó el movimiento de un ave al volar. Tras ello desapareció por la maltrecha terraza, rumbo al firmamento.

Eso fue lo que pasó.

-Bien, veamos, llegan los compañeros del cuerpo tras la llamada de sus vecinos. Vemos el estropicio en el piso alquilado y a usted, apestando a alcohol, en mitad de la habitación, armado con una escoba y, según sus palabras, “esperando guerra”. ¿ Está seguro de que esta va a ser su declaración jurada para comparecer ante el juez?
-Sólo le he contado la verdad.
-Tiene suerte de que la justicia en este país sea tan relajada.

Declaración de R.C., autoproclamando “Maestro del machácalos en horizontal”.

domingo, 9 de noviembre de 2008

IN THE TIME OF DARKNESS, THE CHOOSEN WILL RISE. ( I )

Era la frase grabada al aguafuerte en mi mente aquella funesta noche. Vagaba por el interior de mi cabeza como si fuera un extranjero intentando encontrar el desvío de la autovía correcto para entrar en la ciudad. Tras los vapores producidos por el alcohol me pareció reconocer mi bloque, ejecuté un traspiés de nota teniendo en cuenta su improvisación y fui a parar a los setos de la entrada, a los que saludé sin demora.

Una vez recuperada la verticalidad ( más-menos quince grados respecto al eje “y“) rebusqué las llaves en los bolsillos, logrando solo cerciorarme de que aún conservaba los muslos, lo que supuso una información novedosa en mi cerebro, saturado de alcohol.

Si no llega a ser porque mi vecina Doña Francisca sacó a pasear a su perro-mopa mientras me aferraba al portal para que no se escapara, aún estaría allí servidor intentando abrir con la pelusa de los bolsillos.

Como la odié por aquello...atiendame y sabrá porqué.

Intentando vencer el baile de escalones, un murmullo inquietante llegó a mis oidos. Un suave ronroneo de voces guturales, como un líquido al hervir.

THE CHOOSEN, THE CHOOSEN.

Era la letra de aquel mantra. En principio lo atribuí a una botella de más, pero el ruido procedía de un lugar concreto, el cuarto de los contadores. Aumenté el ritmo de subida a dos peldaños por minuto y llegué a mi rellano. Pulsé el interruptor de la luz al tercer intento antes de clasificar la docena de llaves colgadas de un llavero de Alquiler de Automóviles Atchung. Dejé un par de marcas en la madera de la puerta, recuerdo de aquella noche, y entré cerrando la puerta a mis espaldas, mientras por debajo de ella se colaba aquel rumor.

THE CHOOSEN, THE CHOOSEN.

Era sólo el principio del espectáculo teatral que me había preparado el destino en una noche en la que mi cuerpo solo era capaz de llegar a la cama sin demasiado daño para las espinillas.

En mitad del salón estaba él.

El anciano. Y no uno de esos jugadores de dominó reunidos en torno a una mesa de bar. Era un venerable anciano con todas sus letras. Ataviado con una túnica grisácea y con una mata de pelo rizada cayendo en catarata desde su frente, se apoyaba grácilmente en una vara de una madera extraña, rematada por una pieza de metal grabada.

No cruzó palabra alguna conmigo. Se limitó a señalar hacia la puerta con gesto hosco, aumentando mi sensación de peligro latente. Tras esto como se acomodaba en el sillón junto a la ventana, extraía de debajo de su manto un saquito con frutos secos y disfrutaba de un espectáculo seguro.

Una bestia parda derribó mi puerta de cartón corrugado prensado. Una abominación tendente a la cojera, armada con algún tipo de arcaico instrumento de guerra con tres puntas que ni corto ni perezoso incrustó en el equipo de música, al que dejé al descubierto tras desplomarme sobre el sofá. "Honskag aarf Delgota" rezaba su camiseta de tirantes, y supuse estupidamente que era su nombre...¿qué idiota lleva su nombre en una camiseta?. Honskag se volteó con increíble agilidad viendo su cuerpo mal abocetado, salpicando de babas los estuches de dvd de una estantería sobre la televisión, derritiéndolos al instante. Casi a gatas usando piernas y brazos me arrastré hasta el viejo, del que solo logré un leve movimiento de barbilla apuntando al monstruo mientras pelaba algo parecido a una pipa de calabaza. Agarré un flexo enchufado y se lo probé al monstruo como modelo de sombrerito. No pareció gustarle, dado su chamuscado repentino y sus convulsiones de agonía, consumiéndose su cuerpo segundos después sin dejar rastro.

El viejo se levantó, hizo un gesto de aprobación, se rebuscó en los bolsillos y me hizo entrega de una joya granate. Volvió a tomar asiento dando un par de palmas .

Para aquellos de ustedes que no pasaran por delante de mi ventana aquella noche les será dificil imaginar lo que vino después. En mi humilde apartamento de apenas sesenta metros cuadrados se presentaron de improviso decenas de aberraciones naturales proveniente de Dios-sabe-dónde ( uno de ellos me confirmó su lugar de partida mientras intentaba separarme la cabeza del cuerpo ), unas entraban por la desguarnecida entrada, otros se materializaban en el pasillo y otros simplemente reptaban fuera de las cañerías o aparecían de entre las pelusas, habitantes habituales de los bajos del mobiliario.

En mitad de un desafío sobrehumano, sólo yo, abandonado el cálido sopor de las copas de más, se enfrentaba a las hordas venidas del Nosédonde.

Continuará

sábado, 1 de noviembre de 2008

¡PRIME!

Uno de los mayores regalos del progreso ha sido, sin que se me ocurra otro en este momento, las colas. Un grupo de variopintos organismos humanos esperando en una fila, mejor o peor organizada, a recibir un servicio. Un sistema justo, en principio.

Bien, pues la justicia no es algo que agrada especialmente a Valentín. Acostumbrado a tenerlo todo sí o sí y a apartar de su camino los estorbos, las colas y las esperas lo ponían de los nervios. Ya desde pequeño, allá por los años de naranjito y el parvulario, consiguió de una profesora el puesto de “jefe de la cola”. Gracias a este salvoconducto virtual expedido sobre la marcha, Valentín podía venir con el tiempo pellizcándole las posaderas, pues su primer puesto en la cola estaba asegurado. Eso fue hasta el día de la rebelión de alumnos y el olvido de la profesora del cargo otorgado.

También fue antes de darnos cuenta de que ir primero en la fila para entrar a clase era una tontería.

Valentín aguantaba los embates de la humanidad a su alrededor esperando su turno para algún papel o una de esas cosas del hombre moderno. Su labio superior tendía a elevarse en señal de disgusto mientras enarcaba las cejas y bajaba los párpados. Eso de estar rodeado de personas no era su especialidad precisamente.

Unos golpecitos en su hombro terminaron de resquebrajar su coraza. Su espacio privado había sido invadido por un forastero. Se giró lentamente, siguió el curso del brazo de aquel extraño para dar con una cara sonrosada y risueña.

-Buenas tardes joven –saludó jovial como unas campanillas rodando por unas escaleras.
-¿Qué quiere? –preguntó Valentín escaneando a su interlocutor de norte a sur.
-Veo que está bastante a disgusto en esta cola.
-Así es.
-¿Y porqué espera? –interrogó el señor con interés al menos aparente.
-He llegado más tarde que este hombre –señalando a quien le llevaba la delantera.
-Pero eso no es motivo.
-¿Disculpe?
-Una persona como usted no debería esperar su turno. Nada más verlo me he dado cuenta de lo especial que es usted.
-Hombre yo...-acertó a añadir Valentín, con el ego más alto que el precio de la vivienda.
-Nada nada hombre, esto no puede quedarse así.

Asió a Valentín del brazo derecho y como un padre y su hijo caminaron cola arriba. Algunos integrantes de la misma se extrañaban, otros murmuraban maldiciones indias y otros simplemente se acordaban en voz alta de parientes de ambos, sin conocer a dichos ancestros.
El caballero de raro proceder colocó a Valentín a la cabeza de los presentes, a dos palmos de la ventanilla. Sin salir de su asombro recibió dos palmaditas en la espalda del extraño hombre que puso rumbo a su lugar en la fila. Con el cuello girado en extraño ángulo Valentín vio como se incorporaba de nuevo en su lugar saludándolo con una manita.

Pasados unos segundos, y mientras Valentín notaba los resoplidos bravos del ex primero de la fila, el caballero que lo trató como él merecía volvió a dejar su puesto, recorrió de nuevo la fila, lo agarró esta vez por el brazo izquierdo y volvió a dejarlo en su antiguo puesto, unas quince personas atrás.

-Ande...ande, me parece a mí que usted no capta los sarcasmos –le iba diciendo aquel señor.

Valentín adquirió un ordenador potentísimo de esos que venden para internet y powerpoints y, acordándose de la extraña a la par que vergonzante situación, realizó todos sus trámites por internet.

Moraleja: a no ser que seas especial por poseer dos cerebros, flamear plátanos con solo mirarlos o ser el eslabón perdido, si quieres ser el primero de la cola levántate más temprano.