martes, 15 de diciembre de 2009

MANIDAS MANÍAS. ( 2 de 2 )

Resumen de lo que tiene vd. abajo: Un grupo de emprendedores, cada uno con sus peculiaridades, piden dinero a un señor al que le sobran las manías.

Dos leves toques en la puerta dejaron en pausa la conversación. Santiesteban esperó el permiso reglamentario para entrar con la corbata del revés, envés al frente y con sonrisa tímida. Primero entró con el pie izquierdo y ante el enfado manifiesto del señor de los dineros, volvió a salir, llamar, pedir permiso y a entrar a la pata coja para no usar el maldito pie siniestro. Tomó asiento y planchó manualmente el revés del trozo de tela prendido al cuello.

-¿Me decían sus compañeros que iban a dedicar el capital prestado en, en pañuelos?
-¿En pañuelos? –preguntó un mal informado Santiesteban, preguntándose si en aquellos segundos transcurridos el perfil de negocio tan discutido entre los tres socios había cambiado.
-A pañuelos, a pañuelos claro –afirmó rotundo Peñasco -¿a qué si no? Si lo llevamos comentando desde hace meses.
-¿Pañuelos? – Santiesteban descolgó el labio y al observar el movimiento pendular que describía la tiránica puntera de Aurelio, optó por tirarse al rio del convencimiento y dejarse llevar por la corriente – ¡A pañuelos, claro!
-Un negocio un poco extraño, ¿no les parece?
-Extraño, y usted que lo diga – Peñasco daba la razón muy convencido, a juzgar por su caída de párpados.
-A ver, y entiéndanme. Soy persona de posición, y si se sabe por ahí que a tres personajillos les he prestado dinero para hacer pañuelos, se me van a subir a las barbas. ¿Qué tipo de pañuelos?

Aurelio, el más aventajado de todos ellos por su sana costumbre de arreglar las diferencias a punterazos, observó entonces el piquito de tela blanco asomando por el bolsillo de la cara chaqueta de don Ramiro. Cara por su posición social y cargo, no por los pespuntes, aparentemente desquiciados y por su desequilibrio en los hombros. Entonces, para evitar salidas de tono, balanceó ambos pies avisando de esta forma tan poco convencional la idoneidad del silencio de los restantes socios. En contacto con el suelo solo a través de sus nalgas ancladas al asiento, y carraspeando como aviso, resolvió ufano.

-A pañuelos decentes, don Ramiro. A pañuelos de señor de toda la vida. Nada de esos bordados de señorita de pitiminí. Estamos hartos de esos pañuelos de papel de usar y tirar, es un mal principio para la economía y para las personas el habituarse a usar una cosa para después de servir, deshacerse de ella. Pañuelos, señor mío.
-¿Pañuelos de uso corriente? – los asistentes al simposium privado de créditos estrafalarios notaron, en mayor o menor medida, el disimulado vistazo de Don Ramiro a su primoroso pañuelito alojado en el bolsillo de su chaqueta.
-No no, pañuelos de señor, de hombre como Dios manda. Pañuelos de ir a los toros, sonarse la mocarra, con perdón, y luego pedir las orejas y el rabo del diestro. Pañuelos de lino para prestar a damas para enjugar sus lágrimas. Pañuelos españoles.
-Pañuelos españoles, me gusta el nombre.

Los tres sonrieron mentalmente. Estaba casi hecho. Aparte quedaba el tema de haber adquirido cuatrocientos kilos de cierres adhesivos para los pañales y que un afamado ilustrador tenía los diseños previos de los adornos infantiles. Si para meter las zarpas, la cabeza y las canillas en el mundo empresarial debían producir pañuelos, ¡pañuelos producirían!. Don Ramiro los miró por unos instantes, y podría decirse que, por unos segundos, se esbozó una sonrisa bajo su poblado bigote.

A tenor del esfuerzo para abrir el primer cajón de su mesita y extraer la chequera, debían ser los primeros en muchísimo tiempo en lograr uno de los préstamos de aquel hombre, conocido por sus manías, su dureza y estar bañado, según las leyendas, en oro con tropezones de diamante, como una galleta digna del Rey Midas. Con parsimonia y logrando detener la vida de los tres aspirantes por unos minutos, don Ramiro rellenó un cheque del Banco Hispano Suizo, por valor de pesetas dos millones. Su nombre con pluma del siete, la cifra con bolígrafo verde, la firma con rotulador estilográfico y el sello con media patata tallada a tal efecto y remojada en la esponjita de tinta. Les entregó el preciado botín extendiéndolo mientras lo agitaba para secar la tinta sobrante dejada por el medio tubérculo.

Cuarenta genuflexiones realizaron los tres tipos a la vez que abandonaban el despacho. Sonreían, miraban el cheque en las manos de Aurelio sobre su hombro, aún sorprendidos, y mientras Santiesteban daba recuerdos a catorce generaciones de Don Rodrigo y Peñasco afirmaba cada piropo con ansia, incluso alzando las manos con gestos toreros, Aurelio los iba desalojando del despacho con puntapiés a discrección.

La tranquila vida de Don Ramón volvió a su curso. Recolocó uno de los documentos, movido levemente por las corrientes producidas por los movimientos de los asistentes, se sacudió el pantalón trece veces y alzó la vista al techo, contemplativo, meditabundo y reflexivo.

-Llegará el día, Ramiro, en el que uno de estos aspirantes a empresarios quiera montar una fábrica de pañales. Por unos momentos estos jóvenes parecía que...pero en fin...El día llegará, y ese día les daré toda mi fortuna...¡mis herederos los haré!. Salvaguardar los pristinos traseros de tiernos infantes, futuro de este país. ¡Eso es una industria!.

miércoles, 9 de diciembre de 2009

MANIDAS MANÍAS. ( 1 de 2 )

Las manías son personales e intransferibles. Además, por nuestra condición de humanos, deberíamos tener derecho constitucional a tener, al menos, una manía por persona. Es una peculiaridad intrínseca de casa individuo, un leve matíz psicológico que consigue distinguirnos.

Ramiro tiene sus manías. Y las que le corresponden a su mujer, al vecino, al Coro de Voces Angelicales de Tomosillo y a medio reino.

Y sí, lo distingue de los demás. Es un auténtico petardo.

El escaso contenido de su mesa de despacho estaba trazado a escuadra y cartabón. Los documentos oficiales encaraban al norte, los instrumentos de escrituras en ángulo de quince grados respecto a la curvatura de las manos y el interfono en posición sur-suroeste.

Su obsesión por el orden se trasladaba a otros ámbitos, más allá de lo puramente decorativo o funcional. Aquella mañana tres aspirantes de una pequeña compañía de pañales a una subvención jugosa se personaron en la oficina, tras confirmar quince veces, contadas, su asistencia. Los hizo pasar primero en orden de estatura. No contento con ello, les hizo salir, volver a entrar por orden alfabético, de cargo y por lugar de nacimiento de norte a sur. Sólo se pudieron sentar en los altos sillones de cuero tras haberle dado el gusto de acceder al despacho a su manera en varias ocasiones.
-¿Corbata marrón? –el señor Ramiro interrogó con las cejas a uno de los nerviosos empresarios.
-Marrón glasé, si señor...clarito – la manía de Santiesteban consistía en hablar más de la cuenta y odiar a muerte a los espacios en blanco en una conversación. “Rellena rellena” le decía su nervioso cerebro – regalo de mi mujer en una excursión a Móstoles, en una pequeña tiendecita de una calle empedrada, o por lo menos eso me dijo, a la excursión fue ella sola.

A un leve carraspeo del adinerado, el tic nervioso de su compañero de la derecha, Aurelio, respondió raudo, arreando un mal disimulado puntapié a la espinilla del charlatán compulsivo.
-Marrón, sí señor – pespunteó la bolsa del soliloquio un dolorido Santiesteban.
-Odio el marrón –apostilló directo don Ramiro.
-Pues me la quito, no se diga más.
-Detesto a las personas sin corbata. No me transmiten seriedad.
-Es verdad, diga usted que sí – al final de la galería de pánfilos, Peñasco, de la Peña Peñasco si se desenrollaban sus apellidos, era asiduo a dar la razón a todo el mundo sobre todas las cosas. Para él, todo individuo superaba en razón al santo más ilustrado. En ocasiones llegaba a aplaudir las opiniones ajenas.
-Pues usted dirá como lo arreglamos – interfirió Aurelio, con la puntera a punto por si Peñasco se descolgaba con más parabienes.
-Es negra por la parte de atrás – balbuceante y excitado por el descubrimiento, Santiesteban miraba con ojos ilusionados al Ilustre Señor Don Ramiro, a falta de más genuflexiones verbales. -¿ve, por aquí?
-Sea, póngasela al revés entonces.
-Vamos, ahora mismo.

Procedía el tembloroso Santiesteban a despojarse de la corbata y arreglárselas para colocársela con la etiqueta cara a la galería cuando, escandalizado, don Ramiro reculó en su caro sofá tapizado con piel de animal inocente de todo cargo y lego en materias de economía.

-¡No consiento que se me desnude aquí mismo! ¡Esto es un despacho decente y temeroso con las normas divinas!
-NO no no no no – por si no terminaba de entenderse, insertó otro no – no, si es sólo la corbata.
-Ni una prenda, se cambia usted en el baño y vuelve a entrar.

Tras un primoroso puntapié en el talón de aquiles y un rebufo silencioso con desprecio por parte de Aurelio, el pobre Santiesteban salió del despacho extendiéndose en detalles con la secretaria de la habitación conjunta. Por toda respuesta, esta con las manos en los carrillos susurró con la mirada “¿qué me va a contar usted a mí?”.

-Bien caballeros, no tengo tiempo que perder. Digánme el motivo de su visita.
-Don Ramiro, sabemos por unos compañeros empresariales de su filantropía y su disposición a la ayuda monetaria. Estamos formando estos compañeros y servidor una empresa y necesitamos una inyección en líquido para ponerla en marcha.
-Es cierto don Ramiro –untaba Peñasco – sabemos de su generosidad.
-¿A qué pretenden dedicarse pues?
-A producir pañ... – pudo decir Peñasco antes de que los avisos de dolor proveniente de su pantorrilla llegaran a la recepción del cerebro. Aurelio lo miraba con ojos encendidos y, como en los carteles luminosos de cotizaciones bancarias o de paradas de autobús, por la frente de su compañero el lisonjero pudo leer “¡Quedamos en decir que nada de pañales, seguro que le dan asco!”
-¿A pañ? ¿Una verdura exótica quizás? Les advierto: no presto dinero para verduras. En mi vida lo haré y que me abofetee el firmamento si me atrevo.
-No no Señor Don Ramiro –Aurelio trazó las mayúsculas en su cerebro – a...a pañuelos quería decir mi estimado colega.
-¿A pañuelos?

(concluirá)