martes, 15 de diciembre de 2009

MANIDAS MANÍAS. ( 2 de 2 )

Resumen de lo que tiene vd. abajo: Un grupo de emprendedores, cada uno con sus peculiaridades, piden dinero a un señor al que le sobran las manías.

Dos leves toques en la puerta dejaron en pausa la conversación. Santiesteban esperó el permiso reglamentario para entrar con la corbata del revés, envés al frente y con sonrisa tímida. Primero entró con el pie izquierdo y ante el enfado manifiesto del señor de los dineros, volvió a salir, llamar, pedir permiso y a entrar a la pata coja para no usar el maldito pie siniestro. Tomó asiento y planchó manualmente el revés del trozo de tela prendido al cuello.

-¿Me decían sus compañeros que iban a dedicar el capital prestado en, en pañuelos?
-¿En pañuelos? –preguntó un mal informado Santiesteban, preguntándose si en aquellos segundos transcurridos el perfil de negocio tan discutido entre los tres socios había cambiado.
-A pañuelos, a pañuelos claro –afirmó rotundo Peñasco -¿a qué si no? Si lo llevamos comentando desde hace meses.
-¿Pañuelos? – Santiesteban descolgó el labio y al observar el movimiento pendular que describía la tiránica puntera de Aurelio, optó por tirarse al rio del convencimiento y dejarse llevar por la corriente – ¡A pañuelos, claro!
-Un negocio un poco extraño, ¿no les parece?
-Extraño, y usted que lo diga – Peñasco daba la razón muy convencido, a juzgar por su caída de párpados.
-A ver, y entiéndanme. Soy persona de posición, y si se sabe por ahí que a tres personajillos les he prestado dinero para hacer pañuelos, se me van a subir a las barbas. ¿Qué tipo de pañuelos?

Aurelio, el más aventajado de todos ellos por su sana costumbre de arreglar las diferencias a punterazos, observó entonces el piquito de tela blanco asomando por el bolsillo de la cara chaqueta de don Ramiro. Cara por su posición social y cargo, no por los pespuntes, aparentemente desquiciados y por su desequilibrio en los hombros. Entonces, para evitar salidas de tono, balanceó ambos pies avisando de esta forma tan poco convencional la idoneidad del silencio de los restantes socios. En contacto con el suelo solo a través de sus nalgas ancladas al asiento, y carraspeando como aviso, resolvió ufano.

-A pañuelos decentes, don Ramiro. A pañuelos de señor de toda la vida. Nada de esos bordados de señorita de pitiminí. Estamos hartos de esos pañuelos de papel de usar y tirar, es un mal principio para la economía y para las personas el habituarse a usar una cosa para después de servir, deshacerse de ella. Pañuelos, señor mío.
-¿Pañuelos de uso corriente? – los asistentes al simposium privado de créditos estrafalarios notaron, en mayor o menor medida, el disimulado vistazo de Don Ramiro a su primoroso pañuelito alojado en el bolsillo de su chaqueta.
-No no, pañuelos de señor, de hombre como Dios manda. Pañuelos de ir a los toros, sonarse la mocarra, con perdón, y luego pedir las orejas y el rabo del diestro. Pañuelos de lino para prestar a damas para enjugar sus lágrimas. Pañuelos españoles.
-Pañuelos españoles, me gusta el nombre.

Los tres sonrieron mentalmente. Estaba casi hecho. Aparte quedaba el tema de haber adquirido cuatrocientos kilos de cierres adhesivos para los pañales y que un afamado ilustrador tenía los diseños previos de los adornos infantiles. Si para meter las zarpas, la cabeza y las canillas en el mundo empresarial debían producir pañuelos, ¡pañuelos producirían!. Don Ramiro los miró por unos instantes, y podría decirse que, por unos segundos, se esbozó una sonrisa bajo su poblado bigote.

A tenor del esfuerzo para abrir el primer cajón de su mesita y extraer la chequera, debían ser los primeros en muchísimo tiempo en lograr uno de los préstamos de aquel hombre, conocido por sus manías, su dureza y estar bañado, según las leyendas, en oro con tropezones de diamante, como una galleta digna del Rey Midas. Con parsimonia y logrando detener la vida de los tres aspirantes por unos minutos, don Ramiro rellenó un cheque del Banco Hispano Suizo, por valor de pesetas dos millones. Su nombre con pluma del siete, la cifra con bolígrafo verde, la firma con rotulador estilográfico y el sello con media patata tallada a tal efecto y remojada en la esponjita de tinta. Les entregó el preciado botín extendiéndolo mientras lo agitaba para secar la tinta sobrante dejada por el medio tubérculo.

Cuarenta genuflexiones realizaron los tres tipos a la vez que abandonaban el despacho. Sonreían, miraban el cheque en las manos de Aurelio sobre su hombro, aún sorprendidos, y mientras Santiesteban daba recuerdos a catorce generaciones de Don Rodrigo y Peñasco afirmaba cada piropo con ansia, incluso alzando las manos con gestos toreros, Aurelio los iba desalojando del despacho con puntapiés a discrección.

La tranquila vida de Don Ramón volvió a su curso. Recolocó uno de los documentos, movido levemente por las corrientes producidas por los movimientos de los asistentes, se sacudió el pantalón trece veces y alzó la vista al techo, contemplativo, meditabundo y reflexivo.

-Llegará el día, Ramiro, en el que uno de estos aspirantes a empresarios quiera montar una fábrica de pañales. Por unos momentos estos jóvenes parecía que...pero en fin...El día llegará, y ese día les daré toda mi fortuna...¡mis herederos los haré!. Salvaguardar los pristinos traseros de tiernos infantes, futuro de este país. ¡Eso es una industria!.

miércoles, 9 de diciembre de 2009

MANIDAS MANÍAS. ( 1 de 2 )

Las manías son personales e intransferibles. Además, por nuestra condición de humanos, deberíamos tener derecho constitucional a tener, al menos, una manía por persona. Es una peculiaridad intrínseca de casa individuo, un leve matíz psicológico que consigue distinguirnos.

Ramiro tiene sus manías. Y las que le corresponden a su mujer, al vecino, al Coro de Voces Angelicales de Tomosillo y a medio reino.

Y sí, lo distingue de los demás. Es un auténtico petardo.

El escaso contenido de su mesa de despacho estaba trazado a escuadra y cartabón. Los documentos oficiales encaraban al norte, los instrumentos de escrituras en ángulo de quince grados respecto a la curvatura de las manos y el interfono en posición sur-suroeste.

Su obsesión por el orden se trasladaba a otros ámbitos, más allá de lo puramente decorativo o funcional. Aquella mañana tres aspirantes de una pequeña compañía de pañales a una subvención jugosa se personaron en la oficina, tras confirmar quince veces, contadas, su asistencia. Los hizo pasar primero en orden de estatura. No contento con ello, les hizo salir, volver a entrar por orden alfabético, de cargo y por lugar de nacimiento de norte a sur. Sólo se pudieron sentar en los altos sillones de cuero tras haberle dado el gusto de acceder al despacho a su manera en varias ocasiones.
-¿Corbata marrón? –el señor Ramiro interrogó con las cejas a uno de los nerviosos empresarios.
-Marrón glasé, si señor...clarito – la manía de Santiesteban consistía en hablar más de la cuenta y odiar a muerte a los espacios en blanco en una conversación. “Rellena rellena” le decía su nervioso cerebro – regalo de mi mujer en una excursión a Móstoles, en una pequeña tiendecita de una calle empedrada, o por lo menos eso me dijo, a la excursión fue ella sola.

A un leve carraspeo del adinerado, el tic nervioso de su compañero de la derecha, Aurelio, respondió raudo, arreando un mal disimulado puntapié a la espinilla del charlatán compulsivo.
-Marrón, sí señor – pespunteó la bolsa del soliloquio un dolorido Santiesteban.
-Odio el marrón –apostilló directo don Ramiro.
-Pues me la quito, no se diga más.
-Detesto a las personas sin corbata. No me transmiten seriedad.
-Es verdad, diga usted que sí – al final de la galería de pánfilos, Peñasco, de la Peña Peñasco si se desenrollaban sus apellidos, era asiduo a dar la razón a todo el mundo sobre todas las cosas. Para él, todo individuo superaba en razón al santo más ilustrado. En ocasiones llegaba a aplaudir las opiniones ajenas.
-Pues usted dirá como lo arreglamos – interfirió Aurelio, con la puntera a punto por si Peñasco se descolgaba con más parabienes.
-Es negra por la parte de atrás – balbuceante y excitado por el descubrimiento, Santiesteban miraba con ojos ilusionados al Ilustre Señor Don Ramiro, a falta de más genuflexiones verbales. -¿ve, por aquí?
-Sea, póngasela al revés entonces.
-Vamos, ahora mismo.

Procedía el tembloroso Santiesteban a despojarse de la corbata y arreglárselas para colocársela con la etiqueta cara a la galería cuando, escandalizado, don Ramiro reculó en su caro sofá tapizado con piel de animal inocente de todo cargo y lego en materias de economía.

-¡No consiento que se me desnude aquí mismo! ¡Esto es un despacho decente y temeroso con las normas divinas!
-NO no no no no – por si no terminaba de entenderse, insertó otro no – no, si es sólo la corbata.
-Ni una prenda, se cambia usted en el baño y vuelve a entrar.

Tras un primoroso puntapié en el talón de aquiles y un rebufo silencioso con desprecio por parte de Aurelio, el pobre Santiesteban salió del despacho extendiéndose en detalles con la secretaria de la habitación conjunta. Por toda respuesta, esta con las manos en los carrillos susurró con la mirada “¿qué me va a contar usted a mí?”.

-Bien caballeros, no tengo tiempo que perder. Digánme el motivo de su visita.
-Don Ramiro, sabemos por unos compañeros empresariales de su filantropía y su disposición a la ayuda monetaria. Estamos formando estos compañeros y servidor una empresa y necesitamos una inyección en líquido para ponerla en marcha.
-Es cierto don Ramiro –untaba Peñasco – sabemos de su generosidad.
-¿A qué pretenden dedicarse pues?
-A producir pañ... – pudo decir Peñasco antes de que los avisos de dolor proveniente de su pantorrilla llegaran a la recepción del cerebro. Aurelio lo miraba con ojos encendidos y, como en los carteles luminosos de cotizaciones bancarias o de paradas de autobús, por la frente de su compañero el lisonjero pudo leer “¡Quedamos en decir que nada de pañales, seguro que le dan asco!”
-¿A pañ? ¿Una verdura exótica quizás? Les advierto: no presto dinero para verduras. En mi vida lo haré y que me abofetee el firmamento si me atrevo.
-No no Señor Don Ramiro –Aurelio trazó las mayúsculas en su cerebro – a...a pañuelos quería decir mi estimado colega.
-¿A pañuelos?

(concluirá)

viernes, 20 de noviembre de 2009

UNOS PECADILLOS.

El castañero le miró a la base de la nuca, a ese lunar piloso que le saludaba saliendo de detrás de la bufanda de aquel tipo. Ya había visto aquel lunar, aquella bufanda y aquel tipo. Tener el negocio justo en la esquina tenía esa desventaja, rara vez veía una cara. Por el contrario, nunca olvidaba una nuca.

Lunar, bufanda y señor conquistaron a la par el primer escalón del edificio. El pie izquierdo preguntó al derecho cómo veía la cosa y tras unos segundos y una respuesta un tanto equívoca, se animó a seguir a su hermano. Y uno tras otro, siguiendo en esta dinámica, ese señor desconocido para usted se encontraba en el portal, acceso a ese místico mundo de formularios llamado la Santa Delegación.

Tiró de la lengua del dispensador de turnos. El setenta y uno-a. Dio gracias por no haber llegado un poco antes y ser esclavo del fatídico sesenta y nueve. Bastante traía él para arriesgarse a problemas con ese numerito, campeón del doble sentido y proclive a la inflación de carrillos y a las risas mal disimuladas en ambientes desconocidos, faltos de confianza y tendentes al humor quinceañero.

La persona fiscal justo anterior a él había terminado su papeleo. Con los ojos iluminados, dirigió una sonrisa a nuestro hombre. El deseaba ser igual de feliz al acabar el asunto que le había llevado hasta allí. Una suave, melodiosa, armónica y tranquilizadora voz le indicó la llegada de su hora.

Administrativamente hablando, obviamente. Con paso inseguro se acercó a la ventanilla. Oculto tras una persianita de tiras chapadas, el auxiliar guardaba silencio.

-Santo formulario bendito.
-Sellado y compulsado. ¿Qué te trae por aquí hijo? – en términos eclesiásticos; humanamente no les unía a ambos más lazos que los propios del mono.
-Unos pecadillos santo auxiliar.
Aiins!, que no dejáis de tender a la incorrección legal. Hale hale. Cuéntame – alargó la “e” acentuada como solía hacer su mentor años atrás en el Seminario de Auxiliares.
-He defraudado de obra y de pensamiento.
-A ver, a ver.
-En casa hemos colocado un aparcamiento. Yo mismo compré el cemento, abrí el hueco, coloqué unas placas de pizarra en el jardín y quedó bastante bien.
-A ver si te voy a expedientar por soberbia.
-No auxiliar no. Calle, calle, esto es duro.
-Continúa.
-Pues...que no lo he dado de alta, no he – la congoja por el reconocimiento de la falta le hizo producir superavit de saliva, atragantarse y que las lágrimas producidas por el ahogo actuaran como muestra de sincero sentimiento de culpa y reconocimiento, lo que, erróneamente, hizo al funcionario marcar la casilla correspondiente al arrepentimiento – no he solicitado el vado, auxiliar.

El santo varón, cabeceando tras el cristal, se sentía en parte impotente.

-¿Cuánto hace que eres miembro de esta santa delegación?
-Desde siempre, vamos, desde que me empadroné en esa ventanilla.
-¿Y qué te hace actuar de esa manera?. Reflexiona.
-Usted sabe como anda el centro de tráfico...bajar, fotocopiar papeles...entiéndame, soy un ciudadano practicante, muy orgulloso de serlo. Pero a veces se piden unos sacrificios...
-Esta Delegación sólo te pide que acudas lunes, miércoles y viernes no festivos, hijo. En esas fechas y tras la lectura del Boletín Oficial, debes aprovechar para presentar tus asuntos. Pero claro, como estáis mal acostumbrados a venir sólo cuando buenamente os hace falta...así os pasan estas cosas – la reprimenda era severa, pero a su vez, comprensiva, como un padre cuando explica a su hijo algunos preceptos del universo cotidiano.
-Si tiene usted toda la razón auxiliar.
-¿Algo más?
-Bueno, hace un par de noches, con mi señora en la cama...me siento un poco violento con esto.
-Te escucho.
-Hablábamos de dinero.
-Maal empezamos.
-Y ella dijo que si en mi empresa me arreglaran un poquito la nómina, me podían pagar un poquito en negro y así...ya sabe...el bolsillo es débil. Pero fue solo de pensamiento. Al momento le hice ver lo equivocada que estaba.
-Eso te honra.
-Ya sabe usted, la mujer de uno, pues intenta sisar un poco para los gastos...pero le dije que como contribuyente eso no podía yo permitirlo.
-Pero tendré que ponerte penitencia por ambas, si no tienes alguna irregularidad más.
-No no no padre. Pagué el IBI el primer día y no pasa mes que no done parte de mi salario a la Santa Madre Hacienda.
-Como te conozco desde que te empadroné, te voy a dejar pasar ese deseo de cobrar en negro. Ahora, lo del vado no te lo puedo dejar pasar.
-Claro claro.
-Ahora mismo me lo das de alta, me pagas un recargo y me rellenas dos formularios de arrepentimiento.
-Sí auxiliar.
-Con buena letra y por las dos caras, que no te vea yo con prisas por acabar.
-No no no...

Y así, sintiéndose plenamente integrado en los mecanismos universales del misterio de la burocracia, el vado de este buen ciudadano fue dado de alta convenientemente, con su copia rosada que podría mostrar orgulloso en la siguiente reunión de la Junta de Distrito.

viernes, 23 de octubre de 2009

LA JOCOSIDAD DEL DESAIRADO. ( y II )

Tras lo anterior, usted pensará que el problema de Olegario es su habitual falta de sentido del humor. En plan técnico, las bujías de la risa las tiene gastadas. Pues no, ¡amigo, si fuera eso!. Atienda a esta bella escena que viene desarrollándose en ese bar cerca de casa, dónde se desayuna con café y se toma la penúltima.

Llegado a este punto en las negociaciones, y con algo por hacer como comprar un libro, ¡nunca leerlo, podría resultar perjudicial, y nadie recomienda nada perjudicial!...salvo si son unas pastillas que le vinieron bien a él cuando el ataque de gota...como decía, en esta situación Olegario pide la cuenta. El camarero, morador del territorio al otro lado de la barra, controlador de azucarillos, escanciador de espirituosos, con voz nasal, moviendo un dedo, uno cualquiera, y haciendo cuentas por lo bajo, suelta

“Cuatro euros caballero”.

La arigmética entra en claro conflicto con el sentido común en el interior de Olegario.

Dos cafés cuatro euros...no puede ser, por lo menos ahora, que el año que viene con la subida del IPC lo mismo sí, pero ahora, pero si ayer fueron dos cincuenta, ¡y ya son buenos euros!, que no que no, que hay un error.

Error ninguno caballero, sabrá usted como está todo, dos cafés y el chorrito de anís, cuatro euros en barra cuatro veinte en mesa, como ayer, como antesdeayer, le reclama usted a mi jefe , o al ministro, a mi no me lie, este se quiere escapar sin pagar, va listo, las vueltas que he dado de más se las tengo que sacar a alguno y este mismo me sirve.

Hombre no, ( Olegario aún no usa los signos de exclamación , prudente el hombre ). Se habrá equivocado, que vine a desayunar ayer, me tomé lo mismo y salió más barato.

Pues me equivocaría ayer caballero, son cuatro euros me los abona si me hace usted el favor. Al final vamos a tener problemas, los señores mayores de la ventana no son buen público para disputas, nunca sabe uno del lado del que se van a poner.

¡Dos euros cincuenta pagué ayer! Y si se equivocó ayer, ¡pues a mí como si se come un besugo atravesao mercanchifle!. Si es que es normal, con esta hostelería no me extraña que los romanos se fueran de España, ¡los romanos y todos!.

Y este parlamento lo acompaña con acompasados movimientos pélvicos, anulares, de antebrazo, esperpénticas gesticulaciones, cabeceos a destiempo y patadas al taburete. Olegario usa un tono de voz desconocido por él mismo, alza las cejas y los nervios le hacen esbozar una ligera sonrisa. Se le ilumina la cara al enfadarse y le vienen a la cabeza réplicas de lo más acertado. Y comparaciones jocosas. Y pantomimas.

Ese es el principal problema de Olegario. Cuando se enfada, es bastante más gracioso que de costumbre, en su caso es decir mucho. Su interlocutor, al que no debe usted tomar cariño pues está a punto de salir de su vida de usted, tiene que mirar a otro lado para no reir las ocurrencias de Olegario. ¡Menudo mundo este sí ....!, bueno, ya me entiende.

Triunfador en la batalla económica y algo más calmado se peina Olegario en la puerta del bar. Su interlocutor le palmea la espalda. Levanta el labio junto con el resto de la cabeza, entorna los ojos y le suelta una frase de esas de enmarcar. De esas de troncharse en un velatorio. De esas de llorar de risa en mitad de una inspección fiscal.

Y Olegario no puede responderle con réplica ocurrente. Ya no está enfadado.

Lo peor es que en cinco minutos no recordará el chascarrillo de su interlocutor. Quizás su principal problema es no recordar las bromas de los demás, como hacen otros.

No, en realidad es que no tiene gracia el puñetero.

viernes, 16 de octubre de 2009

LA JOCOSIDAD DEL DESAIRADO. (I)

Olegario tiene un problema, y así, café corto mediante, se lo cuenta a su interlocutor, en este caso alguien con arrugas en la frente y camisa de franela. Olegario es bastante estúpido. Bueno, este no es el problema, y ya se cuida el de no ir diciendo a los demás lo que piensa de sí mismo, ¡menudo mundo este si todos hicieran lo mismo!. Se quema la lengua con el café, insulta en bávaro mentalmente al camarero, y en tono de mea culpa, confiesa su problema.

Problema es que te falte un pulmón hijo, o ser perseguido por una mafia de un sitio que ni conoces, y por supuesto, ajeno a sus métodos de negociación, no sabes que dedo acostumbran a cortarte primero, el de señalar o el de investigarse las narices.

No le responde así. La gente no habla tanto. La gente resume mucho, porque tiene prisa. Como mucho te dirán “anda hombre” y levantarán un brazo con desdén, como parando sin ganas un taxi conducido por el caudillo.

Siempre me pregunté porqué coinciden los dos saludos. Al taxista y al dictador. En fin, soy de preguntarme cosas.

Pero las intenciones, el tono y el alzar de cejas lo dice todo. Y como lo dice todo, la gente ahorra saliva para comentar lo mal que anda todo en el ascensor o para insultar al árbitro el domingo. O el sábado, ahora se juega al fútbol a todas horas.

Olegario da la razón a su interlocutor, un tipo con una selva de pelos en las patillas. Pero claro, no se la da en voz alta, ¡menudo mundo sería este si todo el mundo diera la razón al otro!. Olegario se limita a decir “no sé chico, no sé”. Porque esta frase, junto a “si es como todo” es argumento socorrido para no tener que mojarse.

¡Menudo mundo este si todos nos mojáramos!. Estaríamos siempre limpios y no habría lugar para bacilos, farmacéuticos, galenos y anuncios de aspirinas.

El problema de Olegario, del que esta al tanto su interlocutor ( a usted no le interesa saber el nombre porque no lo volverá a leer jamás ), el camarero, una señora que rebañaba el churro, el azucarillo y usted mismo en unos instantes, es que Olegario es seco.

Soso. Desabrido. Saborío como decimos por aquí. Jamás contó un chiste. Su anécdota más ocurrente es la de arreglarse él mismo una zapatilla con un imperdible en un viaje a Marruecos. Y claro, si encima la cuenta mal....ya me dirá. Porque no tiene arte. Para él gracioso es, por ejemplo, un algodón de azúcar. Y no sigo, porque usted le va a coger asco y por una vez es protagonista de algo.

Y todavía me tiene que servir de protagonista unos párrafos.

El interlocutor, un hombre versado en las alineaciones del Compostelano Deportivo y en la ingesta de la pipa de calabaza, se interesa de repente en las albóndigas de la vitrina. Las encuentra algo más entretenidas que a Olegario. Y es normal

¿Quién no se ha reido de una albóndiga alguna vez?

Como perro pastor al que han timado y le han robado el rebaño, mira con ojos tiernos la botella de brandy soberano de la estantería. Con los párpados lánguidos, el mirar lastimoso y el ánimo en Flandes, tira de la chaqueta de su interlocutor como un niño pequeño a su padre delate de un escaparate lleno de juguetes.

Ríete de ti mismo. Empieza por ahí. No te tomes las cosas en serio, si al fin y al cabo ya ves tú, si la vida es un rato en la sala de espera, por lo menos lee algo entretenido. No sé chico, copia chistes de la gente. O ríete de una persona mayor que se cae en la calle, hombre, tapándote la boca, como hacemos todos.

Pero no le regala esta mezcla de ayuda para vivir, filosofía de baratillo y mala leche condensada. La gente es muy parca para estas cosas. Ya están los psicologos para ayudar ¿no?. Le dice “no sé chico...cómprate un libro”.

No es mal consejo, pero no viene al caso

( concluirá... )

jueves, 8 de octubre de 2009

NO DECLARARÁS LA GUERRA AL VECINO DEL QUINTO.

Piénselo. Me refiero a que lo piense a fondo, no como cuando desde el televisor le animan a pensar la respuesta correcta a la pregunta “¿qué marca de puros fumaba el Vizconde Arnoldo en la Batalla de Portugalete?”. Reflexione.

Como persona individual archivada usted solo, con la familia o con leche, vive en un edificio. Una gran solución para ahorrar espacio. Y ahora, piénselo. A su lado, arriba o abajo, vive una persona en un piso similar en disposición al suyo, por no decir igual. Y con una espiral genética como esa que usted, sin saberlo, lleva dentro.

Pero esto es de otro curso. No entra en examen.

Piense que su vecino vive en un universo paralelo al suyo. Todo es igual. El ángulo de visión de la calle sube o baja unos grados, pero en el caso de dar a un patio o a un descampado es lo de menos, vamos, que ver la rata de las doce desde su ventana con o sin patas no tiene mayor importancia.

En ese universo paralelo, existe un señor con unos señores padres, una señora con unos señores suegros, unos niños, un canario, un abrebotellas y demás fauna familiar. Esa esquinita del salón, esa columnita pegada a la pared es un poco más gruesa, sí, cosa de los arquitectos, son muy suyos. Las diferencias acaban ahí.

En ese desquiciante universo paralelo, tan parecido al suyo de usted, el vecino decidió pintar las paredes de color malva. Su vecino no, la señora de su vecino, las mujeres eligen los colores porque vienen más preparadas de serie. Pero a fin de cuentas su vecino dio conformidad.

Y cuando un hombre da conformidad a los deseos de su mujer, es como si la orden fuera suya. Más le vale pensarlo así.

En la entradita ese vecino suyo con gafas no puso un mueblecito con figuras. Decidió poner un espejo. Para verse salir a diario a la hora del trabajo y despedirse de sí mismo. O para verse llegar del trabajo y contar entre los dos, él mismo y su reflejo, los días hasta el fin de semana, las vacaciones o la jubilación.

Según la edad uno va cambiando los plazos.

Decidió, no como usted, poner el salón orientado al norte. ¡Qué locura!. Si usted sabe que su salón está orientado al oeste, y ese si que está bien orientado. Al norte...sólo a su vecino se le ocurriría orientar el salón al norte. Claro, como está loco...

A cada cual le parece que los andares y los procederes de su convecino, ese que tenía patillas cuando vino a comprar la casa y ahora las ha perdido, no tienen fundamento. Cenan a las diez, porque por las cañerías de la cocina los oye lavar los platos a esa hora. Tienen una sobrina que cada vez que los visita corre por el pasillo. Tienen un perro...¡yo nunca tendría un perro! Se dice a sí mismo y a todo el que le quiera oír ( o escuchar si es amable ) a la hora de la cena. A las nueve. Porque en su casa se cena a las nueve. Es la hora de cenar de siempre.

Comparte con usted muchas cosas. Espiral genética, como hemos dicho, con leves matices. Bajantes. Presidente de la comunidad. Administrador. Suelo, techo o paredes según el caso. Portal. Felpudo del portal en días de lluvia. Embrujados hilos que suministran electricidad. Todo.

Salvo costumbres.

Mientras usted está en esas, restregando una zapatilla contra otra en vez de acariciarse la barbilla sutilmente como buen pensador, ese ser extraño que un día apareció con gafas ¡seguramente por llamar la atención!, y consumidor habitual de crispis de maíz cuando en casa se desayuna desde siempre pan con aceite, ese señor, en su salón orientado al norte, juega con el mando a distancia y piensa en lo extraño que resulta que usted, su vecino, tire la basura los martes por la noche antes que nadie.

Y sospecha de usted. Sospecha que está loco.

Porque en su casa siempre se ha tirado la basura los martes a las once.

domingo, 20 de septiembre de 2009

EL ACECHO DE LA DUDA.

Tomás Azana llevaba cumpliendo los cuarenta alrededor de cuatro años. Ateniéndose a la separación clásica del trabajo, Tomás era comerciante, igual podía haber sido artesano, pero ni las manos ni el talento le acompañaron. En las tarjetas a veinte euros el paquete se le clasificaba como “Distribuidor Alimentario Cualificado”. Los vecinos veían en él un comercial de adobos.

Y como en tantas cosas, todos tenían razón, aún a medias.

Azana, en su viejo Renault 5 recorría esas estrechitas carreteras de montaña, cruzándose con algún pastor o a un par de parroquianos del pueblo caminando un ratito por las lomas bajo prescripción médica. Las cajas de mercancía se peleaban en el maletero del coche y ante lo irrompible de la carga: tomillo, espliego, ajonjolí y otras hierbas, Tomás dejó de hacerles caso en la segunda curva de aquella empinada carretera.

Los naranjos le saludaban al pasar: unos porque le conocían por ser habitual de la ruta de aquellos municipios, otros con desdén por creerlo otra persona. Ganándole la carrera al ocaso Tomás llegó a uno de esos pueblos de la zona, igual podría haber llegado a otro, al fin y al cabo en el paquete para montar un pueblo siempre viene lo mismo: una plaza, una iglesia cercana, una casa consistorial, unos niños persiguiendo a un gato, un quiosco de cupones y el hijo menor de la Mercedes, con moto nueva, aunque heredada, ajustandole el cigüeñal al cacharro a base de subir la cuesta del pueblo, también incluida en el paquete.

Y así desembocó en aquel pueblo que, como digo, podía haber sido cualquier otro.

En una cajita pequeña, bien ilustrada y con una presencia merecedora de emparejarse con las pastas de te de más rancio abolengo de toda la Gran Bretaña, Tomás transportaba lo merjorcito de las especias de su santa empresa. Dirigiéndose al colmado de rigor, con la señora con bata verde claro y gafas de rigor, como pudo comprobar en cuanto se callaron las campanitas sobre la puerta, Azana comenzó su monólogo de ventas, ya que, si bien alguna pregunta le hacía al posible y esperado cliente, era más por recuperar el resuello que por interés en la opinión de dicho futuro pagador. Pintándose la sonrisa número cinco y colocándose los agravios a la derecha, como buen torero, Tomás, “el niño del perejil” se lanzó al ruedo.

“Señora buenos días ante todo déjeme presentarle un producto que mis empresa ha tenido a bien seleccionar para su degustación y presentación para sus señores vecinos porque dígame, ¿acaso se puede cocinar, qué digo cocinar, vivir sin especias? ( dos segundillos para el resuello ) claro que no. Y por eso Especias la Pucelana tiene a bien regalarle este muestrario de especias, para que usted las pruebe, y yo me pasaré en unos días y ya me dirá qué le han parecido, le dejo mi teléfono en esta tarjetita ¿ve? ( expandiendo alveolos ) y ya volveré en unos días. Adiós, sí adiós”.

Entregada la cajita de muestras, paquetitos de hierbas para una señora que probablemente podía conseguir mejor condimento de manos de cualquier vecino, Tomás Azana, comercial de adobos para sus vecinos, sintió un poco de moho en el ánimo.

Con el viento del norte, finalmente resultó del sur porque la orientación, así como la artesanía, nunca habían sido propios de Azana, el tratante de aliños fue a la fuente de la plaza a refrescarse las muñecas. Se sentía como aquel empeñado en freir un huevo en freidora y viendo el resultado, fue a leer el periódico del martes pasado.

No se sentía feliz tratando con hierbas en los bolsillos. No tenía oficio que pudiera declarar como suyo, ni habilidad especial salvo soltar un parlamento sin dejar expresarse al otro. Aún con eso, sus viajes de ventas sazonados eran algo que no cambiarían el mundo.

Y en estos discurrires, en estos circunloquios mentales, en esta duda áspera como la parte verde de la esponjilla de lavar la vajilla se encontraba Tomás Azana, con su bigote y todo, cuando vino a desperezarse del estado y ver que sus pies estaban en pleno sendero. A sus espaldas el pueblo, a bastantes metros de distancia la última casa con un anuncio de “La Casera” con tonos rojos y azules supervivientes del tiempo.

Distraido, en aquel pueblo que, como he dicho, podía haber sido cualquier otro, los pies de Tomás se pusieron a andar por pasar el tiempo. En esos momentos de encierro mental el resto del cuerpo siente celos, reclama atención, y si el señor que vive en la cabeza de su propio señor no acierta a atenderlos, un cuerpo desatendido viene a hacer lo que le viene en gana: tantos nervios, tanta columna vertical, tanto mandato cerebral...cuando una pierna ve una oportunidad de actuar ella solita la aprovecha. Y si no, debería.

Probablemente un dios antiguo, de esos dioses griegos parecidos a senadores inquilinos del ático olímpico, bajaba el telón de la noche. Otra diosa, hacendosa, agujereaba ese telón para dejar pasar algo de luz. Y Tomás Azana, mortal como el que más, andaba por un campo siamés a un pueblo que, como digo, podía haber sido cualquier otro. Y en eso andaba, en andar, cuando a la salida de una curva, tras unos matojos, le asaltó.

La duda.

No saber como enderezar el rumbo, si el viaje valía la pena, si tanto vender hierbas al final le reportaría algo al mundo, si aquello era inútil. Tanto dudar, tanto llamar a la duda, al final se presentó.

De un matojo saltó, en mitad del camino se plantó. Tenía el pelo verde, o azul, era alta y desgarbada, o bajita como un tentetieso. Tenía tres piernas o cinco, o siete, piernas impares con tal de llevar la contraria. Y llevaba chaqueta de punto, o de chándal, y gorra de plato o boina. O no saltó a mitad del camino, vaya usted a saber.

Los dos, frente a frente, con la duda bandolera en aquel camino de campo de un pueblo, que, como le digo, podía haber sido cualquier otro. Y ante la duda, como cualquier persona, Tomás Azana, nacido en Toledo para más señas, optó por uno de los caminos que se pueden tomar ante la duda.

Correr. Y no mirar atrás.

Tomás se perdió en el monte. O al final topó con una estación de servicio, se tomó un cortado y volvió con alguien al pueblo a por su coche. Siempre nos queda la duda.

Y Eulalia, la tendera, de la cual no supo el nombre porque no lo creyó importante, o porque si se paraba a preguntar perdería el hilo de su discurso, se quedó esperándolo. Al tercer mes intuyó que no volvería.

Una pena, porque las especias eran las mejores que había probado nunca.

domingo, 30 de agosto de 2009

TRADICIONAL JAPONÉS AGRIDULCE.

( RISTRA DE HAIKUS )

Mientras camina
El señorito Pablo
Llovido está.

En un comercio
Vestimenta de saldo
Que le encanta

Compra en ristre
Inquieto y alegre
Corre a casa.

En el servicio
Cremalleras y sisas
Ya está listo.

Salta al salón
Vestimenta de ninja
Calza ufano.

Su esposa ve
A su esposo raro
Más que a diario.

“Soy un ninja
¿No me lo notas amor?”
dice posando.

“Tu eres tonto”
enfadada la dama
dice a Pablo.

El pobre ninja
De nuevo en papel
Mete la compra.

En un susurro
Camino de la calle
“Sosa” la llama.

Triste relato
Sin dinero ni disfraz
Y hecho polvo.

sábado, 15 de agosto de 2009

¿ES AHÍ LA GUERRA?

En una trinchera excavada en el fango con escuadra y cartabón, un sargento, como recién salido del molde de sargentos de película, arengaba a los suyos a acabar con un enemigo al que no habían visto y con el que no tenían demasiados problemas personales.

Igual que esas reuniones de vecinos en los que usted se pelea con el del cuarto ya por costumbre.

-¡Soldados!, es mi deber como mando daros ánimo en esta crucial batalla en la que, nada más yo terminar, os habréis de enfrentar con aquellos de allí enfrente.
-¿Esos de marrón mi sargento? –preguntó Miscosilla, con las gafas levemente por encima del límite de la trinchera.
-Los de marrón, no tienen pérdida.
-Es que digo yo, mi sargento, y sea entendido lo siguiente sin burla, que con lo que piensan para la guerra, que nos podían vestir a nosotros de otro color. Para confundirnos, como en el fútbol, mi sargento.
-Eso se lo llevo diciendo yo a los mandos un par de quinquenios, pero siempre me responden lo mismo: “todavía nos quedan uniformes del último pedido en el almacén, no lo vamos a tirar”.
-Si es por economía se comprende sargento.
-De ahí las banderas.
-¡Acabáramos!, claro, por eso tanto follón de banderas, colores y estampados.
-¡Hombre Miscosilla, parece mentira!. ¿No querrá usted atacar un cuartel general que al final sea nuestro? Para eso se ponen.

Braulio, cabo sandunguero de tercera condecorado por pelar patatas, saltó agilmente la trinchera, proveniente del campo enemigo. Con la respiración entrecortada y palpándose los lados de la cara en busca de sus orejas, se cuadró como pudo en la zanja.

-¡Mi sargento!, buenas tardes, mi sargento.
-A la paz de Dios.
-Del territorio enemigo vengo. Tal como usted me pidió.
-¿Y bien?
-El granero que vamos a tomar sigue en su sitio.
-¡Soldados! –gritó el mando, despertando a más de uno - ¡un granero rojo, como los graneros rojos de toda la vida, es nuestro objetivo!
-Sargento, mi sargento, oh mi sargento, ¿es una tapadera?
-Miscosilla, es un granero. De dos pisos.
-Ajá...pero...¿es crucial para el desarrollo de la guerra?
-No hijo.
-Entonces, sargento, querido sargento, ¿para qué conquistar el granero? –Miscosilla declinaba a lo Becquer pero sin mucho ahínco, vistos los resultados.
-Pues porque, con lo que nos pagan, algo tendremos que hacer por las mañanas.
-¿Cómo?.Sargento, ¿dice usted que nos pagan?
-¡Hijo de mi vida!, que son ustedes como mis hijos putativos, ¡por supuesto que nos pagan!
-Disculpe mi ignorancia. Pero creía que esto la hacíamos por heroísmo.
-Un poco. Pero principalmente por vivir de algo.
-Y la cosa esa de la libertad en peligro, el patriotismo y eso...
-Eso...apreciado Miscosilla, eso queda para los carteles.
-Siendo así, ¡conquistemos ese granero! –gritó espoleado por la idea de cobrar los atrasos.

Miscosilla corrió monte arriba, sin rumbo fijo al no tener ni idea del emplazamiento del granero. El sargento, con el resto de la tropa, avanzó en cuclillas hasta la entrada del bosque.

Tuvieron suerte aquella mañana. El enemigo no vigilaba el lugar.

Los de marrón oscuro conquistaban una piedra de aspecto comunista.

viernes, 31 de julio de 2009

EN ESTOS MOMENTOS.

Mari Puri, a la que llamaremos Encarnación en este relato, no por preservar su anonimato, si no porque le habría hecho ilusión recibir las aguas bautismales bajo esta nomeclatura, andaba enfangada en tareas propias de su puesto. Por tanto, no podía quejarse.

Ganas no le faltaban.

Decidiendo si las carpetas verdes debían contener las copias en calco verde de los comerciales o si sería más lógico guardar allí los expedientes de venta, por asociación con la letra “v”, y en medio de este dilema cromático-alfabético, al teléfono de su mesita le dio por sonar. En repetidas ocasiones.

Se concentró, echó mano del auricular, descolgó, y con la voz más dulce posible a aquellas horas de la mañana, sin que hubiera mediado desayuno alguno, se interesó por los problemas de su interlocutor colgado del otro lado del hilo.

Una preocupación circunstancial. Tenía mejores cosas en qué pensar.

Era un señor canoso. Al no tratarse de una videoconferencia, era bastante imposible determinar la veracidad de las sospechas de Encarnación. En un empate técnico, la secretaria se daba el gustazo de poner cara, canas, nariz y gafas a quien llamaba. Necesitaba alguna distracción.

Sulfurado el señor canoso a causa de ciertos pedidos que, o bien no venían, o bien eran más caros de la cuenta ( pasada anteriormente ) por palabras recicladas por Encarnación de la conversación, el señor canoso preguntó por su jefe. Por su jefe de ella, en resumen.

“El señor jefe en estos momentos no se encuentra” fue la respuesta de Encarnación. Y no mentía. En parte.

El señor jefe, al que llamaremos Gutiérrez porque sospecho que más de cien jefes en una reunión de jefes girarían el cuello al oír ese nombre, no estaba ausente. Es más, no estaba enfrascado en una de esas tareas de jefes tan abstractas a ojos mortales. Ni tan siquiera estaba con una visita, ni hablando con un cuñado suyo degustando unos habanos o haciendo canastas en la papelera del acristalado despacho.

El señor jefe estaba en la oficina, sin hacer nada significativo.

Aunque Encarnación, por imposición religiosa y por limitación imaginativa a partes iguales era incapaz de mentir. De hecho el jefe en esos momentos no se encontraba.

Con la cara desencajada y unos brazos extendidos rematados por unos dedos crispados, el jefe Gutiérrez se buscaba en el despacho a sí mismo. Tanteando las paredes. Levantando los escasos papeles sobre la mesa. Desplazando el cenicero de cristal. Incluso se buscó bajo la peana de mármol del crucifijo de sobremesa.

Y el pobre seguía sin encontrarse. No en el sentido filosófico, comprensible en cierta medida. El jefe no daba consigo mismo.

Una vez cogido el recado y colgado, metafóricamente, al señor canoso, a Encarnación le entraron ganas de entrar en el despacho de Gutiérrez y ayudarlo.

Quisieron la mala fortuna y las pilas del reloj que diera en ese segundo la hora del desayuno. Gutiérrez podía seguir perdido un cuarto de hora más. Incluso veinte minutos.

viernes, 24 de julio de 2009

LLAMADAS PERSONALES.

Se le notó en la cara. Tras abrir el sobre con la factura del teléfono del último mes, la cara del jefe de recursos fue pasando por las tonalidades propias del humano en modo furibundo. Tanto es así que en algún momento su cara estuvo a juego con el logotipo de la compañía expendedora del recibo, azul violáceo.

La cadena de mando se puso en marcha. El jefe de recursos se comunicó con el administrador, que a su vez se puso a los pies del director de sucursal, tardando este lo mínimo en atravesar dos metros de pasillo para ponerlo en conocimiento del director de zona, coincidiendo este con el mismo humano jefe de recursos. Puede parecer una estupidez este vaivén, de hecho es una solemne tontería, pero el primer comunicador se aseguró de esta manera de que el recado llegó a su destino sin demasiadas interferencias.

Puesto al tanto del asunto por segunda vez en cinco minutos, Don Dionisio bajó a galeras. Allí sus atareados empleados sacudían espasmódicamente los brazos en sus puestos. Los más ociosos se confundían entre sus compañeros a base de imitaciones chuscas y miraditas a monitores con salvapantallas. Don Dionisio hizo ademán de arremangarse. Al notar el contacto con la piel se percató de la escasa longitud de sus mangas cortas. Dio por hecho el primer paso del asunto.

Desde la barandilla del primer piso, y con la imagen del Almirante Grant en la cabeza ( era un personaje de telefilme, pero Don Dionisio en su ofuscación confundía al penoso actor que chapurreaba sus líneas de guión por otro aún más lánguido si cabe ) miró a su tripulación contable. Asustando a más de uno con caída de bote de lápices incluida, bramó:

-¡Atención!, tras la llegada de la abultada factura telefónica, a partir de ahora y sine die quedan prohibidas las llamadas personales. ¿Queda claro?
-Disculpe señor...-era Martinete el que, haciendo gala de su valentía o falta de luces, se atrevía a responder a la pregunta retórica – verá, sabe usted del embarazo de mi mujer...con fechas próximas...y...
-Nada, haber visto el fútbol aquella noche como todo quisque. ¡He dicho!

Martinete, punto de fuga de todas las miradas, intentó esconderse entre los pliegues de piel sintética de su silla de oficina. Se encontraba en un brete, una encrucijada, entre la espada y la pared, entre su jefe y su señora. Todo ello a la vez. Ubicuidad lo llamarían unos.

Una jodienda en opinión del pobre Martinete.

Haciendo oposiciones a la gruesa cola del Inem, levantó el teléfono para asombro de algunos que aún lo tenían en su campo de visión tras el atrevimiento. Martinete sabía que si pasaban las siete y no había llamado a su Agustina podía esperar dos cosas: bronca segura y cena fría. Ambas simultáneamente.

Mientras marcaba con disimulo, echó cuentas: veo más horas al día a mi mujer que a mi jefe. A su vez, duermo con la primera, gracias al cielo. No hay duda, hay que arriesgarse muchacho.
Ya era tarde. El primer tono ya había sonado. Le siguió diligente el segundo y el “click” de la separación del auricular y la base. De fondo unas alegres tonadillas y el campanario de su calle dando las siete menos algo.

-¿Diga?
-¿Señora Agustina?
-¿Eres tú?
-En efecto señora, soy yo, y a su vez no lo soy. Pero vayamos al grano.
-¡Hay cariño que raro estás!
-El señor Martinete desea preguntarle si se encuentra usted bien de lo que usted ya sabe.
-Cada día estás más tonto.
-Señora...
-¡Mira que como estés en el bar!
-Señora Agustina, el señor Martinete desearía que respondiera a la pregunta.
-Ainss...síiii, los tobillos inflados como siempre, pero bien.
-El señor Martinete dice que se alegra.
-Dígale al señor Martinete que está rarito de narices.
-Le dejaré una nota. Buenas tardes señora.
-Sí...hasta luego.¡No te entretengas!

Martinete cada vez se había recogido más en sí mismo durante la conversación. Tal es así que desde el pasillo sólo se veía parte de su lomo encamisado tras la mesa. El ángulo de visión lo traicionó: tras colgar fue aumentando el ángulo de elevación de su cabeza con respecto al nivel del mar, recorriendo cada uno de los botones de la camisa de Don Dionisio, con las cejas en ángulo de cuarenta y cinco grados en pleno cabreo.

-¡Martinete!, ¿es usted tonto?
-Un poco Don Dionisio.
-¿Qué les acabo de decir? –señaló a sus espaldas, donde se suponía debía estar una plantilla que encontró de repente algo que hacer a cincuenta metros de allí.
-¿Ha oido mi conversación?
-Enterita.
-Ajam...usted dijo nada de llamadas personales...y yo no he llamado de mi parte.
-Ehmn – Don Dionisio hizó rodar sus ojos de izquierda a derecha a causa de la perplejidad.
-¿Cómo no había de hacerle caso a usted y a sus peticiones?
-No...ya, eso me parecía.
-Yo a su servicio, Don Dionisio.
-Eso...así me gusta...siga...siga trabajando.

El comandante de la nave miró hacia atrás en mitad del pasillo unos segundos. Había una pieza en el puzle desubicada, pero debía estar sentado sobre ella porque no se aclaraba. Don Dionisio se puso en movimiento de nuevo, para alivio de Martinete, y subió las escaleras hacia su despacho moviendo levemente la cabeza y discutiendo consigo mismo.

El empleado quedó exhausto tras el ejercicio de sagacidad y no dio pie con bola el resto de jornada laboral.

Tampoco tenía por costumbre trabajar mucho a última hora de la tarde.

viernes, 10 de julio de 2009

SALIENDO DEL BAÑO A MANO IZQUIERDA.

En mitad del pasillo. A mano izquierda recién sale usted de mi baño, con los problemas que ello acarrea. Allí plantado, de improvisto, con nocturnidad, alevosía, malas intenciones y gracias a la llave proporcionada por el portero, absorto en sus inexistentes asuntos.

El Ministerio de Obras Públicas me había colocado un semáforo en casa. En perpetuo intermitente para más inri.

La sorpresa fue mayúscula. Y en letra de esas floreadas de principio de párrafo de diario de sacerdote de edad mediana. Llamé a la vecina para que me pellizcara, acción realizada con gusto para la parte agresora, con la que mantenía ciertas rencillas familiares desde la época en la que Napoleón se afeitó por vez primera.

Con la intermitencia ámbar no me atreví a usar el teléfono-góndola de mi despachito ( por bautizar cariñosamente al cuchitril de doblar el lomo y hacer como el que trabajo ). Raudo acudí al viejo aparato telefónico del saloncito ( otro con demasiado renombre en casa ), para ponerme en comunicación con las autoridades. En sábado por la tarde.

Mísero de mí, Oh infelice.

El MOPU me mandó a preguntar a la DGT, en el que una señorita con voz de tenor capuchino me administró via oral el número de Subexcavaciones y Contratas MartínPeláez S.A, que escurrieron el bulto en el segundo tres del partido. Al habla con la DGT de nuevo un señor de tono meloso me dijo que el poco podía hacer, dada la hora, pues el final de su turno se acercaba y si me atendía demasiado, claro, podía llegar dos segundos tarde al parking y encontrarlo más oscuro, y eso no podía ser. Como tenía parte de razón, sólo le dí recuerdos furibundos para la mitad de su familia. Una vez colgado el teléfono, eso sí.

Suelo insultar sin que el insultado lo note. Ahorro de improperios le llaman unos, otros con mucho mejor criterio me llaman cobarde gallina capitán de las sardinas.

Una teleoperadora del MOPU, al fin, me ofreció su ayuda. Creí entender que estaba en plena conversión religiosa a monje franciscano, y de ahí su amabilidad. Dijo tener en la habitación de al lado a dos operarios que, en cuanto echaran mano de las herramientas, se presentarían en casa a remendar el error.

No tardaron demasiado: dos años en este tipo de cosas es un plazo de lo más normal. El semáforo, he de decirlo, ya formaba parte de nuestra familia. Lo adornábamos en navidad, lo vestíamos de nuevo el día del Señor y le concertamos cierta vez una cita con una descodificadora de tdt bastante atractiva ( incluso tuve problemas con mi santísima señora al mirar demasiado las conexiones de la susodicha ). Con los operarios en mono de tarea y en pleno resoplo de “menuda chapuza le han hecho a usted aquí”, sentí añoranza futura por la señalización de tráfico.

Fue un quinquenio largo hasta lograr revocar la orden de retirar el semáforo. Aún me brotan las lágrimas cuando el juez nos concedió su custodia. Es ahora, años después, cuando últimamos los trámites para que nos lo pongan en verde un par de horitas por la mañana y tres cuartos de hora por las noches, lo justo para meterse en la cama sin atentar a la moral y a la decencia.

Según nuestro abogado con patillas de hacha, eso está prácticamente conseguido. Y todo el mundo está chalado. Pero eso son cosas suyas que no vienen al caso.

viernes, 26 de junio de 2009

UNO PARA TODO.

Es otra de esas cosas curiosas, al menos desde mi punto de vista, que suelen sucederme tras poner mis dos extremidades bajas en la acera de la calle. Verán, en mi desempeño de la compra sabática ( dícese del acudir al super en sábado ), y tras recorrer pasillos alicatados de cajas, tetra bricks, botes, botellas, latas, paquetes y demás contenedores de ricos manjares, con mi compra acunada cual recien nacido, me dirijí a la caja. La número tres, por si el dato fuera de su interés.

Allí y tras asegurarme de llevar dinero en metálico ( siempre odié pagar con billetes de curso legal ) observé con detenimiento a mi precursor en la fila de pagos. A simple vista me pareció familiar, había algunos detalles en él y en su vestimenta por los que no me parecía ajeno. Tras unos minutos caí en la cuenta. En la cola del super iba detrás de Dartagnan.

Su corte de pelo, su perfil y el modo de moverse me convencieron. Aunque viejo, seguía siendo el mismo. Otros detalles insignificantes como las botas de cuero, la capa, el tahalí o la espada prendida en su costado me aseguraron de estar en lo cierto. Hube de preguntarle, no podía dejar pasar la oportunidad:

-Disculpe caballero.
-Dígame.-Dartagnan miraba con atención el código de barras de una lechuga iceberg empaquetada.
-¿Es usted...?
-¡Ay de vos, si me confundís con el maldito dogo de nombre Dartacan! –echó mano de la empuñadura de su arma con la rapidez que le permitían los años.
-No no, usted es Dartagnan, valiente mosquetero.
-Disculpe mi salida de tono, pues es frecuente me confundan con ese perro de fábula.
-Entonces es cierto, ¿es usted?
-Tan cierto como que ha subido el pan.
-Es un honor...¿cómo usted por aquí?
-Tengo la obligación de comprar vituallas, aunque la pensión no me llegue a mucho.
-¿Y sus compañeros de aventuras?
-Oh, ¡estupendamente! –no pudo remediar delinear una sonrisa – precisamente esta noche hemos de vernos.
-Por lo que veo en su carro, parece que van a celebrar una fiesta.
-No exactamente, discutiremos como derrocar al fatal Richelieu...aunque...¿no seréis vos espía del cardenal? –amagó de nuevo sacar el arma, consiguiendo propinar un codazo a un estante de chicles blanqueadores dentales.
-En absoluto, puede creerme.
-Bien entonces...Disculpe, he de irme, el autobús estará a punto de pasar.
-Por supuesto...ha sido un placer.
-Igualmente...nos veremos por aquí, vengo a menudo. Con Dios.

Recogió un paquete de torreznos de la cinta, pidió un par de bolsas de asas ( cobradas aparte por el espabilado cajero ) y a la carrera, sin necesidad de caballo, arrastró compra y años hasta la puerta de salida que, emocionada ante el personaje, dilató su apertura un tanto.

Pagó en metálico, con lo cual se ganó aun más mi simpatía.

viernes, 19 de junio de 2009

LA PENÚLTIMA OBRA.

Se presentó con zapatos lustrosos a la puerta de su editor. Con los legajos alojados de cara a la axila y con algo de extrañeza por la situación, se sentó en la enmoquetada habitación. Bueno, hizo uso de una silla, pero en principio no ví necesario recalcarlo.

Su editor, habiéndole recriminado con anterioridad su falta de producción escrita, le observó con las cejas en extraño ángulo. El bloque de folios mecanografiados se desplazaba bajo las yemas de sus dedos, convenientemente remojadas en esponjilla azulada inventada para tal fin, tras repasar las primeras páginas y autoconvencerse de que valía la pena completar la lectura en conjunto, de que publicaría la novela y de que podía estar ante un nuevo best-seller ( también conocido por superventas, “hay que ver que bien se ha vendido” y otras nomeclaturas anejas ) se bajó de sus gafas y se dirigió al escritor.

-¿Y cómo que has escrito tanto últimamente?
-Pues ya ves hijo, una tarde que me dio por ahí.

El editor no pidió más explicaciones. Un best seller no necesita más.

De todos modos la pregunta había sido por compromiso. Y tirando a retórica.

martes, 2 de junio de 2009

EL CONVIDADO DE PIEDRA, O COMO TITULÉ ESTE RELATO DE MANERA MÁS EXTENSA QUE LA PROPIA HISTORIA, SI NO REALMENTE, AL MENOS PARECIÉNDOLO A OJOS VISTA.

Descubrí en agosto que no vivía solo. Esa sombra que vagueaba por el pasillo, esos estertores en la habitación contigua, esa presencia resacosa en los desayunos del domingo resultaron ser, en conjunto, mi compañero de piso.

Siendo así, le obligué a hacerme la cena. Lo primero que se me ocurrió, oiga.

jueves, 7 de mayo de 2009

REWIND THE REWIND.

Don Luís, habiendo ganado el título de Don en una tómbola de las fiestas de su localidad natal, se empeñó en andar hacia atrás cierto lunes al romper a hervir el alba. Marcha atrás caminó hasta la panadería, marcha atrás se llevó sus dos piezas de pan, y marcha atrás trastabilló con el escalón del establecimiento. Dicho traspiés, nunca mejor dicho, no le hizo cejar en su empeño.

En los días posteriores los vecinos asistieron, incrédulos unos y en platea otros, al espectáculo. Don Luís, a la sazón tipo serio, conservador en el voto y de costumbres moralmente aseadas, subía la calle principal taconeando, eso sí, sin dejar de saludar a contertulios y parroquianos.

Pasaron un par de años siguiendo Don Luís en sus catorce. Más de dos se habían aburrido de la novedad, pero nuestro amable vecino no se comportaba de aquella manera por llamar la atención: simplemente, le dio por ahí.

Cierto marzo ventoso, abril lluvioso, seguido de mayo florido y hermoso, quiso el destino, las circunstancias y el paralelo treinta y seis que Don Luís, en su retroceder continuo, se cruzara con un asiduo de la taberna “Machaquito”, a dos manzanas de su residencia habitual. Viéndolo de tal guisa y con el extraño caminar, le soltó lo de “¡haga el favor de andar usted bien, merluzo!”. Don Luís, asistiendo a la profusidad capilar del inmenso torso marinero del interlocutor, sus anchos antebrazos, sus tatuajes carcelarios y los vapores de alcohol que rodeaban la fortaleza de su mollera, se achantó un tanto, dio un par de pasitos y dobló la esquina.
Fuera de su ángulo de visión, Don Luís expulsó el aire acumulado al ahorrarse respirar unos quince segundos, se planchó manualmente la camisa y siguió su camino.

Andando lateralmente siguió camino a casa. Temía una paliza y cambió su hábito...a medias. A cabezón no le ganaba nadie.

viernes, 24 de abril de 2009

FLEMA VERSUS TEOREMA.

Removía el té sulfuroso con una cucharilla al uso. Ondas sinérgicas se apelotonaban entre las paredes de la taza. Concentraba su atención en el bebedizo, sabedor de que, si levantaba la cabeza, se vería obligado a preguntar.

La carrera por acabar primero la ganó su paciencia frente al terrón de azúcar sin necesidad de recurrir a la foto-finish. Ligeramente nervioso, y esquivando cierto punto de la habitación, se dirigió a su anfitrión.

-Señor Shepard...
-Dígame joven.
-Creo estar en la obligación de comunicarle algo.
-¿De interés?
-Sin duda.
-Proceda.
-Creo que ha escapado a su atención, pero tiene usted un elefante en el salón.

El paquidermo, sabiéndose protagonista del diálogo, apoyó la moción estrellando contra el suelo un jarrón al girarse. Eso sí, de manera fortuita. El señor Shepard, en equipación de señor muy rico ( a saber, batín, babuchas, puntitas de pañuelo en el pecho y cigarro con filtro ) garabateó una sonrisa.

-Amigo, debe usted estar bromeando.
-En absoluto mi querido colega. Un elefante, no cabe duda.
-Es una afirmación arriesgada.
-Y peliaguda, pero al tenerlo frente a frente es difícil errar.
-Más, creo, es una tesis a la ligera, a destiempo y basada en indicios.- remató la frase apartándose la trompa gris de la frente.
-Indicios fehacientes, si me permite.
-Meros indicios al fin y al cabo.

El mayordomo, en el más absoluto y hermético silencio, vislumbraba la escena a través de la rendija de la puerta del salón. Blanco marfil, a juego con las protuberancias del invitado de lujo, asistía incrédulo.

-Le ruego discúlpeme si mi aseveración le ha parecido inoportuna.
-No tiene porqué disculparse amigo. “Errare est humanum”.
-Aunque me reafirmo en mi postura.
-Va a propiciar usted con su actitud que gire mi cuello para constatar la veracidad del asunto.
-Tampoco querría yo causar molestias a mi amable anfitrión.
-Pues no me de motivos. Fin del asunto. Bébase su infusión.

Avergonzado, probó un sorbo del contenido de la taza.

-¿Qué le parece mi te?
-Sabe a perros, señor Shepard.
-Mas es el mejor sabor a perros de la India.
-Eso no se lo discuto.

El elefante, al oír la nación mencionada se inquietó un tanto por su patria y descolgó un par de cuadros. Shepard sabía que si seguía armando follón, al final tendría que retractarse de su negativa.

Tras el sillón le hacía señas manuales para apaciguarlo, inútiles visto lo visto.

jueves, 16 de abril de 2009

LOS MALOS.

Simonson, en honor a la añeja costumbre, maltrató la puerta del despacho golpeándola con los desnudos nudillos. Educación frente a bienestar de la madera. Una voz achacosa le concedió la venia, introduciéndose el sujeto militar al cubículo de su superior.

-Buenas noches señor.
-Descanse soldado, ¿qué quería?
-Me preguntaba algo señor...¿nosotros somos los buenos?
-En un término maniqueista sí.
-Ajam.
-Pero claro, siempre desde nuestro punto de vista.
-Claro claro.
-¿Y para eso se presenta en pijama de dormir en mi despacho a estas horas?
-La pregunta turbaba mi sueño. Mire, que si llegamos a ser los malos después de tanto tiempo.
-Quite quite, nos lo habrían dicho.
-Visto así, pues sí.
-Ande, vuelva a su camastro.

Simonson se enfundó en la litera. Aún con la respuesta del coronel, mientras los párpados aguantaron, estuvo vigilando a sus compañeros de dormitorio. Por si los malos.

lunes, 30 de marzo de 2009

BACK TO THE GUATEQUE ( Y 2 )

En el capítulo anterior...

Me acerqué a la mesa de viandas, sobre la que descansaba un estupendo refrigerio. Me decanté por un cocktail ( cotel ) de gambas. Debido a la época y los aprietos económicos, amen de que al señor mandamás con gafas de sol no le hacían gracia, y como no le hacían tilín, no había gambas para nadie, al cocktail ( cotel ) de gambas le faltaba el apellido. Y la fórmula, mire usted, no funciona con cacahuetes ( veáse Alcahueses ).

Un señor en el estanco ya me dijo que hacía mal no aprovechando estos viajes involuntarios para aprender cosas. Y razón tenía, pero inmerso yo en la experiencia lo último a considerar es ilustrarse. Además, no tengo por costumbre echar cuentas al primero con el que cruzo un parlamento en un estanco. Intenté mezclarme con el personal, atendiendo a sus cuchicheos sobre el gasto de gasolina de un 600 ( “con media jarra llego yo a Fernando Po, de verdad se lo digo” ), las últimas novedades de Galas del Sábado, y los últimos comunistas vistos por los alrededores del país, gente por lo oído, de mal vivir, maleantes, vagos y con ideas aberrantes. Saqué la conclusión de que debían ser distintos a los comunistas de hoy en día...los pobres andan algo escasos de...de todo.

Mi error, admitido queda, fue entrar al trapo y discutir sobre el Señor del Pardo. Yo, conociendo su vida y milagros por unos señores entendidos aparecidos en televisión en documentales a los que yo, en mi tiempo ( y el suyo de usted ) asistía con sopor, por obligación contractual o por falta de pilas en el mando a distancia, me lancé a la piscina de la opinión desde el tercer trampolín, efectuando doble tirabuzón argumental. Sus caras lo dijeron casi todo.

El resto salió por sus boquitas.

¡A deleite estaban ellos!, a tutiplén...eran ciudadanos decentes sin encontronazos con la justicia...yo debía ser uno de esos revolucionarios malinchistas...intentando inocular idearios en una ciudadanía decente...Decentes, decentes, no se cansaban de repetirlo, aunque los sobeteos de refajo a los que asistí de reojo antes de la discusión haría enrojecer a un parroquiano-tipo de discoteca chumba-chumba contemporáneo. No quise entrar en discusiones.

Las balas entonces estaban baratas.

El hipo vino al rescate. La experiencia terminaba. Me excusé, dirigí mis pasos al baño ( con mis ideas y desapareciendo en mitad del guateque habría causado más de una acusación por brujería, merecida por otro lado ), mientras me despedía de las cortinas de cretona, lo que más añoraría en el futuro. Tras dos “hipidos” y un golpe en la espinilla con la bañera, me recoloqué en casa. Todo estaba en su sitio. Mis acciones y/u omisiones en el pasado no habían alterado el presente...al menos en principio...o por lo menos no en algo que se notara demasiado.

Me disculpo si le he aburrido. Son anécdotas que bien es cierto, sacadas a pasear fuera de congregaciones meramente familiares pueden inducir a la vuelta a casa o la visita al bar más cercano. Lo contado tampoco es representativo del riesgo, la emoción y la incertidumbre producida por hacer excursiones en el tiempo.

Otro día les contaré como NO tuve que ver en la extinción de los dinosaurios. Cuento con un acta notarial que da fe de la veracidad del asunto.

Sí, me encontré con un notario en el jurásico...cosas más raras he visto...un par o dos.

lunes, 9 de marzo de 2009

BACK TO THE GUATEQUE. ( PARTE 1 )

En mis continuas idas y venidas en el continuo espacio tiempo se han dado cita algunas anécdotas: unas son aburridas incluso para mí y no sirven más que para espantar visitas molestas a horas de enfundarse el colchón. Otras, sin encambio, pueden resultar, cuando menos, divertidas, reveladoras o meramente didácticas. Huyendo de este último término, pues es usted ya mayorcito para seguir aprendiendo cosas, optaremos por una que...¡oh!, esperen, recuerdos jocosos se abren paso a codazos por mi cortex cerebral. Verán...

Fue uno de esos ataques de hipo involuntario, señal inequívoca de la destabilización del flujo temporal en torno a mi persona. Sin saber a ciencia cierta el año de destino de mi salto temporal, opté por, en cuestión de segundos, engalanarme con un conjunto de prendas neutras, de esas que nunca pasan de moda, al menos desde mi sentido de la estética. Recién embutido en un pantalón de pata de elefante, encamisado con chorreras, chaquetilla cuadriculada a la espiguilla con coderas de polipiel y zapatos bonitos, de esos de salir, una música empezó a inundar mis sentidos...y por muchas válvulas de escape que abrí, no tenía escapatoria.

Es frecuente en esta sintomatología el aparecer en lugares apartados del paso, ahorrando el disloque del personal al ver aparecer a un semejante ante sí, influenciado como está todo quisque por esas series de televisión de casos extraños...ya ven ustedes, extraterrestres...como si eso fuera posible. Al grano. Aparecí en una cocina de teca con su hornilla, su horno, su calentador de gas y todas las comodidades. La estructura metálica de las sillas, la capa plástica sobre el suelo y una licuadora me hicieron datar la nueva época como de finales de los 60. El calendario de pared me dio la razón.

Asomé la nariz por la puerta abatible: una animada fiesta tenía lugar en el coqueto salón. El aforo sobrepasaba claramente las posibilidades de la modesta vivienda, es por ello que una señora con pinta de marquesa y rebequita de punto consumiera su armagnac subida al poto decorativo junto a las cortinas. Parecía no importarle. Parecía no ser su primera copa de la noche. Ni la quinta.

Yo diría que acerté con la indumentaria, quizás algo recargada, pero no desentonaba con el resto de los invitados. Movían pelvis, caderas, hombros y próstatas al ritmo de un bugaloo escupido por un pick-up ( alias tocadiscos ). Uno cree al ver esas películas añejas que la recreación de nuestro país en la época es algo exagerado. Nada más lejos de la realidad. Creía yo estar atrapado en celuloide, incluso pellizqué a un señor con bigote para probar la veracidad de la experiencia. Su recatado insulto dio fe de la época en la que me encontraba.

lunes, 9 de febrero de 2009

BRONCA A LAS SEIS.

Las seis de la tarde es la hora pactada para la discusión-sermón del día. Exacto como un reloj suizo, Ramiro abre la puerta de su dormitorio. Estrella no le quita ojo:

-¿Y qué me dices de los franceses?
-Así a bote pronto...
-¡Esta mujer mía no está en el mundo! Los franceses, nuestros vecinitos...imaginate, España es una península mientras ellos quieran.
-Supongo...
-Supones...¡nuestro país se puede convertir de la noche a la mañana en una isla y tu supones!
-Por hacer algo...
-Tan malinchista como siempre. ¿Tú sabes la de papeleos que llevaría convertirnos en isla?, ¿qué vas a saber?
-Eso digo yo, qué voy a saber...

Ramiro amaga y renuncia a volver al dormitorio.

-¿Y las bebidas con gas?, ¡son un peligro en venta en el colmado de la esquina!

Ramiro empieza a enlazar temas. Estrella sabe que les darán las claras del día.

sábado, 17 de enero de 2009

SUBINSCONCIENTE

Su amplia colección de discos se presentaba ante él primorosamente ordenada tal y como debieron verse en principio los azulejos de las pirámides. Un tipo meticuloso, sin duda, dedicando tardes si no días enteros a clasificar la ingente cantidad de artefactos redondos con agujero a la mitad por interprete, género, orden alfabético y color del lomo del estuche. Tras ello había reforzado la estantería con cemento llevando pilares hasta el suelo: era un maniaco del orden, de acuerdo, pero andaba escaso de ganas para repetir aquella tarea de orden y colocación en caso de estropicio estanteril y posterior contacto de baldas y contenido contra el suelo. Aún en su desquicio, ese principio de vagancia era algo a su favor.

Siete de la tarde de un viernes con la planificación de ajetreo social de costumbre: casilla en blanco. Optó por calzarse el albornoz, encender su estupendo equipo de música ( condenado a convertirse en pieza de museo al pagar la última letra de la financiera ) y ordenarle extender la bandeja de CD. La orden fue cumplida sin rechistar, comportamiento propio de las máquinas inventadas por el hombre, salvo cuando estas se hacen mayores o salen demasiado baratas. Enfocó sus ojos y esa porción del cerebro encargada de controlarlos hasta la tercera planta de la estantería, sección música de cuerda, época contemporánea, letra “B”, lomos azulados, discos adquiridos con anterioridad al 2003. Sintió aquel pellizco en la parte baja del estómago, esa lisonja para sí mismo por la perfecta adecuación de la discografía. La obra de su vida, digna de bibliotecaria solterona y con dos gatos.

Tenía aquella tarde cuerpo de Bela Bartok. Con índice, corazón y pulgar de la mano derecha en formación de pinza dirigió sus esfuerzos a alcanzar el disco en cuestión: “Bela Bartok, obras completas en cuerda”. Realizó automáticamente las tareas posteriores: apertura del estuche, inserción del índice en la oquedad del disco a tal efecto, colocación en el reproductor, repliegue de bandeja, pulsación del play, rematando la tarea con esa frasecilla con aires de jocosidad tan suya “comandante de la nave, desvíen la energía principal suban los escudos” por la pretendida semejanza de sus movimientos con esas series de naves tan de su interés. Una frase muy suya: nadie en sus cabales tendría la tentación siquiera de pedírsela prestada.

Con los brazos cruzados tras la cabeza reclinada en el sofá entornó los ojos. Sus párpados se replegaron como los de una muñeca al perder la verticalidad con los primeros compases: algo andaba mal. Las cuerdas se habían convertido en trompetas y el ritmo lánguido había mutado a compases dignos de conga de boda regional. Se levantó autopropulsado, paró el reproductor, sacó el disco y observó desde el mirador de su propio asombro aquel extraño disco: “Burt Bacharach Greatest Hits”.

“Qué tontería” se dijo. “Confusión más tonta”, apuntó seguidamente ahorrándose algunas palabras, para eso estaba en su casa. Comprobó como el estuche pertenecía a el citado disco intruso y devolvió a ambos a su lugar de la estantería. Rescató a Bartok y lo introdujo en el reproductor.

El trompetazo inicial le descalabró. Estuvo a punto de no tener salón suficiente para botar del sofá. Regresó al equipo Hi-Fi y extrajo de nuevo el disco.

Burt Bacharach volvía a estar en su mano. Miró acusador al reproductor y este, en la medida de sus posibilidades y mediante lucecitas y pantallas de cristal líquido, intentó exculparse mediante aquella frase tan socorrida “ A mí que me registren “. Devolvió el CD a su funda, la funda a la estantería y a Bartok a su mano. Pulsó el play.

Bacharach se mofaba de él a ritmo de trompeta con sordina. “¡Esto es cosa de brujería!” gritó a la lámpara con el rostro desencajado, tal y como si se hubiera descolgado del Guernica. La lámpara, por corporativismo electrodoméstico con su compañero musical dijo no saber nada. Podría aburrir al lector relatándole los viajes de ida y vuelta entre estantería y equipo de música con la intención de oir a Bartok ya por pura cabezonería, aumentando a cada párrafo el estado de centrifugado mental de nuestro protagonista. Pero usted tendrá cosas mejores por hacer, así que permítame un ligero salto temporal.

Tenemos a nuestro protagonista atrincherado tras el sofá, esquivando el tiroteo de ritmo de Burt Bacharach por decimoséptima vez consecutiva, añorando la cordura perdida y perjurando sobre la guía de teléfonos ( lo más parecido a la biblia que tenía a mano ) su intención de escuchar a Bartok y de no pensar estar loco, al menos en principio. Estando en este juramento, una vocecilla interior carraspeó.

-Ejem..., atienda si es tan amable, tengo algo que decirle.
-¡Madre mía, loco, he perdido la chabeta, loco a mi edad! –exclamó enviando las páginas amarillas abiertas por la legión de Perez bajo la trinchera del sofá.
-Tranquilo, la cosa no es tan grave...aunque admito que tiene la pinta.
-¿Quién me habla?, ¿se dirigen a mí extraterrestres, santos, ánimas, arcanos mayores?
-Venga hombre, no hagamos un dislate de esto. Le habla su subconsciente.
-Pues mire, habría preferido alguna de los que yo he dicho, no sé bien porqué.
-No es costumbre de los subconscientes charlar con su patrocinado...pero a la luz de los acontecimientos no he tenido otro remedio.
-Bien caballero –dijo rindiéndose a la locura pero conservando su inmaculada educación- usted dirá.
-Verá, le comento. Como subsconsciente suyo, elegido democráticamente, he decidido por el bien común que lo mejor para usted hoy, día tal, a tantos de tantos del año de nuestro señor dos cero cero puntos suspensivos, era oír a Burt Bacharach, sustituyendo este a su elección, la cual en modo alguno criticamos, de Bela Bartok, por considerar a este último tendente a la depresión.
-Entiendo...bueno, entiendo a medias.
-Considerando igualmente el mérito del excelente orden del que goza su colección musical, no observando fallo alguno en ella y siendo el motivo y causa de la confusión de intérprete exclusivamente nuestra ( véase mí ) voluntad.
-Se agradece la valoración del orden.
-Haciendo un inciso, servidor tuvo bastante que ver en la clasificación, ¿no querrá que tire piedras sobre mis propios jarrones?
-Claro claro. ¿Algo más?
-Déjeme ver....debemos declarar....ehm...mediante la ley subconsciente vigente...aplicable...Bah, nada más de interés, lenguaje legal. Recomendamos acatar la decisión de su subconsciente.
-¿Podría negarme?, conste que no lo digo por llevar la contraria...sólo...
-Tiene usted quince (15 ) días hábiles para recurrir esta Recomendación enviándose escrito a sí mismo por certificado.
-No no, déjelo, si usted dice Bacharach, pues sea.
-Nada, me alegro. Es probable que no hablemos en bastante tiempo.
-Ha sido un placer.
-El placer ha sido suyo.
-Buenas tardes.
-Nada, a cuidarse.
-¿Es esto otra recomendación?
-Ciertamente.
-De acuerdo.
-Lo dicho.

Se hizo el vacío en su cabeza y todo quedó como de costumbre, bajo la sintonía de Bacharach. Se dijo que tampoco no estaba tan mal. Incluso acompañó algunas piezas chasqueando los dedos.

En lo sucesivo hizo caso a su subconsciente. Con mayor o menor acierto, pero evitó mantener uno de estos bizarros parlamentos en mitad de unos grandes almacenes, manteniendo con ello, sin saberlo, al día su higiene mental, tal y como recomiendan nueve de cada diez psicólogos.