lunes, 18 de enero de 2010

EL HOMBRE CASI BIÓNICO.

Las leyes de la física, la gravedad y todas esas zarandajas que, oidas por el común denominador de los mortales, parecen inventadas por unos señores estudiosos para conseguir becas, premios, aparcamientos reservados y fotos en revistas de uso endogámico, esas leyes, existen. Servidor las conocía, pero no las respetaba. Aquella barra de hierro, excusada en el desconocimiento de la realidad circundante y apostillando “al fin y al cabo soy una barra de hierro, metal dúctil con número atómico 26 que me precipito al vacío desde catorce metros como respuesta a un puntapié involuntario y no tengo culpa de nada” se dejó caer cual jugador delicado en mitad de un partido sobre mi brazo. Primero fue el dolor. Miento, eso fue lo segundo. Lo primero fue insultarla. “sabrás poca cosa, pero para arrear no eres manca, maja”. Insulto con clase y ausencia de epítetos malsonantes. Incluso en estas ocasiones no soy partidario de echar mano del recurso facil del lenguaje soez.

Un testigo a su pesar, un individuo del tipo “señor con bigote” y circunscrito en esos instantes en los alrededores del lugar del incidente, con bastante razón, delimitó la zona del impacto al área de la coronilla al observar mi degradación mental evidente. Quise explicarle la falta de epítetos malsonantes a él también. Pero era un transeunte, bastante tuvo con huir a la carrera llamando a la policía cuando me acerqué a él, con el fin de intercambiar puntos de vista sobre la barra de hierro, mi fractura, mi incontinencia mental y la situación del civismo a este lado del Misissippi. No le culpo.

Dos párrafos después me personé en las instalaciones del centro hospitalario más cercano. Me ví obligado a hacerlo, no podía explicar mi dolor por teléfono al servicio técnico de humanos y arreglarme yo mismo en la intimidad de mi garaje. Ese avance en la ciencia aún no ha llegado. Sentado en una de esas lascas de plástico de color enervante que los fabricantes han tenido a bien denominar “silla de sala de espera” compartía mi inquietud por la integridad física con otros doscientos pacientes, cada uno de ellos aquejados de una o varias dolencias elegidas por el destino o por la víctima misma al cabalgar sobre una motocicleta tejiendo punto. En un hospital se ve de todo. Incluso médicos.

Llegó mi turno. Me despedí con emoción de mi vecino de asiento, el mismo testigo de mi accidente, que había sufrido un atropello por un carrito de barrendero en plena huida en busca de las autoridades locales. Nos intercambiamos las fotos de la familia y prometimos llamarnos. No íbamos a hacerlo, el ser humano sabe cuando su semejante lo miente por la espalda. Pero eso de “ya nos veremos” es mucho más cumplido que un “adios” falto de emoción.

Mediante autorización explícita del doctor dueño de su cubículo de dos por tres, permiso efectuado mediante su laringe al gritarme “pase” en un coro de gallos increible al tratarse de una sola palabra, me introduje en la consulta. Una pequeña caja de zapatos guardaba a un facultativo con bigote. Empecé a preguntarme si la profusión de bigotes sería una plaga cuando me ordenó desnudarme. Cual cuadro renacentista me presenté ante el como sólo mi madre y una rubia de Cuenca me habían visto. El galeno se aclaró la voz, contó mis pezones, y con todo correcto, entabló conmigo una sincera conversación.

- A ver, ¿qué le pasa en el brazo? –me diagnosticó con una rapidez sorprendente, sólo fijándose en el descolgamiento de extremidad que me hacía parecer una balanza descompensada incluso a oscuras.
- Una barra de hierro, un incidente desafortunado.
- ¿Le duele si le toco?
- Me duele si me mira, le ruego se ahorre el tacto.
- Bien bien –dijo pensando en los gorriones a juzgar por su inclinación de cabeza –esto va a estar roto.
- Roto sin duda. ¿Tiene arreglo?
- Por supuesto. Podemos hacer varias cosas.
- Bien.
- Sí...
- Por ejemplo...
- Ah, claro, podemos escayolar.
- Eso está demodé –dije haciendo gala de mis gustos por la moda, los movimientos artísticos y demás puñetas superficiales –quizás algo más moderno...
- Un cabestrillo...es muy de esquiador...queda muy bien para las visitas.
- Ya veo, no carece de lógica su argumento...¿hay algún tratamiento más, ultrasecreto, que usted y su institución no quieren revelarme, a pesar de trabajar en esto, debido sin duda a una conspiración a nivel mundial que haría tintar de blanco el pelo del más valeroso hombre?
- No puedo decírselo.
- Por tanto, la hay

No pudo resistirse a mi sagacidad de investigador, cultivada durante tantos años de visionar capítulos a medias de “se ha escrito un crimen” y otros seriales de igual tamaño artístico. Derrumbado cual testigo clave en mitad de un proceso, golpeó con furia su mesa. Descolgó el teléfono y solicitó una nueva, que le fue entregada al instante vía ventana, retirándose la anterior con leves desperfectos. Terminada la mudanza me miró a los ojos. Vencido por su enemigo, me ofreció una nueva solución.

- Podemos instalarle un brazo biónico – dijo, resignado.

Al instante me ví surcando galaxias en pos de la justicia. Desfaciendo entuertos. Deteniendo locomotoras, aniquilando extraterrestres de colores chillones, recibiendo el amor de entregadas doncellas. Cambiando el curso de la historia, defendiendo al inocente, al débil, al desprotegido. Erguido como figura principal de la lucha por la justicia y el orden establecido. Construiría un refugio en un lugar apartado. Sería taciturno, misterioso, opaco al ciudadano. Quizás un sosías por el día, un defensor al caer la noche. Haría frente a un taimado y astuto archienemigo, una mezcla de profesor Moriarty y amenaza venida de las estrellas, una némesis recurrente, odiada y respetada al tiempo. Un héroe, en definitiva.

- Ahora bien. Eso no lo cubre el seguro.

También se puede defender el mundo con una escayola. Y si no, por lo menos los compañeros del trabajo me la firmarían y Gutierrez me dibujaría un órgano sexual masculino en color rojo. Ya saben, no soy partidario de usar epítetos malsonantes.

Y Gutierrez es mucho de dibujar guarrerías.

lunes, 11 de enero de 2010

SIGUIENDO LA CORRIENTE.

Era el turno del Señor Frascuelo. Realmente para la historia no importa demasiado dónde se encontrara. Bien podía ser ese estanco que dispensa sellos con la efigie del regente de dos pesetas, una frutería repleta de naranjas de la China o la sucursal de Banco Sacabilletes. No quiera usted saberlo todo, deje lugar a la imaginación.

El Señor Frascuelo esperaba, como individuo bien educado en las costumbres hispánicas, impacientemente en la cola, intentando ganar algún puesto cuando uno de sus predecesores se rascaba la rabadilla o se giraba para ver una estantería. Llegado al fin su turno, hubo de detenerse a dos ladrillos justos del mostrador. El habitante tras el mostrador lo miró circunflejo, subiéndose las viejas gafas de montura negra, alzando la cabeza y mostrando la colección de piezas dentales superiores, arreglos empastados incluidos.

-A ver caballero, siguiente.
-Yo yo, sí, es mi turno.
-Pues acérquese, ¿qué desea?
-Mal puedo acercarme.
-¿Debido a qué?
-No podría atravesar la distancia hasta el mostrador, me temo.

Los presentes se interrogaban con la mirada. ¿Un loco, un borracho, un extranjero de extrañas costumbres quizá?. Incoscientemente trazaron un anfiteatro humano para asistir, en patio de butacas, al extraño desarrollo de los acontecimientos que allí acontecían.

-Perdone señor, pero no le entiendo. ¿Tendría usted la bondad de...?
-La tendría, sin duda, sin no acontecieran estas circunstancias tan adversas para realizar la transacción comercial acordada conmigo mismo momentos antes de mi llegada.
-Ruego me explique su problema. ¿Varices, piernas cansadas, simple vagancia o desgana?
-Constato por sus palabras que no ha reparado usted en la corriente energética frente a su mostrador. De otro modo, si fuera consciente del hecho y aún así, siguiera usted animándome a adelantar mi paso, debería de tacharlo, cívicamente, como irresponsable, ruin y otros calificativos extraídos de mi sesera para esta ocasión de afrenta.
-Desconozco las circunstancias de la corriente citada por usted.
-Pues ¡bien lozana es la condenada!

La clientela apretaba los ojos esperando ver el curioso fenómeno explicado por el caballero. Viendo solo ladrillos, alguna colilla y otra basura insignificante, en voz baja sin querer incomodar al presunto hombre de ciencia, lo tacharon de pamplinas, desquiciado, artista y otros calificativos afines.

-Mi negocio es respetable, señor –decía con mano en el pecho y ojos entrecerrados el tendero – sepa usted que nunca tuve queja alguna sobre los servicios o mercancía vendidos en este establecimiento. Demostrar debería lo que sus palabras dicen, o enfilar hacia la puerta y no volver a esta casa bajo circunstancia alguna.
-Su rectitud se le presume, como a cualquier comerciante. Dicho esto, no es menos cierto que ante usted, en su espacio de trabajo, corre una corriente temporal sin lugar a dudas.
-¿Acaso es usted científico?
-No.
-Pues...
-Corredor de seguros, le estrecharía la mano si con este gesto no pusiera yo mi propia integridad física expuesta a los designios de este inusual comportamiento físico.
-Caballero, pierda cuidado. Adquiera lo que venía a buscar, nada ha de pasarle. Se lo garantizo de tal manera que si algo, por leve que fuere, le pasase a usted entre estas paredes, compraría usted gratis en este comercio de por vida.

La estrategia del Señor Frascuelo para dar un sablazo al tendero había dado resultado. En breves momentos, adelantado el paso, realizaría una extraña danza, ensayada de antemano en su desván ante el espejo, simulando sufrir un extraño mal de procedencia desconocida. Preparado estaba para efectuar convulsiones, espasmos y otros raros síntomas, concentrándose para no sobreactuar. Se ajustó el traje, afinó su bigote y dio el paso.

La diosa fortuna quiso que, como desagravio de otros engaños a comercios de la ciudad, efectivamente una corriente temporal discurriera por aquellas latitudes. Con un gutural grito, afeminado si he de ser sincero, desapareció ante los ojos ensimismados de los presentes. Mal negocio tuvo desde entonces el tendero. Obligado a cerrar su establecimiento ante las habladurías de los habitantes de la ciudad, dejó atrás su pasado desplazándose al norte, a su pueblo natal donde acabó sus días trabajando en unas tierras propiedad de un antepasado.

Peor acabó el farolero y timador Señor Frascuelo, inmerso en una guerra de bandas sanguinarias en una tierra emplazada en un futuro distante e incierto, azotado por el polvo del desierto, refugiándose de las alimañas y armado con un fusil de cerrojo y su bastón.

Pero esta historia quisiera yo relatársela a ustedes cuando este regrese de esa tierra indómita, no desearía que nadie me tachase de embustero.