miércoles, 9 de diciembre de 2009

MANIDAS MANÍAS. ( 1 de 2 )

Las manías son personales e intransferibles. Además, por nuestra condición de humanos, deberíamos tener derecho constitucional a tener, al menos, una manía por persona. Es una peculiaridad intrínseca de casa individuo, un leve matíz psicológico que consigue distinguirnos.

Ramiro tiene sus manías. Y las que le corresponden a su mujer, al vecino, al Coro de Voces Angelicales de Tomosillo y a medio reino.

Y sí, lo distingue de los demás. Es un auténtico petardo.

El escaso contenido de su mesa de despacho estaba trazado a escuadra y cartabón. Los documentos oficiales encaraban al norte, los instrumentos de escrituras en ángulo de quince grados respecto a la curvatura de las manos y el interfono en posición sur-suroeste.

Su obsesión por el orden se trasladaba a otros ámbitos, más allá de lo puramente decorativo o funcional. Aquella mañana tres aspirantes de una pequeña compañía de pañales a una subvención jugosa se personaron en la oficina, tras confirmar quince veces, contadas, su asistencia. Los hizo pasar primero en orden de estatura. No contento con ello, les hizo salir, volver a entrar por orden alfabético, de cargo y por lugar de nacimiento de norte a sur. Sólo se pudieron sentar en los altos sillones de cuero tras haberle dado el gusto de acceder al despacho a su manera en varias ocasiones.
-¿Corbata marrón? –el señor Ramiro interrogó con las cejas a uno de los nerviosos empresarios.
-Marrón glasé, si señor...clarito – la manía de Santiesteban consistía en hablar más de la cuenta y odiar a muerte a los espacios en blanco en una conversación. “Rellena rellena” le decía su nervioso cerebro – regalo de mi mujer en una excursión a Móstoles, en una pequeña tiendecita de una calle empedrada, o por lo menos eso me dijo, a la excursión fue ella sola.

A un leve carraspeo del adinerado, el tic nervioso de su compañero de la derecha, Aurelio, respondió raudo, arreando un mal disimulado puntapié a la espinilla del charlatán compulsivo.
-Marrón, sí señor – pespunteó la bolsa del soliloquio un dolorido Santiesteban.
-Odio el marrón –apostilló directo don Ramiro.
-Pues me la quito, no se diga más.
-Detesto a las personas sin corbata. No me transmiten seriedad.
-Es verdad, diga usted que sí – al final de la galería de pánfilos, Peñasco, de la Peña Peñasco si se desenrollaban sus apellidos, era asiduo a dar la razón a todo el mundo sobre todas las cosas. Para él, todo individuo superaba en razón al santo más ilustrado. En ocasiones llegaba a aplaudir las opiniones ajenas.
-Pues usted dirá como lo arreglamos – interfirió Aurelio, con la puntera a punto por si Peñasco se descolgaba con más parabienes.
-Es negra por la parte de atrás – balbuceante y excitado por el descubrimiento, Santiesteban miraba con ojos ilusionados al Ilustre Señor Don Ramiro, a falta de más genuflexiones verbales. -¿ve, por aquí?
-Sea, póngasela al revés entonces.
-Vamos, ahora mismo.

Procedía el tembloroso Santiesteban a despojarse de la corbata y arreglárselas para colocársela con la etiqueta cara a la galería cuando, escandalizado, don Ramiro reculó en su caro sofá tapizado con piel de animal inocente de todo cargo y lego en materias de economía.

-¡No consiento que se me desnude aquí mismo! ¡Esto es un despacho decente y temeroso con las normas divinas!
-NO no no no no – por si no terminaba de entenderse, insertó otro no – no, si es sólo la corbata.
-Ni una prenda, se cambia usted en el baño y vuelve a entrar.

Tras un primoroso puntapié en el talón de aquiles y un rebufo silencioso con desprecio por parte de Aurelio, el pobre Santiesteban salió del despacho extendiéndose en detalles con la secretaria de la habitación conjunta. Por toda respuesta, esta con las manos en los carrillos susurró con la mirada “¿qué me va a contar usted a mí?”.

-Bien caballeros, no tengo tiempo que perder. Digánme el motivo de su visita.
-Don Ramiro, sabemos por unos compañeros empresariales de su filantropía y su disposición a la ayuda monetaria. Estamos formando estos compañeros y servidor una empresa y necesitamos una inyección en líquido para ponerla en marcha.
-Es cierto don Ramiro –untaba Peñasco – sabemos de su generosidad.
-¿A qué pretenden dedicarse pues?
-A producir pañ... – pudo decir Peñasco antes de que los avisos de dolor proveniente de su pantorrilla llegaran a la recepción del cerebro. Aurelio lo miraba con ojos encendidos y, como en los carteles luminosos de cotizaciones bancarias o de paradas de autobús, por la frente de su compañero el lisonjero pudo leer “¡Quedamos en decir que nada de pañales, seguro que le dan asco!”
-¿A pañ? ¿Una verdura exótica quizás? Les advierto: no presto dinero para verduras. En mi vida lo haré y que me abofetee el firmamento si me atrevo.
-No no Señor Don Ramiro –Aurelio trazó las mayúsculas en su cerebro – a...a pañuelos quería decir mi estimado colega.
-¿A pañuelos?

(concluirá)

2 comentarios:

noveldaytantos dijo...

Muy interesante todo. Es que el orden es sumamente importante. ¿Acaso puede vd. morirse antes de nacer?. Pues no (aunque reconozco que sería de lo más curioso).
Espero ansioso el final del relato, entre otras cosas porque si le dan la subvención para lo de los pañales igual voy yo también a pedir a ver qué pasa.

Mr.Incógnito dijo...

El orden es imprescindible pues, en un requiebro de su teoría, ¿qué hubiese ocurrido de subir la segunda parte del relato en primer lugar? Pues que vd. se habría enterado de más bien nada.

Permanezca atento al devenir de los pañales