Las aletas de su nariz se comportaban como el cuerpo de una
medusa, contrayéndose y expandiéndose al ritmo de sus nervios. Tenía un faldón
de la camisa fuera, la corbata apuntando al sureste y los ojos inyectados en
bilis. Con los brazos en jarra el aire se le acumulaba en el pecho como una
gaita tocada por un principiante.
- Esto no es así, así no son las cosas y lo sabéis todos.
- Cálmate, no tiene la mayor importancia.
- Claro, yo me cabreo por nada, ¿es eso?
El personal agrupado en la lujosa sala de reuniones asistía
atónita. Nadie había sabido hacer frente en el primer momento el arranque
furioso del ejecutivo y ahora toda la pirámide de rangos era arrastrada por la
dialéctica del ofendido. Un susurro sugirió “el oxígeno no le llega a la
cabeza”. El aludido miró por encima de las cabezas y al no localizar al
ideólogo del comentario repartió las culpas a las ya cargadas espaldas del
resto del personal.
- Es solo un juego.
- ¿Un juego? Puede serlo para vosotros, pero yo estoy aquí
para ganar. Así que nada me parece un simple juego. El reto de llegar a la cima
no acaba, yo no me olvido de eso ni siquiera en casa. Si esto os parece un
pasatiempo es vuestro error.
- De acuerdo, ya te hemos oído. Y ahora haznos el favor de
calmarte. Estás dando el espectáculo.
El eco de sus protestas empezaba a rebotar en alguno de los
presentes. Aunque en un primer instante la absurda postura del ofendido había
provocado alguna risa sofocada, situación a la que no había ayudado lo desaliñado
del individuo, ahora el ambiente se estaba recrudeciendo. Su situación de
inferioridad lo había llevado a ladrar demasiado y ahora los perros grandes
comenzaban a enseñar los dientes.
- Le han dado fuerte a la comba para que me tropezara con
ella.
- Yo no le he dado fuerte.
- Y yo no he señalado a nadie. Tú sabrás por qué te picas.
- Todo el mundo ha saltado al mismo ritmo.
- Eso no es verdad, al director de recursos humanos le habéis
pasado la mano.
El interpelado sacó la cabeza del grupo.
- He saltado menos veces que tú y no me he quejado.
- Te han empezar dos veces.
- Porque se ha tropezado –un grupito de responsables de
nóminas salió en defensa del acusado.
- Dejadlo sólo con su numerito. Había un papel y me he
resbalado. No he ganado, punto. Estábamos pasando un buen rato y has venido a
fastidiarlo.
No parecía muy satisfecho por el contraataque. Todo iba bien
mientras lanzaba salvas sin apuntar demasiado, pero ahora las tropas estaban
avanzando hacia la línea de defensa.
- Le habéis dado fuerte a la comba.
- Y dale.
Como las aguas del Mar Rojo la superficie de cabezas se
abrió. El director general hizo aparición coronado por su pelo de plata, sus
recias maneras y su traje de corte italiano. Repasó las pupilas de todos sus
empleados, uno por uno, mientras agriaba el gesto ante el personal mal
condimentado. Su voz tronó en la sala.
- Es que estabas saltando mal. Saltabas así, mira.
Imitó a la perfección el salto poco académico del empleado
rebelde. La pierna izquierda fija, con el pie en punta, casi de bailarina. La
derecha subida y estirada hacia fuera,
con el pie mirando al norte y la rodilla flexionada, con gesto de saltador de
vallas mediocre.
- Vamos que no has dado un salto en condiciones.
El mal perdedor se miró los bolsillos de la chaqueta
rellenos de puños rabiosos. Quiso acusar a los que contaban de contar, a los
que le daban a la cuerda por darle y a los mirones por ponerle nervioso. No iba
a servir nada de aquello, no le iban a dar la razón.
Se oyó un tumulto al otro lado de la puerta. Unas pisadas
amortiguadas por la moqueta, pero rápidas y descontroladas. Dos tipos de
negocios internacionales venían corriendo en forma de tren, el de atrás
agarrado a la chaqueta de la locomotora.
- ¡Juego!
Aprovechó la ocasión, pisoteó a conciencia la comba muerta y
atrapó la chaqueta del abogado especialista en fusiones. El más menudo, experto
en opas hostiles, se reincorporó al furgón de cola y al arrancar se dejó ir con
los pies por detrás, como si pudieran correr muchísimo, hasta romperse los zapatos.
- Que se vaya, es un aburrido. ¿A quién le toca?
Una experta en seguros sociales saltó al centro de la sala
de reuniones. Saltó agitando su pelo rubio y
su falda dejaba ver un palmo por encima de sus rodillas. A algunos se le
tatuó una sonrisa imbecil en la cara y comenzaron a aplaudir. Un coro de
secretarias atronó la sala contando los saltos para ponerla nerviosa.
Sus saltos llegaron a la zeta del abecedario y tuvieron que
empezar de nuevo a contar letras.