viernes, 31 de julio de 2009

EN ESTOS MOMENTOS.

Mari Puri, a la que llamaremos Encarnación en este relato, no por preservar su anonimato, si no porque le habría hecho ilusión recibir las aguas bautismales bajo esta nomeclatura, andaba enfangada en tareas propias de su puesto. Por tanto, no podía quejarse.

Ganas no le faltaban.

Decidiendo si las carpetas verdes debían contener las copias en calco verde de los comerciales o si sería más lógico guardar allí los expedientes de venta, por asociación con la letra “v”, y en medio de este dilema cromático-alfabético, al teléfono de su mesita le dio por sonar. En repetidas ocasiones.

Se concentró, echó mano del auricular, descolgó, y con la voz más dulce posible a aquellas horas de la mañana, sin que hubiera mediado desayuno alguno, se interesó por los problemas de su interlocutor colgado del otro lado del hilo.

Una preocupación circunstancial. Tenía mejores cosas en qué pensar.

Era un señor canoso. Al no tratarse de una videoconferencia, era bastante imposible determinar la veracidad de las sospechas de Encarnación. En un empate técnico, la secretaria se daba el gustazo de poner cara, canas, nariz y gafas a quien llamaba. Necesitaba alguna distracción.

Sulfurado el señor canoso a causa de ciertos pedidos que, o bien no venían, o bien eran más caros de la cuenta ( pasada anteriormente ) por palabras recicladas por Encarnación de la conversación, el señor canoso preguntó por su jefe. Por su jefe de ella, en resumen.

“El señor jefe en estos momentos no se encuentra” fue la respuesta de Encarnación. Y no mentía. En parte.

El señor jefe, al que llamaremos Gutiérrez porque sospecho que más de cien jefes en una reunión de jefes girarían el cuello al oír ese nombre, no estaba ausente. Es más, no estaba enfrascado en una de esas tareas de jefes tan abstractas a ojos mortales. Ni tan siquiera estaba con una visita, ni hablando con un cuñado suyo degustando unos habanos o haciendo canastas en la papelera del acristalado despacho.

El señor jefe estaba en la oficina, sin hacer nada significativo.

Aunque Encarnación, por imposición religiosa y por limitación imaginativa a partes iguales era incapaz de mentir. De hecho el jefe en esos momentos no se encontraba.

Con la cara desencajada y unos brazos extendidos rematados por unos dedos crispados, el jefe Gutiérrez se buscaba en el despacho a sí mismo. Tanteando las paredes. Levantando los escasos papeles sobre la mesa. Desplazando el cenicero de cristal. Incluso se buscó bajo la peana de mármol del crucifijo de sobremesa.

Y el pobre seguía sin encontrarse. No en el sentido filosófico, comprensible en cierta medida. El jefe no daba consigo mismo.

Una vez cogido el recado y colgado, metafóricamente, al señor canoso, a Encarnación le entraron ganas de entrar en el despacho de Gutiérrez y ayudarlo.

Quisieron la mala fortuna y las pilas del reloj que diera en ese segundo la hora del desayuno. Gutiérrez podía seguir perdido un cuarto de hora más. Incluso veinte minutos.

viernes, 24 de julio de 2009

LLAMADAS PERSONALES.

Se le notó en la cara. Tras abrir el sobre con la factura del teléfono del último mes, la cara del jefe de recursos fue pasando por las tonalidades propias del humano en modo furibundo. Tanto es así que en algún momento su cara estuvo a juego con el logotipo de la compañía expendedora del recibo, azul violáceo.

La cadena de mando se puso en marcha. El jefe de recursos se comunicó con el administrador, que a su vez se puso a los pies del director de sucursal, tardando este lo mínimo en atravesar dos metros de pasillo para ponerlo en conocimiento del director de zona, coincidiendo este con el mismo humano jefe de recursos. Puede parecer una estupidez este vaivén, de hecho es una solemne tontería, pero el primer comunicador se aseguró de esta manera de que el recado llegó a su destino sin demasiadas interferencias.

Puesto al tanto del asunto por segunda vez en cinco minutos, Don Dionisio bajó a galeras. Allí sus atareados empleados sacudían espasmódicamente los brazos en sus puestos. Los más ociosos se confundían entre sus compañeros a base de imitaciones chuscas y miraditas a monitores con salvapantallas. Don Dionisio hizo ademán de arremangarse. Al notar el contacto con la piel se percató de la escasa longitud de sus mangas cortas. Dio por hecho el primer paso del asunto.

Desde la barandilla del primer piso, y con la imagen del Almirante Grant en la cabeza ( era un personaje de telefilme, pero Don Dionisio en su ofuscación confundía al penoso actor que chapurreaba sus líneas de guión por otro aún más lánguido si cabe ) miró a su tripulación contable. Asustando a más de uno con caída de bote de lápices incluida, bramó:

-¡Atención!, tras la llegada de la abultada factura telefónica, a partir de ahora y sine die quedan prohibidas las llamadas personales. ¿Queda claro?
-Disculpe señor...-era Martinete el que, haciendo gala de su valentía o falta de luces, se atrevía a responder a la pregunta retórica – verá, sabe usted del embarazo de mi mujer...con fechas próximas...y...
-Nada, haber visto el fútbol aquella noche como todo quisque. ¡He dicho!

Martinete, punto de fuga de todas las miradas, intentó esconderse entre los pliegues de piel sintética de su silla de oficina. Se encontraba en un brete, una encrucijada, entre la espada y la pared, entre su jefe y su señora. Todo ello a la vez. Ubicuidad lo llamarían unos.

Una jodienda en opinión del pobre Martinete.

Haciendo oposiciones a la gruesa cola del Inem, levantó el teléfono para asombro de algunos que aún lo tenían en su campo de visión tras el atrevimiento. Martinete sabía que si pasaban las siete y no había llamado a su Agustina podía esperar dos cosas: bronca segura y cena fría. Ambas simultáneamente.

Mientras marcaba con disimulo, echó cuentas: veo más horas al día a mi mujer que a mi jefe. A su vez, duermo con la primera, gracias al cielo. No hay duda, hay que arriesgarse muchacho.
Ya era tarde. El primer tono ya había sonado. Le siguió diligente el segundo y el “click” de la separación del auricular y la base. De fondo unas alegres tonadillas y el campanario de su calle dando las siete menos algo.

-¿Diga?
-¿Señora Agustina?
-¿Eres tú?
-En efecto señora, soy yo, y a su vez no lo soy. Pero vayamos al grano.
-¡Hay cariño que raro estás!
-El señor Martinete desea preguntarle si se encuentra usted bien de lo que usted ya sabe.
-Cada día estás más tonto.
-Señora...
-¡Mira que como estés en el bar!
-Señora Agustina, el señor Martinete desearía que respondiera a la pregunta.
-Ainss...síiii, los tobillos inflados como siempre, pero bien.
-El señor Martinete dice que se alegra.
-Dígale al señor Martinete que está rarito de narices.
-Le dejaré una nota. Buenas tardes señora.
-Sí...hasta luego.¡No te entretengas!

Martinete cada vez se había recogido más en sí mismo durante la conversación. Tal es así que desde el pasillo sólo se veía parte de su lomo encamisado tras la mesa. El ángulo de visión lo traicionó: tras colgar fue aumentando el ángulo de elevación de su cabeza con respecto al nivel del mar, recorriendo cada uno de los botones de la camisa de Don Dionisio, con las cejas en ángulo de cuarenta y cinco grados en pleno cabreo.

-¡Martinete!, ¿es usted tonto?
-Un poco Don Dionisio.
-¿Qué les acabo de decir? –señaló a sus espaldas, donde se suponía debía estar una plantilla que encontró de repente algo que hacer a cincuenta metros de allí.
-¿Ha oido mi conversación?
-Enterita.
-Ajam...usted dijo nada de llamadas personales...y yo no he llamado de mi parte.
-Ehmn – Don Dionisio hizó rodar sus ojos de izquierda a derecha a causa de la perplejidad.
-¿Cómo no había de hacerle caso a usted y a sus peticiones?
-No...ya, eso me parecía.
-Yo a su servicio, Don Dionisio.
-Eso...así me gusta...siga...siga trabajando.

El comandante de la nave miró hacia atrás en mitad del pasillo unos segundos. Había una pieza en el puzle desubicada, pero debía estar sentado sobre ella porque no se aclaraba. Don Dionisio se puso en movimiento de nuevo, para alivio de Martinete, y subió las escaleras hacia su despacho moviendo levemente la cabeza y discutiendo consigo mismo.

El empleado quedó exhausto tras el ejercicio de sagacidad y no dio pie con bola el resto de jornada laboral.

Tampoco tenía por costumbre trabajar mucho a última hora de la tarde.

viernes, 10 de julio de 2009

SALIENDO DEL BAÑO A MANO IZQUIERDA.

En mitad del pasillo. A mano izquierda recién sale usted de mi baño, con los problemas que ello acarrea. Allí plantado, de improvisto, con nocturnidad, alevosía, malas intenciones y gracias a la llave proporcionada por el portero, absorto en sus inexistentes asuntos.

El Ministerio de Obras Públicas me había colocado un semáforo en casa. En perpetuo intermitente para más inri.

La sorpresa fue mayúscula. Y en letra de esas floreadas de principio de párrafo de diario de sacerdote de edad mediana. Llamé a la vecina para que me pellizcara, acción realizada con gusto para la parte agresora, con la que mantenía ciertas rencillas familiares desde la época en la que Napoleón se afeitó por vez primera.

Con la intermitencia ámbar no me atreví a usar el teléfono-góndola de mi despachito ( por bautizar cariñosamente al cuchitril de doblar el lomo y hacer como el que trabajo ). Raudo acudí al viejo aparato telefónico del saloncito ( otro con demasiado renombre en casa ), para ponerme en comunicación con las autoridades. En sábado por la tarde.

Mísero de mí, Oh infelice.

El MOPU me mandó a preguntar a la DGT, en el que una señorita con voz de tenor capuchino me administró via oral el número de Subexcavaciones y Contratas MartínPeláez S.A, que escurrieron el bulto en el segundo tres del partido. Al habla con la DGT de nuevo un señor de tono meloso me dijo que el poco podía hacer, dada la hora, pues el final de su turno se acercaba y si me atendía demasiado, claro, podía llegar dos segundos tarde al parking y encontrarlo más oscuro, y eso no podía ser. Como tenía parte de razón, sólo le dí recuerdos furibundos para la mitad de su familia. Una vez colgado el teléfono, eso sí.

Suelo insultar sin que el insultado lo note. Ahorro de improperios le llaman unos, otros con mucho mejor criterio me llaman cobarde gallina capitán de las sardinas.

Una teleoperadora del MOPU, al fin, me ofreció su ayuda. Creí entender que estaba en plena conversión religiosa a monje franciscano, y de ahí su amabilidad. Dijo tener en la habitación de al lado a dos operarios que, en cuanto echaran mano de las herramientas, se presentarían en casa a remendar el error.

No tardaron demasiado: dos años en este tipo de cosas es un plazo de lo más normal. El semáforo, he de decirlo, ya formaba parte de nuestra familia. Lo adornábamos en navidad, lo vestíamos de nuevo el día del Señor y le concertamos cierta vez una cita con una descodificadora de tdt bastante atractiva ( incluso tuve problemas con mi santísima señora al mirar demasiado las conexiones de la susodicha ). Con los operarios en mono de tarea y en pleno resoplo de “menuda chapuza le han hecho a usted aquí”, sentí añoranza futura por la señalización de tráfico.

Fue un quinquenio largo hasta lograr revocar la orden de retirar el semáforo. Aún me brotan las lágrimas cuando el juez nos concedió su custodia. Es ahora, años después, cuando últimamos los trámites para que nos lo pongan en verde un par de horitas por la mañana y tres cuartos de hora por las noches, lo justo para meterse en la cama sin atentar a la moral y a la decencia.

Según nuestro abogado con patillas de hacha, eso está prácticamente conseguido. Y todo el mundo está chalado. Pero eso son cosas suyas que no vienen al caso.