domingo, 18 de septiembre de 2011

TROPEZONES.

“¿Cómo será la vida de los ácaros? ¿Tendrán relaciones sociales?” Así de perdido se encontraba don Eusebio, considerando lo factible de una cena entre matrimonios de microscópicos arácnidos, triscando fibras de poliéster con guarnición de escamas cuticulares. Don Eusebio se encontraba en plena epifanía entomológica, creyendo estar a un paso de un descubrimiento que a decir verdad, distaba un mundo de su trabajo cotidiano: denegar peticiones en un ministerio con un ruidoso tampón.

Afortunadamente para el interés de esta historia, se desencadenó una serie concatenada de hechos únicos.

Alguien en China decidió ahorrar en material para zapatillas de andar por casa. La genética y una vida de zapatos apretados hicieron unirse en pareja de hecho al al pulgar de su pie con el dedo vecino, que por estar en el suelo no señala nunca nada, siendo más discreto que su hermano manual. La asistenta del hogar había dejado una arruga en la alfombrilla de pelo de jiba de camello del dormitorio. Todo ello coincidió en espacio-tiempo.

El primer traspiés fue natural, incluso habría sido de mala educación girar la cara al destino. Por inesperado, el pie contrario ejecutó un paso de baile nada académico, pasando el testigo al pie culpable, en pleno intento de aterrizaje. Ese torpe pedaleo aéreo se perpetuó, desplazando a Don Eusebio por todo el pasillo. El impulso comenzó a ser desaforado, violento. Dio un par de brazadas en el aire, haciéndole un gran favor a la inercia que, con rápidos cálculos, aumentó su velocidad de trote cochinero. A trompicones por el salón evitó los afilados salientes de la mesa del tresillo y enfiló, inocente, la puerta del piso. En ese momento oyó masticar los dientes de las llaves dentro de la cerradura. A su mujer la bienvenida, en primera instancia, no le desagradó. Sin haber visto el comienzo de la obra, aquel par de pasos le parecieron meritorios y un buen recibimiento. Piernas y brazos entraron entonces en sintonías distintas y la superficie poco cariñosa del felpudo de bienvenida le proporcionó un nuevo impulso. Cada peldaño de las escaleras hizo lo propio, fundiéndose los chanclazos con las llamadas extrañadas de su esposa.

La conjunción cósmica siguió funcionando a todo trapo. Se encontró el portal abierto por un repartidor de propaganda. Los semáforos en verde, una gran avenida cortada por obras y cubierta de montículos de arena que lo jalearon en su carrera. Saludando a los vecinos con una tímida sonrisa y un “ya ve usted, aquí estamos, tropezando”, avanzó por su barrio hasta que se lo comieron los primeros árboles de las afueras. Todo cuesta abajo, por una tranquila vía secundaria, continuaba en su recorrido sonando sobre el asfalto como unos timbales tocados por unas manos ansiosas.

La primera capital que visitó le resultó encantadora. Por allí nadie le conocía, así que pudo dejar a un lado la vergüenza y concentrarse en en contemplar catedrales, monumentos y oficinas postales.

La quinta capital de provincia ya le pareció algo más mustia.

Gracias al acuerdo Schengen tropezar por las fronteras no fue problemático. Recorrió el mediterráneo, durmiendo con los ojos cerrados sin detenerse, soñando que dormía. Ya le perdieron la pista en una de esas pequeñas repúblicas escindidas de la antigua Rusia. Si se pregunta con educación las gentes te cuentan la historia de ese extraño hombre que pasa tropezando, causando el jolgorio local. Lo acompañan un trecho hasta que la velocidad de los aldeanos comienza a ponerse a la par. Ahí lo dejan, porque tienen miedo de no poder detenerse. Todos admiran su valentía.

Lo esperan en el Estrecho de Bering. Algunos abogan por pararlo. Otros por subirlo a un transbordador con una pasarela inclinada hacia abajo. Se discute mucho el asunto estos días en las sesiones de la Unesco.

Don Eusebio empieza a ser patrimonio de la humanidad.