miércoles, 31 de marzo de 2010

PODEROSOS PROGENITORES.

Llegó a casa con el alma a los pies. Detrás, arrastrándose como un perro vago y sin patas, limpiaba el suelo una mochila de alegres colores repleta de hojas versando las vidas y milagros de gente mayor o desaparecida en su cruenta lucha por dos palmos de terreno, diferencias en la decoración de la insignia patria, retratos disparejos de dioses o por manejar billetes.

Todo eso resultaba complicado para la pequeña cabeza de el chaval. Querían introducirle cosas de mayores cuando era más proclive a creer en otros héroes de papel, esos de alegres colores tramados, luchando siempre con genios del mal o monstruosidades. Pero no sólo ese peso de conocimientos vanos acarreaba ese día. Un malencarado mocoso le había dicho en el patio que sus padres eran unos mindundis perdedores, que el suyo tenía dos barcos a pedales y algunas fantasías más de un chico que probablemente merendaría pan duro a juzgar por la caída en el elástico de sus calcetines.

Pero eran averigüaciones complejas para alguien acostumbrado a gobernar sobre sus muñecos de plástico y a mirar el reloj de cuando en cuando a la espera del programa infantil. Tenía que demostrar, primero a él mismo y luego a ese tontorrón del patio que sus padres tenían algo especial. Y no le valía con que le alimentaran, le dieran un techo, un beso de buenas noches y otros regalos no fungibles apreciados sólo con la edad. No. Algo debían tener.
Aprovechando su pertenencia a la generación etiquetada como “la del llavero” por cuestiones de comodidad informativa, aprovechó la tarde rebuscando en casa, sin más ojos curiosos que los suyos, en busca de una respuesta indeterminada. Un algo.

Y vamos si lo encontró. En el ropero de su madre para más señas. Sabiendo que no debía mirar, que a saber lo que escondían aquellas puertas vetadas a la curiosidad, se fijó en una primorosa tela roja pegada a un lateral, como tímida. Un vestido muy corto, rojo incandescente. Lo sostuvo frente a sí, la tela gravitando a poca distancia del suelo. Abrió cada vez más los ojos, se mordió las uñas y su pequeña cabeza llegó a una teoría, sin saber el significado de esa palabra, que debía comprobar.

Entre las ropas del padre, apartando cajas de puros y calzones, encontró la pieza final del puzzle. Depositó en la cama de matrimonio las extrañas prendas halladas: el corto vestido rojo y esos calzoncillos tan pequeñitos tapizados con piel de tigre. Los guardó de nuevo, habiendo sido examinados y grabados como aguafuerte en el museo de su cerebro, respetando el status-quo. O al menos intentando que la manipulación no cantara la Traviata.

Sus padres eran superhéroes y esos eran sus disfraces, sus trajes y adminículos para combatir el mal. Los imaginó batallando por la ciudad, por planetas dibujados con lápices de cera, contra monstruos de tres ojos, librando el mundo de la tiranía. Y aunque en su cabeza una leve luz de cuarenta vatios le indicó la posibilidad de que ambos pasaran algo de frío en estas luchas si en algún caso se internaban en el interior, cerca de la sierra, supo enseguida desembarazarse de ideas contrarias a lo estupendo del hallazgo.

Los miró con expectación durante la cena. Estaba convencido, cuando él fuera a la cama papá y mamá saldrían a luchar por el bien.

Ambos lo miraron. Calcularon cuánto le quedaba al pequeño para dormirse.

Entonces se irían a la cama. A pasárselo bien.

viernes, 19 de marzo de 2010

SEA COMO SEA ( Acto Segundo )

Por señas, para no perder el pie de la frase, me pidió volver a encender la luz. Y así lo hice. Se esperaba el nudo.

– Se ha puesto buena tarde.
– ¡A eso me refiero! ¿Porqué usa esa frase?¿Porqué no otra? No se enfada usted con este abordaje al que le someto. Yo si me enfadaría. Y sin embargo ahí está, aguantado de manera estoica.
– A decir verdad tengo el botón del ascensor quemado de llamar, la escena se me antoja dificil de digerir.
– Yo no haría eso. Y a eso me refiero. No ven ustedes, esos que no son yo, que actuando como actúan, pensando como piensan, ¡andando como andan! Amando a quien aman y odiando a los que odian, no ven ustedes que yo sufro.
– Ande ande, no sufra usted por los demás, ya le advierto que los demás no sufren por usted.
– Incluso su falta de tacto, que debería enfadarme, me provoca curiosidad. No puedo ser de otra manera como soy en el día a día, pero aún así los veo a ustedes y me pregunto ¿estaré errado?¿Será mi camino pedregoso el indicado o debí doblar a la izquierda al comenzar?

Algún vecino improvisó un palco abriendo la puerta de casa y colocando una silla de la cocina. Las poleas arrastraban la salvación hasta mi piso y no veía la hora de llegar a la calle, salir por el portal y advertir con la mirada a todo el que me cruzara que vivía con un loco. En este sainete se respiraba ambiente de desenlace.

– Me asustan porque no les comprendo. Porque no me dejan ustedes ver los motivos de lo que hacen. Me asusta estar equivocado. ¿Porqué no informan los gobiernos de estas cosas? Miles de millones gastados en absurdas campañas y ni un mísero doblón gastado para advertirnos de como debemos ser. Necesito un asidero. Un asidero, ¿entiende?

La señora del quinto izquierda entonó por lo bajo un coro dramático muy sentido, al menos en la superficie, que redondeó el asunto. El cartero que escalaba por la escalera se maldijo por no traer lanza y servir como figurante al fondo del escenario. El rellano callaba y esperaba mi respuesta.

– Pues haga usted lo que dice la tele. Siempre, ante la duda, lo que diga la tele. Se ahorrará la pena, el llanto y el sufrir. ¿Para qué cree que está ese futil invento? Con ella aprenderá a ser usted como los demás, y desaparecerán la zozobra y la intranquilidad; el saber que hace lo correcto le tranquilizará.
– ¿Sólo debo ser como dicen que sea?
– Claro.
– ¿Y con eso desaparecerá este resquemor de mi alma?
– Puedo asegurarlo.
– ¿Y esa carraspera mañanera?
– Eso debería vérselo un médico.
– Pero no tendré que preocuparme más de como debo ser.
– ¿Acaso no lo hacemos todos!

Brotaron los aleluyas de las puertas próximas. Subieron vecinos de pisos inferiores con canastos de bellas flores que fueron arrojando de forma grácil sobre el hombro. Un grupo de rudos albañiles dejaron sus herramientas en la azotea y formaron un grupo de voces graves. La falta de caballos y jinetes no desmerecieron en absoluto la representación.

Introducido en el ascensor pulsé el botón del primer piso. Allí un tipo extraño al que nunca había visto nadie descansaba sobre el vértice de la cabina, pasando de un lado a otro las llaves de su llavero raso.

– Vaya vecindario ¿eh? -le pregunté
– A mí me lo va a contar, a mí, que los creé a todos.

Y con ello salté de un teatro de vecinos a un diálogo con el creador. Pero eso ya será para otro día, que ya es tarde y usted tendrá cosas que hacer.

Telón.

jueves, 4 de marzo de 2010

SEA COMO SEA. ( Acto Primero )

Los cohabitantes de inmuebles mantienen la sana costumbre de cruzarse de cuando en cuando para interesarse por las penas ajenas y ver así satisfecha la sensación de ser más afortunado que el prójimo. Entonan en esas ocasiones atávicos cánticos de mutuo acuerdo, estableciendo la paz entre esterillas de entrada y el correcto funcionamiento de instalaciones comunes. Y claro está, no faltará ese vecino que asome el pescuezo sólo farfullar lo ruinoso del inmueble.

Hemos acordado esos procedimientos para sentirnos a gusto. Todos sabemos a lo que atenernos, no es necesario estudiar la lección antes de salir de casa y con todo ello la intranquilidad propia de mezclarse con el extraño queda rebajada como el alcohol en un bar de esquina cualquiera.

Pues esto hay personas a las que no se le mete en la cabeza.

Su carácter era escorado en días impares y se convertía en huraño el resto de cuadraditos del almanaque. Por eso era extraño cruzarse con él y recibir un vocablo articulado más allá de un desganado gruñido cavernario. Aquella mañana encontré chispitas de bengalas en sus ojos, y no vaya a creer que soy de esos que va mirando a las pupilas al personal. Las palabras colgaban de sus labios fruncidos como verdes ramas de un jardín cautivo. Y al ascensor le dio por saludar a cada piso, las máquinas también tienen sus jornadas sociables.

Yo sólo le dí los buenos días. Pero se los dí como suelen darse, prestándolos para que te los devuelvan al instante.

Ordenado él me miró de arriba a abajo, como queriéndome comprar. Dio un paso atrás para colocarse bajo el plafón luminoso y viéndose aún fuera de foco, añadió otro más hasta estar en mitad del escenario.

– ¿Le importa encender la luz? -preguntó timorato.
– Para eso están los interruptores -contesté en un brote de palabras inútiles por lo sabido del tema de la electricidad a nivel cotidiano.
– Gracias, es que lo que debo decirle lucirá mejor si creamos un poco de ambiente.

Con un dedo cualquiera en la placa del interruptor temí que me pidiera en matrimonio. No estaba preparado para el compromiso con un vecino, ¡incluso evitaba las reuniones en el portal para no verme en estos bretes! Noté como el ascensor rascaba en lo profundo del segundo piso. Tardaría días en llegar.

Y el vecino en pleno brote de ansia comunicativa.

– ¿Porqué usted no es como yo? -lanzó sin usar una salva previa de comentarios al uso sin más relevancia.
– No le comprendo. Claro que soy como usted. Un vecino. Un inqulino de inmueble, uno de tantos que pueblan la ancha geografía patria - palabras brotaban sin filtro mientras volvía a pulsar el botón de llamada del fastidioso elevador.
– ¿Donde nació usted?
– Pues dos portales más abajo, he viajado mucho estos años como ve.
– ¿Y porqué no nació usted en mi pueblo?
– Si lo hubiera sabido no me habría costado mucho...eso sí, quizás a mi santa madre le habría molestado el traslado.
– ¿Porqué usted tiene las cejas como así? - dijo trazando en el aire dos trayectorias parabólicas que mucho se distanciaban con lo recortado de mis preciosas cejas.
– No me las corto ni nada, me venían así. Otra de las cosas de mis padres, supongo.
– ¿Y porqué vota usted a quien vota?
– No si yo no uso de eso.
– ¿Y porqué no vota?
– Siempre cae en domingo y me da pereza. Pero bueno – me enfadé de manera cortés - ¿a qué viene este interrogatorio de rellano a estas horas y a estos minutos?
– ¿No ve usted? -declamó arrodillando el alma -¿no ve usted, repito pues la precisión del narrador ha cortado la pregunta, no ve usted que me hace dudar de si soy lo que soy y soy bien hecho?

Sincronizada con el parlamento, la luz bajó. Faltaron aplausos y telón, pero debía ser teatro moderno que tan bien considerado está y tan poco se entiende.

( concluirá )