sábado, 14 de agosto de 2010

FOTO FIJA.

Saltó el flash y con él todas las realidades imaginadas por Heriberto. Retratado para la posteridad, en el puñado de píxeles quedaron grabados su perfecto flequillo, su porte de galán, y sencilla a la par que costosa camisa y sus ademanes de estrella.

Pero no hay nada completo en este mundo, salvo los parkings en hora punta.

Esa sonrisa bobalicona, llena de dientes, como si estuviese en pleno descenso de una montaña rusa infantil y se sintiera aterrado por la velocidad y a la vez abochornado de experimentar un peligro ridículo ante las miradas de los padres de sus acompañantes. Es para que usted se haga una idea. Una sonrisa pintada, de mentira, oiga, con ganas, pero nadie lo diría. Un gesto captado de forma traicionera. Antes se revelaban las fotografías y, con algo de suerte, les perdías el rastro, o las podías pasar muy rápido en un álbum familiar. Incluso se podían perder accidentalmente, como esa foto en blanco y negro hecha en el instituto y que lleva perdiéndose, limpieza tras limpieza, en el fondo del mismo cajón. Ahora no. A las dos horas cuarenta minutos una hermana gemela, puesto que se reproducen de manera asexuada, colgaba en uno de esos sitios en internet de perfiles y frentes, lleno de conocidos y tertulianos, en los que se exaltan triunfos y se callan vergüenzas. Y a las dos horas cuarenta y dos minutos se vió. La fotocopia no había trastocado su rictus. Y fijándose en el monitor sus ojos le parecieron dos canicas en el fondo de un agujero.

Tomó aquella noche una determinación, tal y como deben tomarse. Exaltado, revuelto entre las sábanas, jurando y perjurando para caer dormido a los veinte minutos, con la idea aún zozobrando a la deriva de los sueños.

Desde ese día no sonrió más.

Al principio no fue mal. Un tipo circunspecto no desentona en ningún ambiente. Cariacontecido asistía a reuniones de trabajo, a charlas de pareja y a compras de pan para desayunos, almuerzo, merienda y alguna cena. Todos creyeron que había madurado, claro, llegado a cierta edad no se permite ir a los individuos decentes sonriéndole a la calle como si se la quisieran camelar.

Ascendió. Le ofrecieron una cátedra. Formó parte de una lista electoral, en el número ciento tres, de acuerdo, pero su nombre aparecía en las papeletas de voto. Fue fotografiado en ocasión de un congreso de su partido y no se le ocurrió sonreír. Su imagen le hizo ganar muchos puntos, parecía meditar lo mejor para su ciudad.

La culpa del desenlace la tuvo aquel caricato televisivo, uno medio calvo con mohines trasnochados y cierta inclinación por la imitación de tartamudos. Contó algo de un piano, un caballo, una señora y un cura. Y como suele decirse en términos populares, se tuvo que reír. Enseguida notó un cierto crujido y aprovechando uno de tantos espacios publicitarios fue a observarse al espejo del baño. La grieta recorría las comisuras hasta los lóbulos. No era muy grave, era como pintura saltada. Intentó arreglarlo con una crema de su señora y no quedó mal. Tras el siguiente desayuno la cosa fue a más. No era nada truculento, descuiden los aprensivos, era como un cuero cuarteado, como si acostumbrado a una postura frente al sol lo hubiesen llevado al fresco y lo hubieran doblado. Probó durante el día a cubrirse las mejillas con las manos en señal de atención con tintes escolares de niño aplicado. Recibió visitas a contraluz y en otros momentos fue esquivo.

Quizás en el primer momento una visita hospitalaria lo habría resuelto. Ahora temía las reprimendas de su médico y su mujer, en ese orden. Primero la seriedad, luego estar ilocalizable. Ella se pensó lo peor, como es costumbre en estos casos. No pudo posar de lado para la prensa local. Puso perdido el escritorio de caoba con restos de piel reseca. Como también suele decirse en círculos mundanos, vamos, un plan.

Todo fueron desgracias sobrevenidas. A punto de convertirse en ermitaño lo puso en conocimiento de su esposa, después de explicarle de tres maneras distintas su lugar de pernoctación aquellos días obtusos. Entró a la clínica privada por la puerta de atrás. El médico lo hizo pasar sin darle tiempo a terminar de desenroscar las bombillas de la sala de espera. El lo miró asustado, como cuando no se sabe lo que se tiene roto en el cuerpo y siempre se espera que sea lo peor, incluso que vaya a más.
Con la tranquilidad de un profesional, extrajo de una cajonera un sencillo cepillo de cerda blanda. Lo pasó por los pómulos, las quijadas y esa parte que da sombra cuando pierdes kilos. Cascaritas. Debajo, piel lozana, aunque algo gris.
El doctor le aconsejó dejarse de mandangas, como se suele decir fuera de círculos profesionales. En su opinión la falta de sonrisa llevaba a esas consecuencias, e incluso peores. La pena, le dijo, puede llegar muy adentro, es peor que una caries, créame. Como era un profesional sufragado por cuotas mensuales del paciente y con la complicidad de su esposa en dos tardes no consecutivas arreglaron su problema.

Fue en la boda de su prima Puri. El cíclope contratado para atestiguar la presencia de seres queridos, arrejuntados y otros comensales, llegó con la cámara pegada al ojo bueno. Sólo necesitó un segundo para prepararse.Heriberto colgó esa fotografía en el salón de su casa. Una sonrisa perfecta, pero con la boca cerrada. Una caída de párpados que ya quisiera uno de esos actores en blanco y negro con bigotillo fino. Un sex-appeal, un saber estar.

Bueno, para ser francos la colgó por lo acertado de la toma y por que con los trece euros que desembolsó por ella cualquiera la destinaba a encerrarla en un cajón.

Lejos de aquella foto que se pierde todos los años cuando se limpia, por supuesto.