viernes, 10 de diciembre de 2010

TRAYECTO DE IDA Y VUELTA.


Los vagones recorrían la cremallera aún a riesgo de separar de manera constatable las dos Sempiternias. Árboles solitarios se desperezaban a su paso para observar la fiambrera de pasajeros en viajes de negocios. De cuando en cuando se levantaba una loma en los laterales de la vía, quedando convertida gracias al efecto del desplazamiento en un borrón en tonos tierras. Tras pasar por un tunel que los desgustó para después escupirlos, el tren perdió la velocidad justa para encajarse en una estación brutalista de cemento desnudo, a medio camino de dos capitales.

Subió don Eusebio no queriendo parecer especialmente torpe, consagrando su habilidad nula en los viajes ojeando con suficiencia su billete y portando un maletín más por mimetismo que por necesidad. Ocupó el sillón convenido, el quinto c, queriendo comentar con un vecino de sillón la coincidencia con su vivienda habitual pero retenido en este ímpetu comunicativo por su habitual reserva. Sonrió al cristal y tras unos chasquidos y estremecimientos hidráulicos, el tren se despegó de aquella población asegurándole su vuelta momentánea unas horas más tarde.

Las afueras de la ciudad, ocupando este lugar por sus evidentes defectos estéticos, desfilaron ante la vista de don Eusebio, corriendo hacia él como un sobrino deseoso de pasar el trance del saludo para pasar al capítulo de obsequios. El paisaje después se disolvió, cayendo hacia el abismo del horizonte dejando tras de sí una capa espesa de niebla color acero. Todo llegaría. Los compradores firmarían sobre la línea de puntos. Estrecharían su mano. El empujaría la puerta de metacrilato y lo celebraría, tras telefonear a la central, en la esquina de una desconocida cafetería parapetado tras un periódico y degustando el segundo café más barato de la carta. Luego vendría el respeto en la central, el reconocimiento, los laureles y las palmadas. Daría medio sueldo de un mes por aquella palmada. Pero estaba hecho, sólo quedaba llegar, acudir a la hora y secarse las manos en las perneras sin ser amonestado.

Un amable timbre precedió la voz grabada en dos idiomas de una desconocida, anunciando la siguiente parada. Iba a ser una pausa muy corta, así lo aseguraba aquella boca eléctrica sin posibilidad de mentir. Subió un señor y otro miró por las ventanas, con la nariz a la altura de las juntas de goma. Volvieron los gruñidos mecánicos, pero para sorpresa de don Eusebio el tren volvió a rebobinar el recorrido, discurriendo los pilares de aquel desconocido paraje ya de manera familiar. Transitaba en sentido contrario y su sentido común, además de su organismo, no estaba habituado a esa rebeldía. La angustia por lo desconocido se filtró en el miedo a no estar en el camino correcto, sazonado con lo imposible de amonestar al conductor. Volvió a pegarse al cristal intentando verlo todo más claro.

Quizás algún aspecto no quedara claro en el contrato. A lo mejor el fax no les había llegado completo y había cortado una cláusula problemática. ¿Qué respondería a las preguntas de los señores ya con la mano a punto de sacar la cartera y la pluma? Si balbuceaba, bizqueaba o denotaba de alguna manera con un fallo de su organismo un grado de desconfianza en lo acertado de la venta podía derrumbarse todo, como una gran oficina construida con legajos mojados. Se iba a quedar sin palmada, por descontado. Laureles secos, desconfianza, cajas destempladas...Necesitaría una tila y la tomaría en la barra. Se contentaría con leer la carta, aún a sabiendas de no tener apetito para consumir nada más allá de la infusión. Quizás se equivocaría de puerta al salir del despacho de los compradores y sería para él motivo de burla soterrada. Su mano estaría mojada, su pluma no tendría tinta...Iba a quedarse a medias.

Las afueras en esa ocasión le parecieron aún más espantosas, desconchadas y derribables. Su persistencia había llamado la atención del revisor, habituado a verlo apoyado en el cristal como buscando a algún conocido en el siguiente vagón.

Le solicitó el billete y al comprobar la cantidad de tramos que había recorrido fuera del abono, le solicitó explicaciones.

Prometió bajarse en el siguiente tramo en el que fuera a favor de la corriente. Cuando todo viniera rodado. 

sábado, 20 de noviembre de 2010

SIN ANTECEDENTES SINTOMÁTICOS. ( 2 de 2 )

La necesidad de enfermar y esparcir un contagio mortal en la vía pública me había hecho abandonar mi domicilio sin los documentos necesarios y sin afeitar. Por suerte mi desconocido vecino echó mano de picaresca y pellizcando la barra de pan dio un picatoste a un famélico enfermero que aprovechaba su turno de urgencias para sacarse una pasantía de habilitado en clases pasivas. Nos sentamos entre él y una bandeja de gasas esterilizadas y dio tiempo a oírle hablar mucho con cada enfermo que se acercaba a medirse la temperatura.

En un hospital ve uno de todo, de ahí quizás las reticencias a la hora de ir. ¿Y si la enfermedad de uno no está a la altura? ¿Y si te echan en cara estar ocupando un asiento por una dolencia menor? Me agarré el pecho y tosí sin ganas. Mi vecino gritó llamando a un médico hasta que llegó uno a su gusto. Entre tanto un señor con camisa de leñador al otro lado de la sala debió ver peligrar su enfermedad y procedió a toser de forma convulsa. Nos miramos de reojo. A fuerza de toser se puso granate y fue retirado por el equipo médico por no combinar con el asiento. Colores complementarios dijo un enfermero. Y la concurrencia asintió compungida.

Pese a no estar registrado, al evidente histrionismo por mi parte y a la aparición de un señor que no tenía padre y venía en busca de uno a la sala de urgencia entré bastante pronto. Apenas daban las claras del día. Pero no me quejo. Peor hubiera estado en casa. Llega la ambulancia, lo revuelven todo...y si al final no tienes nada, ¿cómo te miraran los pobres trabajadores? Peor si no tienes siquiera nada para darles de cenar. Mi vecino se quedó comentando con un doctor de otra consulta cierta noticia de alcance en el periódico gratuito que sacó de las entrañas de su ropa. Se lo agradecí. ¿Y si el médico no me encontraba nada? ¿Aguantar los reproches, las miradas de suficiencia, los comentarios sesgados al entrar al ascensor?

Cerré la puerta a mis espaldas con temor. Empezaba a sentirme mejor. El olor a analgésico en el ambiente. Y si la gente, como dicen, huele el ambiente y se mejora, por no querer tomar pastillas, ¿no harán ambientadores con perfume a hospital? El médico alzó los hombros, no estaba para márketings a esa hora del turno. Le relaté los síntomas. Me señalé con el dedo la parte afectada por el picor. No tuve estudios, no los quise, y me avergoncé de no saber el nombre de la zona. El le quitó hierro al asunto. Esa parte no tiene nombre, dijo, porque si duele es fatal y ya la cosa va a peor. Debió ver mutar mi semblante porque cogiéndome por los hombros susurró “No se lo diga usted al inspector médico, es mi vecino, no puedo decepcionarle”.

Me hice cargo y todo volvió a la normalidad. La señora que esperaba, olvidada, sobre la camilla, aseguró que una conocida suya tuvo lo mismo y al final tuvieron que amputarle el tendedero ilegal que había construido para su pesar. Pero no es lo mismo, dijo el licenciado médico, aunque cabeceó y puso esos ojos de futuro castigo que tan bien tienen ensayado las madres. Ya no dijo más. La señora, porque el doctor me explicó de manera correcta que debía tratarse de una inflamación de pudor complicada con una bajada en los niveles de estima. De ahí mis temores. Pensó la receta durante unos segundos y prohibió a su madre que se chivara. Estrujándose los sesos estaba cuando mi vecino, muy cauteloso, entró sin llamar y sin dejar de observar las enaguas de la paciente. El médico gritó, yo me lamenté, la señora corrigió su descoque y mi vecino lanzó el periódico por instinto. Agarró una de sus mandarinas, sintiéndose amenazado aún. El médico llegó a tiempo, sujetó su mano y pelando con tiento el fruto, gajo a gajo, me los administró vía oral.

Fue instantáneo. Se me pasó la vergüenza. Le pedí a mi vecino que a su vez pidiera otro taxi. Siempre vuelve uno de estar enfermo a casa en taxi contando que ha estado a pique de un repique y metiéndose con el estado de la sanidad. El doctor me abrazó y dejó en mi bolsillo una receta.

"No salga usted más en pijama a la calle para evitar recaídas."

Por suerte lo leí ya en casa. Qué vergüenza de lo contrario.

En la farmacia no supieron que venderme con aquella receta. Yo opté por unos caramelos de regaliz óptimos, según rezaba su envase, para acabar con el regusto de después de fumar. En ese cajón los tengo, por si un día me da por tirarme al vicio.

Fin. Porque en algún momento había que parar.

viernes, 12 de noviembre de 2010

SIN ANTECEDENTES SINTOMÁTICOS. ( 1 de 2 )

Es difícil explicarlo. Empezó como un leve picor, una sensación más enervante que dolorosa. En ese punto entre el paladar y el tímpano que el creador se apresuró al cerrar y dejar incomunicado. A mitad de la tarde las manos me colgaban en los costados y parecía el tercer individuo en el grabado de la evolución, ese que casi se levanta pero se lo pensará unos miles de años más. Las estrellitas delante de los ojos dejaron de ser una novedad al tercer bucle. Mirar a una esquina oscura y mucha paciencia me hizo darme cuenta de que incluso en esa pseudo-alucinación la programación era un refrito. La imagen del espejo chasqueó la lengua y indicándome con la cabeza la puerta me urgió a interesarme por nuestra salud a la clínica más cercana. A lo mejor sólo quería mandarme a la cama, pero ya estuve ingresado de manera voluntaria a los siete años cuando comenzaron a caerse los dientes. Cosa curiosa esa, porque le prometen a uno dinero, ratas en el dormitorio y nuevas piezas, si no sería bastante más trágico.

Gracias a un vecino que partía en busca de aventuras en los aledaños de un polígono industrial cercano pude alcanzar la calle. La puerta del edificio se antojaba pesada, y cuando se le pasa algo por la cabeza es intratable. Una temporada se negó a abrirse a oftalmólogos y repartidores de publicidad. Qué bochorno. Casi flotando sobre la solería urbana asentada sin necesidad de cemento, fui testigo y no había más que oír su tableteo tras los pasos, llegué al seto más próximo. Parecía que volvía del frente. De acuerdo, me sobrepasé en lo dramático, pero ¿qué oportunidades tengo de ponerme estupendo en la vía pública con algún achaque? Además, siempre podía interesarse una patrulla de la autoridad y ahorrarme el taxi. Cuando uno está enfermo siempre coge taxis. Y se recuesta en el asiento de detrás a punto de nombrar heredero al conductor. Sólo a las embarazadas se les saca el pañuelo en coches particulares. En los vehículos de servicio público cobran un extra. Lo pregunté una vez.

Recortado contra la cruz de una farmacia, casi providencial, reconocí la figura de un vecino con el que nunca había cruzado ni medio saludo. Pese a estar entrada la noche de su bolsillo asomaba una pieza de pan y ojeaba el periódico doblado por la mitad. Un chalao o un adelantado a su tiempo. Alzó los brazos al verme pero al internarme yo en la luz de un escaparate con las mercancías tras el cierre, promesa próxima de gasto, torció el gesto y acudió rápido a mi amago de desmayo fingido. Menos mal, había calculado más y la pared de mármol se acercaba demasiado deprisa. Los bancos tienen paredes de mármol. Parecen mausoleos.

Se metió el periódico bajo la camisa y lo sujetó con el cinturón. Está usted enfermo. Que observador. Debí musitar un estertor conmovedor, pues girándose sin soltarme alzó una mano de manera preventiva. Dos travesías, una rotonda y un barrio obrero después al fin coincidió su postura con el paso de un taxi. Me colocó su mano petitoria tras la cabeza para no golpearme, de tal manera que por momentos me sentía detenido, acompañado por los ladridos de un perro inquilino de un patio cercano y al otro momento me sentía como el protegido de una piedad esculpida en pared de banco. El conductor miraba hacia atrás vigilando si me iba a morir y hasta que no se convenció de lo contrario no arrancó. Cosas de la carrera, le oí comentar. No lo entendí demasiado porque yo estaba torciendo el gesto y mirando las luces de la carretera como si las fueran a desmontar aquella noche.

El conductor tuvo a bien dejarnos bajo el alero del hospital. Una rampa para ambulancias teñida de un tono verde jardín con dos señoras en la puerta esperando turno para morderse las uñas. Me apreté muy fuerte el pecho cuando tocó pagar la carrera. Mi vecino llevaba también mandarinas, una se le cayó al pagar y rodando salió del recinto hospitalario. Las mandarinas no son de visitar enfermos. Prefieren llamar después, cuando uno está en casa sin acordarse de haber estado malo. Siempre van a su comodidad.

No vi escenas de prisas, atropellos ni camillero relatando mi raza, color de pelo, grupo sanguíneo y dolencias variadas. Sólo un celador con barba ajustado de manera ergonómica a una silla de cocina apoyada en la pared tras un mostrador forrado en lámina de imitación a madera de nogal. Ahora los mostradores los hacen blancos y se manchan enseguida. Un laminado de madera podía aguantar dos repúblicas y una dictadura sin necesidad de paño alguno. Creyéndome sólo en el dolor arrastré los pies por el pasillo creyendo oír de fondo una música incidental interpretada al violín. Quise entonces caminar aún más despacio y un filtro en la cámara. Apunto estaban de aparecer los créditos cuando se los llevó otro celador empujando una silla de ruedas vacía. La ocupó una señora que no había encontrado taxi en el exterior. El celador llevaba gafas.

Por motivos de su relativo interés, concluirá en la siguiente entrega.

domingo, 7 de noviembre de 2010

CARACTERES DE PAPEL.

Odio esa pose tuya. Pareces saberlo y no hay cruce entre nosotros en la que no alces una comisura al pasar. Gesticulas entonces con una mano, dándole vueltas a nada porque en realidad no vas más allá de la siguiente losa.

Llevas el pelo teñido. Te lo has hecho en casa. Las canas sobre las orejas están descuadradas, cojean Emilio. Llevas las cejas asustadas, con pelos huidizos. He visto en alguna recepción como entrabas al baño con dos rectas y esponjosas líneas sobre los párpados y a la salida parecía un pelotón de cobardes en franca retirada. Barba cuidada de dos días y tres horas. Chaquetas en tonos olivas, camisas con motivos geométricos y corbatas añil. Te gusta aparentar descuido, te gusta que te vean como un alma no dominada por los cánones de la moda. Te he observado tirándote de uno de los puños de la camisa para que se asome bajo la chaqueta. Agarras tu pipa como una copa de brandy en miniatura, siempre señalándote, delatando el punto de fuga de cada salón que pisas. Pero te tengo calado, Emilito.

Si te escucho con atención confundes el arte etrusco con el chipriota. Conversas con suficiencia acerca de los presocráticos improvisando cada paso en la cuerda floja. Te concedo ese punto, sabes salir de los jardines. Y si no los embelesados de tu alrededor no parecen notar las incongruencias. Acaso no las saben. Acaso no les importan. Tu ego negro absorbe las órbitas circundantes, atrayendo cuerpos embutidos en trajes de catálogo.

Mantienes ese tono de voz. Te seguí un día y no pedías con esa voz impostada el café en el barucho de la estación. Ahí las cuerdas de tu violín tenían permiso para atronar. Sin embargo en los encuentros tu voz es cautivadora, un carbón inyectado en llamas incapaz de desatender. Y ríes los comentarios de las damas con esa carcajada espaciada y espesa, contracciones musculares medidas muy distantes de las que te conocí en un pasado, continuas y anodinas. Y a los caballeros les palmeas con la fuerza justa en el hombro, aunque siempre para disentir o añadir algo a su parlamento. Emilio, te odio.

Te odio por usurparme el papel. Por dejarte bigotito el primero. Por sacar a relucir las coderas del cajón de la abuela. Por soltar discursos Troskistas como si fueran tuyos. Por emborronar teorías filosóficas de autores de libros al peso, mezclando colores para no saber dónde empieza la invención y acaba la sabiduría. Pero sobre todo te odio por forzarme a montar una nueva persona, alejada de mi intención en un principio y que he tenido que construir a base de salidas de tono, balbuceos y visitas a la biblioteca del distrito.

Quedas advertido con esta nota en mi subsconsciente que algún día te dejaré por escrito en el buzón de tu casa. Me marcho a Dinamarca. Es mi territorio. Si te acercas tendré que contarles a todos aquel tiempo en el que comías tizas en el recreo.

Y como en eso incluso me ganabas.

sábado, 30 de octubre de 2010

PATENTE PENDIENTE. SIN EMBARGO NO SE MUEVE.

La fiesta es ahí al lado, los curiosos y festivos chicos de la casa madre, Sotano 71, han montado lo de costumbre con menos tiempo que nunca. Para que este blog no quedara sin su correspondiente entrada de aniversario he querido poner unas líneas en píxeles.

Muchas cosas son las que nos ocupan a diario. A veces cometidos y personas se quedan sin la pertinente atención. Sin embargo no renuncio al invento. Subirse al atril, soltar un par de barbaridades que en la página vecina no tienen hueco y volver a bambalinas. Proyectos más grandes también me ocupan, esperemos que recorran su camino y lleguen a buen término. El tiempo y la capacidad de seguir sacando conejos de la chistera se pronunciarán.

Gracias a todos y cada uno de los lectores y seguidores. Es un rinconcito apartado en internet y no quiere ser más que eso. Sin embargo cada visita de un cauce fijo alegra más que cuarenta desviaciones de resultados del señor google.

Es todo. Era para darle las gracias en privado. Continúen atentos a esta puerta imprevisible. Ni siquiera yo puedo decirles qué o quién saldrá en la próxima entrada. Hasta entonces.-

domingo, 24 de octubre de 2010

A BOTE PRONTO.

- ¡Oscuras e insondables profundidades de la psique humana! Maldades encubiertas, temores no pronunciados, tristeza y apatía. Me postro en este monte pelado, a merced de la tiniebla, pues tanto es el miedo que destila el mero vivir que me agarra al suelo como si quisiera plantarme en él.
- Oiga, perdone que le moleste.
- ¿Pero quién me habla? ¿Qué es esta voz que me asalta en pleno parlamento? Pronunciate si tienes algún comunicado.
- Es que le veo así con pinta de Hamlet de vuelta de farra y me da no se qué ahora...
- ¡Dime cruel e indolente voz! Pronunciate acerca de tu cometido o abandóname en esta tierra triste de dolor...
- Me envían los de arriba. Y no me empiece con cosas de destino y dioses que nos conocemos de vista. Los que pagan, ya sabe. Bueno, que se ha suspendido el drama de esta noche.
- ¿A qué pruebas me sometes? ¿Qué mensajes herméticos me envías? ¿Debo ganarme mi destino o la comprensión de tus palabras en sí misma es mi salida?.
- Que nos conocemos Don Anselmo. Sálgase un poquito del personaje.
- A ver, qué puñetas se les ha descuadrado ahora.
- Por lo visto el campeonato de tenis ha terminado tardísimo y se han tenido que saltar la representación de esta tarde.
- ¿Han cancelado la obra? ¡Pelotas, siempre pelotas! Cuando no son a patadas son con raquetas o a manotazos, pero las sempiternas pelotas que no le digo hasta dónde me tienen.
- Me va a contar a mí.
- Dime entonces, despacito, ¿qué diantres me toca?
- Se puede usted ir quitando la capa que toca comedieta. Dicen que para media hora de obra no la ponen y lo van a pasar a la noche a comentar la actualidad en plan humor inteligente. Venga, no me mire así que usted ya lo ha hecho.
- ¿Tú podrías pasar de escarbar el miedo atávico del alma del prójimo en la ominosa tragedia clásica a soltar cuatro comparaciones cachondas?
- ¿Cuándo le aplauden a usted más?
- Con las chorraditas.
- Pues ahí lo tiene. Ande, que me llevo para abajo la capa y le traigo el traje de sport.
- ¿Pero el programa no será en el monte azotado por el viento no?
- Ahora retiran el decorado, hay tiempo, están liado con un programa de recortes de otros programas y luego enchufan las noticias.
- Profesión esta...
- Bueno, voy bajando. Tranquilo, que seguro que está usted estupendo dentro de un rato. Le traeré el guión y un café.
- Doble.
- Hecho. A ver si le consigo un bollo o algo.
- Pero mañana sale la obra, ¿no?
- Salir salir....
- ¡Hombre, no me dirás qué..!
- Se juegan el cuarto y quinto puesto de la liga asiática de fútbol.
- No, si cuando hay una vereda y un inútil se acaba la vereda y el inútil no se entera.
- Ahí ahí, ese es el tono. ¿Ve usted como a bote pronto..?
- En fin, no te olvide de las gafas con las patillas rojas.
- Eso está hecho, don Anselmo.

miércoles, 13 de octubre de 2010

EGO SUM QUI SUM.

Pensar que un triste trofeo de pobre mezcla de cobre y estaño dio lugar a todo esto me da ganas de agarrarlo por el asa, apartarlo de las otras pertenencias en la caja de cartón y arrojarlo por el hueco de la escalera. Pero ahí sigue, con su inscripción en letra inglesa y su ficha de dominó del seis doble con un baño de purpurina.

Fue más cuestión de la nube de anís alrededor de la cabeza del Ignacio que por mi pericia y mi previsión de juego, pero allí estaba yo, colocando la ficha ganadora como si se tratara del clavo dorado en la unión de las vías del ferrocarril en pleno oeste. Tres vueltas al barrio dí, con el trofeo sobresaliendo de una bolsa de la panadería, esperando preguntas e interés por parte de mis vecinos. Y vaya si se acercaron. Me palmearon la espalda, porfiaron sobre la bondad del metal de la copa y se ofrecieron a la reválida en el torneo del próximo año. Al subir a casa me lo encontré, tan a gusto en el sofá, aunque todavía pequeñito. Mi ego.

Refunfuñó cuando le pedí el sitio frente al televisor. Remoloneó pero al fin conseguí apartarlo, no muy lejos, hasta el pie de la lámpara esquinera. Desde allí levantaba los ojos como un perro buscando pienso o despojos de pollo. Buscaba complicidad, una caricia en el lomo. Desde mi experiencia les aconsejo no poner el ego sobre sus rodillas.

Al día siguiente, durante el concurso de sobremesa, el ego a mi lado no me dejó dormir como era costumbre aceptada en aquel trozo de estancia. Me azuzaba, me susurraba al oído venga, que tú te la sabes. Y vaya si acerté. No todas, porque la vida de los monarcas en Prusia siempre ha estado muy atrás en mi lista de intereses, pero comparándolo con el conocimiento medio del ciudadano medio salí bien parado. Y tiró la lámpara. Tampoco era su culpa, el pequeñito alcanzaba ya el brazo del sofá. Y los ojos pedigüeños habían aprendido otra postura: entornados e insidiosos, a la caza de un nuevo reto.

Cinco volúmenes de crucigramas provocaron la crecida en dos palmos. Discutir la teoría política, bien asentada, de unos invitados consiguió dar con la cabeza del ego en la primera balda de las estanterías. Pasaba de un gris manchado a un blanco reluciente, como si hubiera nevado en la cumbre de la figura sólo presente para su dueño. En el fondo, lleno de orgullo, no pude parar. ¿Saben esos libros del círculo de lectores que pasan de padres a hijos, con tipografía grandota y lomos de colores chillones? Cayeron todos. Mi ego ya me tapaba la luz.

Descendido al tercer cojín de mi sofá, viendo la tele sesgada y con los muslos apretados. Lo intuí pero comenzaba a ser tarde. El ministro de turno improvisó unas palabras sobre reformas económicas y se las debatí a media voz. Mi ego sonrió y con las manos, nacidas de una meritoria reflexión sobre la estructura de la novela rusa del diecinueve, pedía más sabiéndome capaz. Rematé la reforma laboral en el salón de casa. Creció como una reacción química desatada, metáfora esta que no hizo más que aumentar el ritmo.

Me encontré en la cocina junto a la panera. Mi casa ya no era mía. En parte sí, pero no podía ocuparla. Si seguía haciéndolo crecer se llevaría por delante el bloque de viviendas. Recogí de manera apresurada algunos tiestos, cacharros, bultos y pertenencias intentando darme con las esquinas en el dedo pequeño del pie. No mermó ni por esas.

Ahora miro el funesto trofeo. Simple, combado, asimétrico y alejado del canon de cualquier estilo arquitectónico. Se estremece. Quizás no se debió a la falta de atención del Ignacio, a lo mejor soy bueno en el parchís. Se tumba. He oído que en el póker se mueve dinero. La caja se desparrama. Caen documentos, baratijas y recuerdos. Vuelve a ser pequeño, pardo y digno de lástima. Dos botones redondos que no saben más que reflejarme.

¿Quién te va a querer a ti, ego mío?

martes, 5 de octubre de 2010

VIVA LA GENS. Estampas absurdas 3.

Observamos la escena. Un coqueto dormitorio simétrico a base de escuadra y transportador de ángulos. Cuadrado a más no poder y con unas láminas enmarcadas que podría encontrar en cualquier otra casa o establecimiento hostelero sin desmerecer. Un descalzador a la derecha, un roperito liviano a la izquierda, unos angelitos de escayola y unas alfombras peludas, de esas que parecen de jiba de camello, sólo a la venta en establecimientos de tapicerías añejas.
Completan la escena una mujer y un señor, recatados entre las sábanas y procurando no tocarse mucho, no vaya a ser que por manos del diablo les de un apretón sensual y tengamos que correr el telón.

Lo olvidaba. Los nombres a discrección, así cada uno lo bautiza como unos vecinos y se siente más identificado.

-¿No te he contado?
-Sí, me lo has dicho.
-Pero no te acuerdas.
-Pues no me lo habrás dicho entonces.
-La Olivina, la hija pequeña de los Madejos.
-No sé quién es.
-Hijo, una así alta, que siempre va a dos pasos por detrás del marido cuando van por la acera del colegio. La que estuvo hablando muchísimo tiempo con el mayor del Damián, que tenía los escalones del portal gastados de tanto esperarlo.
-Ah, ya sé quién es.
-No te acuerdas.
-Pues no, no caigo, pero cuéntame lo que sea.
-Yo te diré quién es si nos la cruzamos. Pues resulta que el primero que tuvo con el que está casada ahora...
-¿El primer qué?
-Pues el primer niño, va a ser el primer televisor.
-¡Y yo que sé!
-No levantes la voz, que están acostados.
-¿Quiénes?
-¿Te quieres quitar los cascos, dejar la radio y atenderme?
-A veeer.
-Tuvo un niño, pero todavía no se había casado con el marido de ahora. Estuvieron un tiempo en el pueblo y lo trajeron, primero era un sobrino, pero ¿cómo iban a dejar a un niño tan pequeño para llevárselo?¿en qué cabeza cabe?Resulta que luego, cuando todo el mundo lo sabía, ya daba igual y dijeron que sí, que era suyo. Un niño así pelirojo, que no tengo yo nada contra los pelirojos, un poquito malencarado, que siempre iba correteando dando zapatazos. ¡Si tú me lo comentaste un día, que dijiste con estas palabras “tanto correr el niño, que no se entretiene con nada”!

El señor muestra un evidente cruce de líneas entre el árbol genealógico de los extraños y el resultado del partido de liga del extremadura, un locutor susurra en su oído, premiando la desobediencia ante la petición de la mujer.

-Ya.
-No caes.
-Es igual, que sí, que me suena.Ya me acordaré.
-Bueno, pues resulta que después de todo, no era de este. Que era del Damián.
-Pero qué desvergüenza, qué desfachatez, ¿dónde nos lleva este malentendido sistema de libertades?
-Más o menos lo que dijo Luisa en la carnicería.
-No, es que sabes que estas cosas se me llevan los demonios. Es que esta gente nueva actúa sin mirar para adelante. Con los bueyes por detrás de la carreta. Y sin pensar en consecuencias. Ya está, sin pensar, para qué.
-Ahora no se sabe si el niño es sobrino, si es de uno, si es de otro.
-¡Con razón corría! No es de extrañar, ¡yo también correría todo el día si mi familia estuviese tan desestructurada! ¿Esa es la base ética y moral que estamos dejando a las personas del mañana?
-Tienes maneras de ministro.
-Bueno, que si yo pudiera, si me dejaran, en un tris arreglaba esto.
-Oye, lo que me comentabas antes, eso que me tenías que contar.
-¿El qué?
-No empecemos, me has dicho no se qué de los tipos impositivos.
-Ah...no caigo.
-Sí hombre, que lo has dicho como molesto.
-Como no sea la subida interanual del diferencial de los créditos.
-Sí, eso me parece que me has dicho.
-Lo estaban diciendo en la tele antes de acostarnos.
-¿Y con eso sube la hipoteca?
-¿Y con qué no sube?
-Claro, yo es que pregunto, como de esas cosas no me entero...
-Ya mujer, cualquiera entiende...un par de carreras hacen falta. Encima, como está todo...
-Cuesta arriba.
-Ya ves.

Silencio denso, de poder comerlo a cucharadas.

-Pero la Olivina...menudo elemento.
-¡Y se la ve así tan callada, que engaña, se cree uno que va a ser de esas de no hacer nada y al final mira tú si hace y sabe hacerlo! Porque no me vengan con que no sabía como se hacía y qué iba a pasar, que a estas alturas con la información que hay...demasiada.
-Pero del diferencial del crédito...
-Ya preguntaré en el bar.

La señora entorna una revista de prensa del páncreas que ha estado ojeando y yo como dramaturgo de chichinabo he olvidado mencionar.

-Mi marido estará al llegar.
-Pues será cuestión de ir subiendo a casa.
-Llévate un cartón de leche de la nevera para el desayuno.

Aparece en escena un señor encorbatado.
-Tienen a su disposición unas neveras de bajo consumo en la planta tercera, junto a los maceteros.
-¿Cree que es lo más lógico reunir en ese pequeño espacio dos mercancías tan distintas teniendo como tienen una gran superficie comercial, que el mismo nombre ya da pistas?
-Quizás tenga razón.
-¿En lo de las mercancías?
-¡En todo señora, en todo!

Doble tirabuzón y telón. Los personajes saludan cogidos de la mano, menos el marido, que al ser un ente sobre el que sobrevuela toda la trama pero de manera sobreentendida no saluda ni cobra. Ni tiene frase, que eso es lo que peor le viene a un personaje inexistente.

domingo, 26 de septiembre de 2010

IMPREVISTOS MEGALOMANÍACOS ( y 3ª PARTE)

- ¿Cuántos robots adquirió usted, señor Senectrum?
- ¡Sinextrum! ¡Lord Sinextrum! Arregle esto o le juro por las capas más oscuras de mi malignidad que probaré con usted cuarenta formas distintas de tortura a jornada completa.
- Necesito un número.
- Tres batallones, dos escuadras de apoyo. Un pelotón de demolición. Un cuerpo de lanceros. Dos grupos de fusileros de protones...es que no caben aquí todos, tengo una representación...tengo ya mirado un palacio más grande –ante la caída de párpados del técnico, recuperó la velocidad sin entrar en detalles –dos columnas de luchadores motorizados, un escuadrón aéreo y algunos de esos ninjas cibernéticos que tenían ustedes...de oferta.

De lo último parecía no sentirse orgulloso. El indolente experto extrajo de un bolsillo una estrecha calculadora solar. Con una uña hizo unos cálculos. Chascando la lengua pulsó en repetidas ocasiones el botón de cancelar y finalmente sonrió cuando observó el resultado.

- Eso hacen unos tres mil quinientos ejemplares...sin contar promociones.
- Así es...pretendíamos adquirir más, pero comprenda, con este resultado nuestra confianza ya...
- Si, perdone, ¿ha tenido en cuenta la clausula veinticinco mil doce del contrato de suministro?

Lord Sinextrum desconocía su capacidad de reflejar el asombro en su rostro. Interrogó con la mirada, uno a uno, a sus acólitos, sin que estos pasaran de conceptos vagos y excusas difusas.

- Disculpe, hemos tenido mucho lío...no
- En dicha cláusula se prohibe acumular una cantidad de ejemplares mayor a dos mil ochocientos robots o máquinas de combates, y cito textualmente, bien de base mecánica, química, humana o mixta, destinadas a los siguientes epígrafes: desestabilización mundial, guerras planetarias, control de masas y apoyo a servicios esenciales en tiempos de huelga.
- Por favor...me podría explicar –Sinextrum cruzó los brazos, como si la conversación se hubiese trasladado a los problemas sentimentales en cualquier portal – porque eso no me lo dijo la señorita del teléfono
- ¿Hizo el pedido de una vez?
- No, en realidad no –observaba a su alrededor como, en su interior, sus ministros de la guerra cada vez se hacían más pequeños y distantes –al principio sólo queríamos conquistar Menitra, pero nos animamos, abrimos una línea de crédito y fuimos haciendo...un total de seis pedidos.
- Nuestros sistemas no reflejan esa cláusula en órdenes de trabajos sucesivas, por ello debo disculparme en nombre de mi empresa.
- Pero...¿qué tiene que ver ese detalle nímio, ínfimo...con el funcionamiento?

El técnico procedió a hundir sus pertenencias en un pequeño maletín con el logotipo de la empresa grabado a fuego en una esquina, dando por terminada la visita de manera implícita. Devolvió la calculadora al bolsillo y procedió a limpiarse las gafas con la patente de su polo.

- Nosotros le vendemos los robots. Están ahí abajo y le prometo que funcionan. Acapararlos para fines maléficos, mire, daría muy mala imagen a nuestra marca. Además, nada impediría que los usara en contra de cualquiera de nuestras sucursales o filiales.
- No hombre –la capa tras la siesta se había arrugado. El toisón se había descolocado y Sinextrum aún presentaba esos graciosos caracolillos en forma de cuernecitos – lo nuestro es en contra de los poderes...además, sólo por unos días.
- Caballero, ¿me permite decirle algo? –miró a su alrededor colocándose las gafas y puso un brazo amigo sobre la oscura figura –en privado.

Se retiraron al alero más septentrional del patio, bajo una galería de arcos apuntados. La iluminación comenzaba a ser escasa y por el rabillo del ojo el antiguo sojuzgador mundial observó a uno de sus pelotilleros de guardia encender las lámparas del interior de la ventana frente a la que estaban, atrayendo con ello a los mosquitos.

- Ambos sabemos de qué hablamos. Estaría muy feo matarnos con nuestras propias pistolas. En ello estamos de acuerdo, ¿cierto?
- Pero...
- Tenemos inversores. A su vez ellos tienen a personas a las que responder. Resultados anuales, beneficios...es complicado. El baile ya es apretado como para dejar entrar a otro más.
- ¿Qué haré entonces con todo eso...tanta chatarra?
- Esto no se lo he dicho, ¿de acuerdo? Puede sacarle grandes rendimientos alquilándolos a consistorios y ayuntamientos. Es una nueva manera de conseguir sus fines...por rutas pacíficas.

Lord Sinextrum, a falta de otra cosa, asentía mientras aplastaba mosquitos bajo sus guantes de imitación. Firmó el parte con su documento de identidad y la hora, tras preguntarla a voces a uno de sus correligionarios, y sin mediar palabra despidió al técnico. Este le obligó a estrecharle la mano. Con una perfecta sonrisa, susurró:

- Deje el crimen en manos de profesionales.


Fue la tarde más amarga de Lord Sinextrum. Truncada su visión de un mundo en ruinas saludó de lejos al eficiente técnico. Mientras este, nada impresionado por obras de corte clásico, respondía una llamada al pasar bajo el titánico retrato del Líder.

Como este se convirtió en promotor turístico de costa y después de arruinarse parcialmente invirtió los últimos ahorros en un próspero negocio de casas rurales es algo que trataremos otro día, que no son horas.

KONIEK.

viernes, 10 de septiembre de 2010

IMPREVISTOS MEGALOMANÍACOS. (2ª PARTE)

Una furgoneta se perfiló en el ocaso. El batallón continuaba, hierático, desde primeras horas de la mañana, como figuras de piedra desenterradas de un túmulo imperial. Lord Sinextrum, tras los cristales, se perfilaba la perilla y se alisaba los cabellos tras haber sucumbido a una siesta propiciada por la contrariedad y la mala programación. Se personó de nuevo en la terraza. Helter Shelter seguía probando la cobertura en el patio. El Capitán Bleed increpaba a las masas metálicas a escasos centímetros de los receptores sónicos sin conseguir, naturalmente, resultado alguno. Por fortuna el la fuerza del sol derramándose sobre el patio no había causado desmayos en el pelotón de acero. En otras circunstancias, con soldados de carne y uniforme, tras los imprevistos el patio se habría convertido en un repertorio de desvanecimientos más propios de experiencias místicas.

El técnico, uniformado con un sencillo polo con la marca suministradora de máquinas mortales bordada en el pecho, pantalón corto y chanclas de dedos descubiertos avanzó por el pasillo central del palacio de Sinextrum sin prestar la atención debida a apliques, obras de arte expoliadas o trofeos de guerra. Shelter le hacía de cicerón, mostrando a izquierda y derecha lo más granado de la historia militar de los Sinextrum sin que aquello pareciera importarle más que las bajas temperaturas de Groelandia. Accedió a la terraza presidencial, saludando con patente desgana a aquel que, horas más tarde, sería azote de la raza humana entera.

- Usted dirá
- Estos robots no funcionan. Esto es una estafa –agitaba su mano izquierda enguantada al ritmo de sus reproches –todo estaba previsto para primera hora de esta mañana y por culpa de sus...
- Tranquilo –dijo el técnico subiéndose un poco las gafas –y defina usted un poquito mejor el problema. No funciona, ¿pero qué le nota? ¿No arranca, retardos en la señal, comportamiento errático?
- He pulsado el botón de arranque y no ha sucedido nada. ¡No ve como el batallón aún está formado!

Observó el patio con curiosidad entomológica, más preocupado de la cantidad de ejemplares vendidos que de su primorosa formación en alas de águila doble, ribeteadas por dos escuadras de asesinos a corta distancia. Revisó unas notas en una tablilla y se rascó la oreja izquierda.

- ¿Ha comprobado las pilas?
- ¡Por el Maléfico Demiurgo! ¡Malditas mentes libres! ¡Quiere reducir el problema de fiabilidad de su producto, según ustedes “ la máquina definitiva para la sojuzgación mundial” –agitaba un recorte de prensa extraido de las profundidades de su uniforme ante las narices del impasible experto – a un problema con dos pilas de las pequeñas!. Por favor, Shelter, dile a este caballero si las hemos revisado.
- Claro, dos veces. Incluso hemos adquirido unas nuevas en una tienda de artículos a bajo precio que han abierto hace poco aquí abajo, en...
- ¡Suficiente! –alzó la mano, se estorbó con la capa y apunto estuvo de mandar al patio una hombrera de finos bordados con motivos draconianos –Bien. Seguirá con sandeces pseudo-científicas para mentes débiles o arreglará el problema.
- Déjeme repasar los protocolos señor.

Se ajustó las gafas de nuevo, un par de tallas más grandes de las necesarias dada sus medidas craneales. Sinextrum bufaba y pateaba el suelo. Tras unos minutos los nervios pasaron a su párpado derecho. Después se alisó el pelo hasta dejarse dos cuernecitos asimétricos. Adefesius Black se acercó para resolverlo, pertrechado con un peine, y recibió tres minutos cincuenta segundos de improperios desmerecidos. Por fin, el técnico, descansando sobre la baranda con la postura propia de un despreocupado turista a la esprera de la apertura de un monumento, cerró la tablilla de documentos.

concluirá

viernes, 3 de septiembre de 2010

IMPREVISTOS MEGALOMANÍACOS. (1ª PARTE)

Le encantaba el vuelo de su capa negra. Podía haber elegido una armadura de pinchos, de hecho la llevó durante un rato en la tienda, pero tropezó un par de veces en el dintel y se decantó por el elegante efecto producido por la tela cayendo desde sus hombros. Ahora sólo necesitaba un pasillo algo más grande, la galería con vistas al patio era algo estrecha y al volver sobre sí mismo, con el puño crispado sobre los labios fruncidos, a veces debía apartar la cola de su camino, pareciéndose más a una folclórica de luto que a la mente criminal más preclara de este siglo.

Con fuerza agarró la barandilla con sus guantes negros, observando bajo sus pies la creación. Dos decenas de batallones de seres metálicos sin alma, dispuestos a un toque de interruptor a sojuzgar el mundo bajo sus sistemas hidráulicos. Bajo su retrato, en un escorzo maléfico sobre fondo borgoña, su sonrisa de Errol Flynn pugnaba por la atención de los aterrorizados siervos con el hiriente resplandor de sus sortijas y sellos, hábilmente reflejado por el pintor de cámara con delicados toques de spray blanco. Las banderas de su futuro imperio ondeaban con crujidos mortales sobre los mástiles y sólo tenía que observar a sus consejeros para notar en su interior una subida de ego mastodóntica. Eso sí, para verlos debía apartarse el cuello almidonado de la capa, algo que debería remediar cuando ofreciera por televisión su primer discurso como Emperador de la Tierra. Eso y el toisón, quizás demasiado brillante. Tal era su convencimiento de poder hallar pronta victoria, podía relegar sus preocupaciones a consideraciones estéticas.

- ¡Pero el miedo es, quizás, nuestra mejor arma! –dijo tras la balaustrada, expresando en alto el coletazo de su monólogo interno.
- No olvide los cañones de protones, Sire. –Adefesius Black, Lugarteniente, a su siniestra con el cuello erguido y sobre su pecho pendiendo sendas batallas del paso de Malaespina y el Óvalo a la Maldad Suprema.
- Es tiempo, pues, de sojuzgar naciones. De atenazar con puño de hierros las libertades mal entendidas, de atemorizar a batallones enteros con nuestra mera presencia.

Continuó con las similitudes terroríficas ante un público de un natural despreocupado. Tres cuadrantes de columnas simétricas de terroríficas máquinas animadas, hombro con hombro, coraza con coraza. Con sus cabezas alzadas en signo de respeto pero en modo pausa y reservando baterías. Lord Sinextrum continuaba su arenga, despreocupado de contener los continuos esputos proyectados de sus labios.

- Mañana la humanidad me rendirá pleitesía, pues de lo contrario se verá aplastada bajo mi bota. ¡No toleraré el más mínimo movimiento subversivo, todas las esperanzas de revolución soterradas serán cercenadas –se permitió una pausa dramática con un dedo en alto –ipso facto.

Adefesius y sus correligionarios aplaudieron, unos con fruición, quizás atemorizados por la idea de no demostrar suficiente interés y otros con parsimonia, temiendo resultar en exceso alborotados. Gregorius Bleed, Capitán del batallón Aquila Necra, portaba orgulloso el mando de la destrucción sobre un cojín encarnado y a su vez el honor de saberse el portador del percutor del último cambio. Atrasó su pierna derecha enfundada en una bota alta de montería ofreciendo el mando único a su legítimo portador. Lord Sinextrum se afinó los extremos de su oscuro bigote, se sacudió unas motas del hombro derecho y mostró, henchido de visión de historia, el mando al batallón de robots. Cayó el último grano en el reloj de arena de la fatalidad y relamiéndose más allá de su propia consciencia, hundió el botón bajo su pulgar.

Alguien carraspeó. Lord Sinextrum aún conservaba la pose de estrella del rock, con los brazos en alto y con una carcajada sostenida. Le llevó varios segundos percatarse del problema. No se había movido ni una tuerca. Agitó el mando a distancia de la perdición. Retiró la tapa posterior y comprobó con la punta de un dedo las pilas, como si pudieran morderle. Lo movió junto a su oído después de volver a pulsar, con algo más de cuidado. Miró a sus hombres. Unos contrajeron los hombros, otros encontraron interesante la solería de la terraza y algunos sugirieron que esta vez apuntara al batallón de la perdición. Sus pobladas cejas pasaron desde estar arriba en modo “asombro” a tapar de manera paulatina la línea superior de sus ojos. Incluso algunos quisieron ver espuma en sus comisuras. El Lugarteniente Helter Shelter, responsable de control de medios, sugirió voltear el mando acercándose a el Sojuzgador Eterno como si este pudiera estallar en cualquier momento. Allí una pegatina rezaba:

“ En caso de avería contacte con el servicio técnico en el número 7171-Ajuste “.

Lo puso en manos de sus subalternos. Se encerró en su despacho y pateó una papelera repetidas veces, hasta llenar de virutas de lápiz la cara alfombra isabelina. Preguntó por la llegada del técnico asomado a la puerta cada minuto hasta tomarse un té y encender la gran pantalla tras su sillón para sintonizar un programa de dibujos tras bajar el volumen hasta el mínimo.

continuará

sábado, 14 de agosto de 2010

FOTO FIJA.

Saltó el flash y con él todas las realidades imaginadas por Heriberto. Retratado para la posteridad, en el puñado de píxeles quedaron grabados su perfecto flequillo, su porte de galán, y sencilla a la par que costosa camisa y sus ademanes de estrella.

Pero no hay nada completo en este mundo, salvo los parkings en hora punta.

Esa sonrisa bobalicona, llena de dientes, como si estuviese en pleno descenso de una montaña rusa infantil y se sintiera aterrado por la velocidad y a la vez abochornado de experimentar un peligro ridículo ante las miradas de los padres de sus acompañantes. Es para que usted se haga una idea. Una sonrisa pintada, de mentira, oiga, con ganas, pero nadie lo diría. Un gesto captado de forma traicionera. Antes se revelaban las fotografías y, con algo de suerte, les perdías el rastro, o las podías pasar muy rápido en un álbum familiar. Incluso se podían perder accidentalmente, como esa foto en blanco y negro hecha en el instituto y que lleva perdiéndose, limpieza tras limpieza, en el fondo del mismo cajón. Ahora no. A las dos horas cuarenta minutos una hermana gemela, puesto que se reproducen de manera asexuada, colgaba en uno de esos sitios en internet de perfiles y frentes, lleno de conocidos y tertulianos, en los que se exaltan triunfos y se callan vergüenzas. Y a las dos horas cuarenta y dos minutos se vió. La fotocopia no había trastocado su rictus. Y fijándose en el monitor sus ojos le parecieron dos canicas en el fondo de un agujero.

Tomó aquella noche una determinación, tal y como deben tomarse. Exaltado, revuelto entre las sábanas, jurando y perjurando para caer dormido a los veinte minutos, con la idea aún zozobrando a la deriva de los sueños.

Desde ese día no sonrió más.

Al principio no fue mal. Un tipo circunspecto no desentona en ningún ambiente. Cariacontecido asistía a reuniones de trabajo, a charlas de pareja y a compras de pan para desayunos, almuerzo, merienda y alguna cena. Todos creyeron que había madurado, claro, llegado a cierta edad no se permite ir a los individuos decentes sonriéndole a la calle como si se la quisieran camelar.

Ascendió. Le ofrecieron una cátedra. Formó parte de una lista electoral, en el número ciento tres, de acuerdo, pero su nombre aparecía en las papeletas de voto. Fue fotografiado en ocasión de un congreso de su partido y no se le ocurrió sonreír. Su imagen le hizo ganar muchos puntos, parecía meditar lo mejor para su ciudad.

La culpa del desenlace la tuvo aquel caricato televisivo, uno medio calvo con mohines trasnochados y cierta inclinación por la imitación de tartamudos. Contó algo de un piano, un caballo, una señora y un cura. Y como suele decirse en términos populares, se tuvo que reír. Enseguida notó un cierto crujido y aprovechando uno de tantos espacios publicitarios fue a observarse al espejo del baño. La grieta recorría las comisuras hasta los lóbulos. No era muy grave, era como pintura saltada. Intentó arreglarlo con una crema de su señora y no quedó mal. Tras el siguiente desayuno la cosa fue a más. No era nada truculento, descuiden los aprensivos, era como un cuero cuarteado, como si acostumbrado a una postura frente al sol lo hubiesen llevado al fresco y lo hubieran doblado. Probó durante el día a cubrirse las mejillas con las manos en señal de atención con tintes escolares de niño aplicado. Recibió visitas a contraluz y en otros momentos fue esquivo.

Quizás en el primer momento una visita hospitalaria lo habría resuelto. Ahora temía las reprimendas de su médico y su mujer, en ese orden. Primero la seriedad, luego estar ilocalizable. Ella se pensó lo peor, como es costumbre en estos casos. No pudo posar de lado para la prensa local. Puso perdido el escritorio de caoba con restos de piel reseca. Como también suele decirse en círculos mundanos, vamos, un plan.

Todo fueron desgracias sobrevenidas. A punto de convertirse en ermitaño lo puso en conocimiento de su esposa, después de explicarle de tres maneras distintas su lugar de pernoctación aquellos días obtusos. Entró a la clínica privada por la puerta de atrás. El médico lo hizo pasar sin darle tiempo a terminar de desenroscar las bombillas de la sala de espera. El lo miró asustado, como cuando no se sabe lo que se tiene roto en el cuerpo y siempre se espera que sea lo peor, incluso que vaya a más.
Con la tranquilidad de un profesional, extrajo de una cajonera un sencillo cepillo de cerda blanda. Lo pasó por los pómulos, las quijadas y esa parte que da sombra cuando pierdes kilos. Cascaritas. Debajo, piel lozana, aunque algo gris.
El doctor le aconsejó dejarse de mandangas, como se suele decir fuera de círculos profesionales. En su opinión la falta de sonrisa llevaba a esas consecuencias, e incluso peores. La pena, le dijo, puede llegar muy adentro, es peor que una caries, créame. Como era un profesional sufragado por cuotas mensuales del paciente y con la complicidad de su esposa en dos tardes no consecutivas arreglaron su problema.

Fue en la boda de su prima Puri. El cíclope contratado para atestiguar la presencia de seres queridos, arrejuntados y otros comensales, llegó con la cámara pegada al ojo bueno. Sólo necesitó un segundo para prepararse.Heriberto colgó esa fotografía en el salón de su casa. Una sonrisa perfecta, pero con la boca cerrada. Una caída de párpados que ya quisiera uno de esos actores en blanco y negro con bigotillo fino. Un sex-appeal, un saber estar.

Bueno, para ser francos la colgó por lo acertado de la toma y por que con los trece euros que desembolsó por ella cualquiera la destinaba a encerrarla en un cajón.

Lejos de aquella foto que se pierde todos los años cuando se limpia, por supuesto.

viernes, 30 de julio de 2010

ESTAMPAS ABSURDAS 2.

- ¿No crees que es demasiado pronto?
- ¿Estás dudando ahora?
- ¿Te lo parece?
- ¿Y a tí?
- ¿Podríamos seguir encadenando frases interrogativas sin ciscarnos en el ritmo narrativo?
- Dificilmente.
- No es que dude, compréndeme, es que me parece un paso importante.
- Bueno, te admito que es un inicio de compromiso, pero creo que ha llegado el momento.
- ¿Te importa si me retiro a un soliloquio contemplativo a esa esquina iluminada de manera cenital?
- Lo que quieras antes de engarzar más interrogantes.
- ¡Oh hados! ¡oh destino!
- Disculpa, eso sí, ciñete un poquito a los tiempos modernos y deja un lado ya los clásicos añejos.
- ¡Es que resulta un recurso tan jocoso!
- Anda, haz un monólogo de marcado acento realista, si no es mucho pedir.
- Ella me mira sin ruborizarse y me hace la pregunta que todo hombre teme. Con sus largas pestañas pretende hacer volar toda mi vida con sólo una mirada. Un viejo lobo como yo a merced del compromiso a largo plazo. Atrapado por esa voluptuosa mujer de la que recelo pero a la que deseo encadenarme, si logro que no se me note. Mataría por un bourbon.
- Te ha salido de cine negro.
- ¿Estabas escuchando?
- Hijo, estabas a tres metros y en la misma toma, ¿qué quieres que haga? Anda, sé que no das para más, así que supongo que servirá.
- Mi madre nunca creyó en estas cosas.
- Bueno, eran otros tiempos.
- Prométeme que aunque me obligue a comprometerme, nada cambiará entre nosotros.
- Todo seguirá igual.
- Dime que seguirás aconsejándome, que los sábados serán nuestros. Que no nos miraremos un día como dos desconocidos, que la rutina no será nuestro asesino.
- ¿Te he mentido alguna vez? Calla, ojalá con mi dedo sobre tus labios pudiera borrar la historia con aquel actor de tres al cuarto. No volverá a ocurrir.
- Ya te perdoné una vez.
- ¿Seguro?
- Pero no puedes pretender que olvide lo que me hiciste.
- ¿No más reproches?
- Me tenías con el primer hola.
- Pues anda, firma la tarjeta de socio. Recuerda, tres por dos en películas y juegos de lunes a jueves. Lo que alquiles el sábado se devuelve como muy tarde el lunes a las seis. No te recomendaré más películas de Chuck Norris.
- Pero me seguirás regalando palomitas, porque soy especial, ¿verdad?
- Sí pesado. Anda, no olvides tú número que luego buscarte en el ordenador por el nombre es una lata.
- Me lo tatuaré a fuego en el corazón.
- Oye, a ver si te estás tomando esto del videoclub demasiado a pecho.
- Quita, si ahora soy el hombre más feliz del mundo.

domingo, 4 de julio de 2010

ENLATADOS ( y II )

Mantuvimos acaloradas discusiones, hasta cierto punto estimulantes en lo intelectual, hasta nuestra llegada al lineal del supermercado. Los vecinos de estantería no acogieron con igual comprensión a los recién llegados. Los parlamentos del histriónico congénere hasta altas horas de la madrugada enervaban a los habitantes de las demás conservas. Primero fue un representante berberecho electo, que con suaves palabras nos conminó a observar unas mínimas normas de urbanidad en aquel trance, que perder la compostura no ayudaba a nada y además tenía toda una familia de dieciocho a veinte miembros que se acostaban temprano.

Las buenas palabras sirvieron de poco. Sólo nos vimos minimamente respaldados por la caballa en tomate por afinidad ideológica con el causante de la disputa doméstica. Sobra decir que mi compañero y yo no estábamos satisfechos con la presencia del energúmeno. Ya les he dicho que soy de natural esquivo, y mi amigo no me iba a la zaga, y que no estábamos para entablar amistades, pero a nadie le gustan las constantes visitas con quejas por culpas ajenas. Cierta noche sentimos un tremendo golpe al rato de quedarnos dormidos. La lata presentaba una tremenda hendidura. La caballa nos explicó, siempre en reservado porque no quería airear su relación con los problemáticos vecinos, que con eso forzaban nuestra salida por estar defectuosos, que terminaríamos en un indeseable lugar extramuros, condenados al deshecho.

No tuvo suficiente con la advertencia. Aquella noche fue la más ruidosa, aunque he de decir que su parlamento acerca de la libertad individual y el albedrío no estaba equivocado del todo, pero le perdieron las formas. Salieron a relucir las navajas a la vinagreta y aquello indicó la llegada a un punto de ruptura de las negociaciones. Les aseguramos a los vecinos que lavaríamos los trapos sucios en casa.

Al día siguiente fuimos dos.

No crean que estoy satisfecho de haberme comido a medias a un compañero. Fue un acto en aras de la convivencia; sesgar una vida para calmar las corrientes violentas del pasillo de las conservas.

Pero ustedes no van más allá de los hechos. Cuando uno de sus congéneres abrió la lata, al resguardo de su techo hipotecado, no supo ver más que una lata con dos sardinas y una raspa. Con la tapa abierta nos fuimos amoinando, hicimos viajes al centro comercial como parte de la protesta del indignado estafado por valor de euro quince y se nos negó la posibilidad del descanso eterno.

Ahora, es cierto que en un ambiente más calmado, compartimos nevera de una organización que vela por los derechos de los consumidores con una rana moribunda en el interior de un paquete de verdura pre-lavada “ensalada Alegría de la Huerta” y un bote de ketchup agriado de costumbres erráticas. Este nos ha comentado, aunque me consta que no es de fiar pues parece estar siempre resentido, que hasta la vista previa o la inspección del perito puede quedarnos de un año a dieciocho meses.

Claro, uno ya no es el mismo de antes. Es peor. Si antes era ermitaño deberían verme ahora que comparto habitación a la fuerza con un extraño.

¿Por qué les cuento esto último? Su manera de ver las cosas está empezando a ponerme nervioso. Sería una pena y un borrón en el expediente del caso si por accidente se quedara dormido y se ahogase en su propio aceite de girasol parcialmente hidrogenado.

domingo, 27 de junio de 2010

ENLATADOS. ( I )

Lo que voy a relatarle dista bastante de uno de esos cuentos para mamíferos en los que aparecen sonrientes pescaditos en procelosos océanos azul digital. Mi nombre es Cristino, lo que vienen a llamar ustedes en su argot “una sardina”. Y no intenten montarme un titulillo en plan “las aventuras de Cristino el sardino”, que tenemos todos una edad para dejarnos llevar por el recurso fácil de la rima forzada con vistas a ridiculizar un nombre de gran tradición familiar, al menos en mi círculo de parentesco.

En los documentales después del almuerzo habrán visto ustedes bancos de plateados lomos moviéndose como si compartieran una mente. Bueno, pues servidor pertenece al reducido número de ejemplares de la rama ermitaña. Vivo en mi roca sin meterme con nadie, salvo con la pescadilla que reparte propaganda, con la que mantengo un alto ritmo de discusiones semanales sin que por el momento hayamos llegado a las aletas. Uno es bocazas, pero en cuanto la cosa se pone negra toca a retirada dejando al otro con la palabra en la boca. Tengo agallas, sí, pero son para otra cosa. Acudía yo una mañana a la hora del aperitivo trascendiendo mi propia condición marina al reflexionar sobre la vida más allá de la superficie cuando me encontré una aglomeración inusual a la altura de la circunvalación de estrellas marinas. Ya les he comentado que soy de natural esquivo, pero ni el más hermético se puede resistir a desentrañar los motivos de un suceso inusual en la vía pública. Prueben ustedes a mirar hacia una dirección determinada en la puerta de unos grandes almacenes y verán como al rato está rodeado de curiosos oteando la nada.

En eso sucedió la desbandada. Todos parecían haberse dejado la casa por barrer y corrían raudos en distintas direcciones. Cuando aquella red avanzaba para atraparme comprendí el motivo de la comunicación entre ejemplares de la misma especie y la utilidad de enterarse lo que sucede más allá de la entrada de la cueva, bien es verdad que llamar cueva a tres piedras en equilibrio quizás sea demasiado, pero el régimen autoritario de las profundidades no está como para quejarse en público. Fue mal lugar para una epifanía instantánea, encontrándome tras una violenta subida acompañado de congéneres en la cubierta de un bote.

Esto se pondría hematológico y tendente a la casquería si les relato mi paso por la cadena de despiece, baste decir que me encontré sin aletas, escamas y algo más importante, cabeza. Pero conservé el resto del cuerpo, que dado lo que podía haber ocurrido, di por bueno.

Peor fue el acompañamiento. Porque las pobres sardinas para bolsillos pobres viajan en turista. Las latas de caviar van a todo confort en latas de kilo pero oiga, las sardinas arrimaditas de tres en tres. Me tocó compartir vivienda con una sardina esquelética, nerviosa, maniática y desquiciada y con otra, cuyo cuerpo me sonaba de haber compartido una mesa electoral años atrás. Con esta última la relación fue fluida, nos contamos las penas hasta llegar a ese límite en el que la vergüenza no te deja abrirte más ante un extraño, algo curioso al estar con las carnes al aire, pero una cosa es estar desmembrado ante un desconocido y otro quedar desvalido al perder en el intercambio de miserias.

Pero para estas conversaciones tuvimos que aguantar al insportable congénere que las manos de los operarios, ya me explicarán ustedes como soportan que les llamen así, hasta nosotros tenemos nombres científicos de base greco-latina, como decía, esas manos repartieron la suerte y quisieron separarme de mi amigo por conveniencia, conciliación democrática y proximidad geográfica, por ese intransigente empeñado en culpar de la captura al gobierno de turno, convencido de que por lanzar soflamas revolucionarias nada peor le podía pasar que estar flotando en aceite a jornada completa.

Continuará.

viernes, 11 de junio de 2010

ESTAMPAS ABSURDAS.

- Anestesista tenías que ser –le dijo el personaje femenino al masculino en plena deconstrucción inconexa.
- Porque no me cogieron para antenista. –dijo él al sentir que le tocaba.
- Eres muy aburrido.
- Como no me lo digas entre exclamaciones no me va a entrar en la cabeza, ya me conoces.
- ¡Eres un soso!
- Ya puedo ofenderme por esa opinión que me retrata y que me asusta afrontar.
- ¿Ves?, ese es el problema, diseccionas, comparas, relativizas, adoctrinas y al final, ¿qué?, otra tarde de bronca sin bronca.
- Pero mujer...
- Ni mujer ni hombre –calló, temiendo descubrir su secreto y que dejara de ser secreto. Y suyo.
- No, digo que esto va a parecer un sainete.
- Ni sainetes ni peinetas. No podemos seguir así.
- O en el peor de los casos un número de vodevil.
- ¿Tengo pinta de vicetiple?
- Hombre, con esos tacones...
- ¡Vaya, ahora son mis tacones! ¡ahora la culpa de todo la van a tener los tacones!
- Eso y las plumas. Y la diadema en otro color podía pasar, pero es que brilla tanto que la veo desde ayer.
- Que ya es ver...¿en serio crees que me he pasado con estas pintas?
- No no no...bueno, no para ser starlette. Para administrativa quizás, pero vas propia para la farándula.
- Así que no vamos a discutir aunque salga a la calle con esta facha.
- Hombre, discutir, si al final vas a seguir pensando lo mismo, discutir es una pérdida de tiempo. Y a lo peor me acabo convenciendo a mí mismo de lo contrario.
- No sería la primera vez.
- No sería, no.
- Creo que...
- No lo digas, ¡te suplico que no lo digas!
- Creo que vamos a tener que dejarlo.
- Creí que me ibas a llamar soso. Sí, vamos a tener que dejarlo, lo supe desde el momento que te conocí.
- ¿Hará cinco minutos?
- O menos. O siete.
- Compréndelo, es por ti, una afamada artista de variedades y un anestesista...
- Siempre quise ser antenista.
- Quizás no es tarde, podrías intentarlo...
- Si ahora va todo por satélite. Sólo me queda dormir a moribundos.
- ¡Qué vida esta!
- Quita quita, para que sea otra, de esta nos sabemos las reglas.
- Entonces, esto es un adiós.
- Sí, seguiré buscando la calle Trinchamuelles yo solo, siento haberla molestado.
- ¿Ahora me hablas de usted?
- ¿No hemos roto?, pues eso.
- Pero yo nunca te olvidé.
- No te dejé tiempo.
- ¿Ves? Ya estamos, es que no se puede discutir contigo.
- Ahora, si me disculpa, tengo una cita con el destino.
- Antes de marcharse, ¿puedo hacerle una pregunta?
- Dígame.
- ¿Esto no será un trasunto de guión más sesudo, de personajes planos acunados por el absurdo, inmersos en una vida que no comprenden?
- No creo. El autor no da para tanto.
- Ya...
- Si acaso, por casualidad...pero a sabiendas no. Vamos, no creo.
- Siempre te recordaré.
- Y yo siempre fingiré haberte olvidado.
- Buenas noches.
- Adiós, vicetiple de mi páncreas.


Telón. Ahora es cuando usted aplaude o jura odio eterno al autor.

viernes, 28 de mayo de 2010

PIANISSIMO. SONATA INTERRUPTUS. ( y II )

Siete coches oscuros estacionaron frente al teatro, siete formando en la plaza los rayos de un sol negro. De cada uno de ellos siete sicarios bajaron a la par, veinticuatro pares de botas en una baile ofensivo. Todos iguales y distintos, todos a juegos con sus monturas. Todos con rostros inexistentes bajo extraños pero familiares sombreros. La corriente de aire viciado penetró a través de las lujosas puertas, inmovilizando a los curiosos, deteniendo a los responsables del teatro. Cuarenta y ocho hombres entraron como uno solo, agriando las dulces notas, contrarrestando el mágico fluir de notas con sus absorventes abrigos oscuros. El último de ellos avanzó por el pasillo central del patio de butacas , marchitando los abigarrados detalles tejidos en la tela como si incendiara una rosaleda.

El maestro recuperó su nariz, recogiendo una sensación extraña en el ambiente, ozono quemado por la estática de una tormenta. Su última nota quedó en suspenso, implorando ser continuada con la siguiente tecla. El último hombre, si así se le podía llamar, alzó un poco la mirada, lo suficiente para que la luz de las candilejas se estrellara contra sus gafillas redondas, pareciendo sus ojos dos enormes aberturas incandescentes.

- Siento interrumpirle –sus palabras arrastraban un extraño acento, común a todas las lenguas pero incapaz de ser ubicado – Debo solicitarle que interrumpa el concierto.
- ¿A qué viene esto? –preguntó encendido a horcajadas sobre el banco -¿qué tipo de burla pretende llevar a cabo?
- Señor Drovack, su música es conmovedora, sin duda. Tan hermosa que nos ha hecho presentarnos aquí esta noche.
- Debería adquirir una entrada, como todo el mundo – buscó la complicidad el antes embelesado público, pero este, apartado de los invasores como si aquellos bustos pudieran envenenarles, guardó silencio sin carrasperas.
- No lo entiende. Su interpretación estaba dejando al descubierto lo áspero de este mundo, la imperfección intrínseca, la desnutrición espiritual de este mundo gastado.
- Extraña manera de alabar mi interpretación. ¿Espera por ella que se lo agradezca?
- Espero que me acompañe, señor Drovack. Y espero que, para ello, no tenga que dañarle.

Su intención era inquebrantable. Temió en ese momento haber incumplido algún tipo de ley o reglamento, sin embargo la presencia de aquel extraño personal, en tan alto número, resultaría inconcebible incluso en la escena de un terrible crimen.

- ¿Qué sería de todos ellos mañana al despertar? ¿Qué ánimo tendrían para emprender un nuevo día? ¿Cómo remediaría su añoranza por sus notas?
- Podrían volver a la función de mañana...
- ¿Cuántos oídos podría atender? ¿Y cuando mañana en reuniones, en el mercado, en casa de familiares, su talento corriera de boca en boca? Señor Drovack, deja usted en evidencia la obra magna. El daño que podría ocasionar podría ser irreparable para muchos durante muchos años. Nada de lo que pudieran mostrarles a esos despiertos le alcanzaría en belleza. Por tanto, y antes de que sea tarde, venga con nosotros.

Bajó del escenario. Su chaqueta caía hacia delante, con desequilibrio. Un mechón de cabello cano caía sobre su frente. La fila de extraños sin invitación conservó la posición mientras salvaba el desnivel del patio de butacas. Justo a la mitad todos giraron, quedando el maestro y el último hombre a la mitad de la comitiva.

Con esta extraña procesión el maestro Drovack abandonó el teatro en la noche de su debút. Sin recibir su parte de aplausos.

- Disculpen este curioso episodio – el retrato de arreglo de barbería volvió al escenario sin que la niebla de la estupefacción se hubiera retirado. -Tras este extraño incidente seguimos con nuestro programa. El veterano intérprete Louis Grandeé ahora nos ofrecerá una distinguida pieza de Giuseppe Da´Fone, que espero sea de su agrado.

El maestro fue introducido, sin mediar la violencia, en uno de los vehículos al son de los primeros arreglos en el interior. Llevaba las manos cruzadas ante él, aún dispuestas a acabar la pieza. La comitiva pronto desapareció por las calles empedradas sin que nadie supiera decir en dirección a dónde.

Louis Grandeé no carecía de talento. Otro talento especial, si así quieren verlo. Embarcó al público en extraños compases, no desagradables, pero en parte carentes de acordes. Los espectadores pestañearon. Las damas casaderas buscaron pretendiente en el palco vecino. Un trotamundos con frac buscó a un incauto para proponerle un trato que debía parecer idea del abordado. Otro hizo ganas para carraspear en el momento idóneo.

Jorge Drovack pronto no fue más que un sueño de esos que se olvidan al despertar.

domingo, 16 de mayo de 2010

PIANISSIMO. SONATA INTERRUPTUS. ( I )

Algunos aprovecharon para toser, carraspear y fingirse gravemente afectados de una rara enfermedad pulmonar, dolencia esta vista con buenos ojos por las altas clases, otorgando a los señores un aire grave y circunspecto y a las damas un tamiz delicado. Por el tono y duración de las carrasperas los más rezagados se reconocieron en los palcos y se dirigieron una educada inclinación de cabeza, felices de haber dejado constancia de su presencia.

- ¿Y no está usted nervioso? –preguntó un azorado viejecito luchando con el contrapeso del telón como si atrapara una ballena de opereta.
- ¿Habría de estarlo? Mi actuación es puro relleno. –aseguró el interprete sin que las sus propias palabras calaran en su determinación.
- Míreme a mí, estoy en bambalinas y temo un día de estos salir al escenario por accidente.

El interprete no atendió demasiado a las palabras de un viejecito que ya levitaba un par de palmos sobre las tablas. Se atusó el crespado pelo y se aseguró el chaqué frente a un espejo. No sabían lo que les esperaba.

- Bienvenidos a esta velada lírica –introdujo un elegante presentador recién salido de la etiqueta de una botella de masaje para después del afeitado –en primer lugar tendremos ocasión de oír al fantástico pianista Jorge Drovack, que va a interpretarnos una espléndida pieza del maestro compositor Varsh Tooban.

Un cauteloso aplauso en la penumbra de la sala de conciertos. Los asistentes reservaban las palmas para las grandes figuras reservadas para la parte final del recital. Alguien llegó tarde al turno de carraspera y fue amonestado con severidad por parte del cabeceo de un vecino de butaca, azorado por la falta de respeto a los tiempos establecidos.

Con paso de conquistador en plena inspección de nuevos territorios ocupó las tablas Drovack, ufano, el taconeo frente al piano fue sentido incluso en una humilde taberna al otro lado de la plaza. Los ocupados con el galanteo inter-palcos enmudecieron. Su talento empezó a emanar como un halo de gas inflamable e invisible. Los hombres allí presentes deseaban charlar con él compartiendo una copa y las engalanadas damas habían descubierto su amor platónico de aquella noche.

El banco se plegó a sus exigencias y el piano fue perdiendo envergadura, no midiendo más que una pitillera lacada cuando el maestro, ojos cerrados sonrisa segura, estiró sus experimentadas falanges en el campo de teclas.

Sus cerebros no habían experimentado nunca tales compases.

Las lágrimas aparecieron en los ojos de todos no bien hubo acabado el compás introductorio. Las cuerdas del piano, estremecidas en su belleza, extendieron su longitud, un delicado alambre de espino contorsionado alrededor de sus almas con la fuerza justa como para no derrumbarlos. Los trinos de la mañana se asemejaron a piedras cayendo, el cauce cristalino de los ríos tornó en vulgar sumidero de callejón. Los matrimonios se apretaron en el espacio y los solteros y casaderas buscaron compañía, desafiando las leyes del reparto de sexos sin que aquello les produjera sonrojo. Todos flotaron más alto que el viejecito abrazado a la cuerda, convertido en bello bailarín ejecutando cabriolas aéreas. Desapareció la espina dorsal de Drovack, su cabeza, su paquete intestinal. Sólo sus brazos y manos, convertidas en instrumentos certeros, veloces y delicadas a un tiempo, derritiendo el piano con el tacto.


Tal fue su belleza infinita que poco tardó en llegar a oídos equivocados.

(Concluirá)

jueves, 22 de abril de 2010

ENSEÑANZAS DE PATIO.

El balón subió alto, por un momento creímos que iba a saltar la reja y acabaría en el aparcamiento. Todos aguantamos la respiración pero al final bajó, botó muy fuerte y dio otro salto más pequeño. Acabó en un charco, no quería mojarme los zapatos, pero el otro niño, ese rubio con pecas que sacaba los dientes, se la iba a llevar. Ya perdíamos catorce diez, tantos goles en el fútbol de recreo el normal, el campo es chico, casi llegas de un lado a otro en dos saltos. Así que no podía dejarle irse con el balón, porque seguro que marcaba, se ponía chulo y se reía. Entonces metí la pierna y me llevé el balón. Yo ya corría para la portería y el otro niño de mi equipo, uno con el flequillo por las cejas, levantaba la mano y me la pedía corriendo por la banda. Entonces oí al otro niño, al tonto de las pecas, chillar y decir palabrotas.

- ¡Ha sido falta guarro!
- De eso nada, que le he dado a la pelota.
- No se puede jugar contigo –dijo entonces el compañero de equipo.

Éramos cinco, el portero jugaba por los dos equipos. El balón no era redondo, era una botella de batido de plástico. Sólo jugábamos en un área, porque la otra estaba llena de agua por la lluvia. Pero aquello nos parecía la final de la champions.

- Que te has tirado –dije, aunque al principio tuve un poco de miedo.
- Di que sí, que yo lo he visto –mi compañero de equipo había llegado, el partido estaba parado. El portero puso los brazos en jarra y se fue a mirar las hormigas desfilando por el poste.

Entonces vi que se agachó, estaba al lado del pasillo de guijarros y cogió un puñado. A lo mejor me los tiraba. O a lo mejor me los hacía comer. Entonces me acordé de mi madre y de mi padre. Y antes de que me pegara lo cogí por las solapas.

- Mira ,eres un tonto, y ni yo tengo tiempo de discutirlo ni tú cerebro para entenderlo.- Se lo había oído a un vaquero en una película y después mi hermano se lo dijo a un amigo por teléfono. Era una frase muy chula, de valiente.

Debió cagarse de miedo. Soltó las piedrecitas, le dijo al compañero de equipo que se iba y saltó la valla del colegio, porque era por la tarde y no había clases. Entonces nos quedamos tres en el patio.

- Has sido muy valiente –me dijo el niño del flequillo.
- No quería pegarle.
- Oye, ¿seguimos con el partido?
- Yo sigo de portero –dijo el otro niño –así me muevo menos.

Ese día me enseñó algunas cosas. La primera, no enfades a un tonto en público, porque tendrás a un tonto enfadado. Me lo crucé algunos días después y me miró de una manera que volví a casa y no salí en todo el fin de semana. También aprendí a no dejar la cartera junto a la portería, en un balonazo el teléfono móvil se hizo tres pedazos.

Lo último que aprendí fue a no meterme en los charcos, como decía mi madre. Llegué a la reunión de ventas con los zapatos embarrados y los bajos de los pantalones empapados. Los clientes no lo entendieron y creo que por eso no conseguí que aceptaran las condiciones de compra.

Por lo menos mi jefe no me mandó a casa con una nota para mis padres.

miércoles, 31 de marzo de 2010

PODEROSOS PROGENITORES.

Llegó a casa con el alma a los pies. Detrás, arrastrándose como un perro vago y sin patas, limpiaba el suelo una mochila de alegres colores repleta de hojas versando las vidas y milagros de gente mayor o desaparecida en su cruenta lucha por dos palmos de terreno, diferencias en la decoración de la insignia patria, retratos disparejos de dioses o por manejar billetes.

Todo eso resultaba complicado para la pequeña cabeza de el chaval. Querían introducirle cosas de mayores cuando era más proclive a creer en otros héroes de papel, esos de alegres colores tramados, luchando siempre con genios del mal o monstruosidades. Pero no sólo ese peso de conocimientos vanos acarreaba ese día. Un malencarado mocoso le había dicho en el patio que sus padres eran unos mindundis perdedores, que el suyo tenía dos barcos a pedales y algunas fantasías más de un chico que probablemente merendaría pan duro a juzgar por la caída en el elástico de sus calcetines.

Pero eran averigüaciones complejas para alguien acostumbrado a gobernar sobre sus muñecos de plástico y a mirar el reloj de cuando en cuando a la espera del programa infantil. Tenía que demostrar, primero a él mismo y luego a ese tontorrón del patio que sus padres tenían algo especial. Y no le valía con que le alimentaran, le dieran un techo, un beso de buenas noches y otros regalos no fungibles apreciados sólo con la edad. No. Algo debían tener.
Aprovechando su pertenencia a la generación etiquetada como “la del llavero” por cuestiones de comodidad informativa, aprovechó la tarde rebuscando en casa, sin más ojos curiosos que los suyos, en busca de una respuesta indeterminada. Un algo.

Y vamos si lo encontró. En el ropero de su madre para más señas. Sabiendo que no debía mirar, que a saber lo que escondían aquellas puertas vetadas a la curiosidad, se fijó en una primorosa tela roja pegada a un lateral, como tímida. Un vestido muy corto, rojo incandescente. Lo sostuvo frente a sí, la tela gravitando a poca distancia del suelo. Abrió cada vez más los ojos, se mordió las uñas y su pequeña cabeza llegó a una teoría, sin saber el significado de esa palabra, que debía comprobar.

Entre las ropas del padre, apartando cajas de puros y calzones, encontró la pieza final del puzzle. Depositó en la cama de matrimonio las extrañas prendas halladas: el corto vestido rojo y esos calzoncillos tan pequeñitos tapizados con piel de tigre. Los guardó de nuevo, habiendo sido examinados y grabados como aguafuerte en el museo de su cerebro, respetando el status-quo. O al menos intentando que la manipulación no cantara la Traviata.

Sus padres eran superhéroes y esos eran sus disfraces, sus trajes y adminículos para combatir el mal. Los imaginó batallando por la ciudad, por planetas dibujados con lápices de cera, contra monstruos de tres ojos, librando el mundo de la tiranía. Y aunque en su cabeza una leve luz de cuarenta vatios le indicó la posibilidad de que ambos pasaran algo de frío en estas luchas si en algún caso se internaban en el interior, cerca de la sierra, supo enseguida desembarazarse de ideas contrarias a lo estupendo del hallazgo.

Los miró con expectación durante la cena. Estaba convencido, cuando él fuera a la cama papá y mamá saldrían a luchar por el bien.

Ambos lo miraron. Calcularon cuánto le quedaba al pequeño para dormirse.

Entonces se irían a la cama. A pasárselo bien.

viernes, 19 de marzo de 2010

SEA COMO SEA ( Acto Segundo )

Por señas, para no perder el pie de la frase, me pidió volver a encender la luz. Y así lo hice. Se esperaba el nudo.

– Se ha puesto buena tarde.
– ¡A eso me refiero! ¿Porqué usa esa frase?¿Porqué no otra? No se enfada usted con este abordaje al que le someto. Yo si me enfadaría. Y sin embargo ahí está, aguantado de manera estoica.
– A decir verdad tengo el botón del ascensor quemado de llamar, la escena se me antoja dificil de digerir.
– Yo no haría eso. Y a eso me refiero. No ven ustedes, esos que no son yo, que actuando como actúan, pensando como piensan, ¡andando como andan! Amando a quien aman y odiando a los que odian, no ven ustedes que yo sufro.
– Ande ande, no sufra usted por los demás, ya le advierto que los demás no sufren por usted.
– Incluso su falta de tacto, que debería enfadarme, me provoca curiosidad. No puedo ser de otra manera como soy en el día a día, pero aún así los veo a ustedes y me pregunto ¿estaré errado?¿Será mi camino pedregoso el indicado o debí doblar a la izquierda al comenzar?

Algún vecino improvisó un palco abriendo la puerta de casa y colocando una silla de la cocina. Las poleas arrastraban la salvación hasta mi piso y no veía la hora de llegar a la calle, salir por el portal y advertir con la mirada a todo el que me cruzara que vivía con un loco. En este sainete se respiraba ambiente de desenlace.

– Me asustan porque no les comprendo. Porque no me dejan ustedes ver los motivos de lo que hacen. Me asusta estar equivocado. ¿Porqué no informan los gobiernos de estas cosas? Miles de millones gastados en absurdas campañas y ni un mísero doblón gastado para advertirnos de como debemos ser. Necesito un asidero. Un asidero, ¿entiende?

La señora del quinto izquierda entonó por lo bajo un coro dramático muy sentido, al menos en la superficie, que redondeó el asunto. El cartero que escalaba por la escalera se maldijo por no traer lanza y servir como figurante al fondo del escenario. El rellano callaba y esperaba mi respuesta.

– Pues haga usted lo que dice la tele. Siempre, ante la duda, lo que diga la tele. Se ahorrará la pena, el llanto y el sufrir. ¿Para qué cree que está ese futil invento? Con ella aprenderá a ser usted como los demás, y desaparecerán la zozobra y la intranquilidad; el saber que hace lo correcto le tranquilizará.
– ¿Sólo debo ser como dicen que sea?
– Claro.
– ¿Y con eso desaparecerá este resquemor de mi alma?
– Puedo asegurarlo.
– ¿Y esa carraspera mañanera?
– Eso debería vérselo un médico.
– Pero no tendré que preocuparme más de como debo ser.
– ¿Acaso no lo hacemos todos!

Brotaron los aleluyas de las puertas próximas. Subieron vecinos de pisos inferiores con canastos de bellas flores que fueron arrojando de forma grácil sobre el hombro. Un grupo de rudos albañiles dejaron sus herramientas en la azotea y formaron un grupo de voces graves. La falta de caballos y jinetes no desmerecieron en absoluto la representación.

Introducido en el ascensor pulsé el botón del primer piso. Allí un tipo extraño al que nunca había visto nadie descansaba sobre el vértice de la cabina, pasando de un lado a otro las llaves de su llavero raso.

– Vaya vecindario ¿eh? -le pregunté
– A mí me lo va a contar, a mí, que los creé a todos.

Y con ello salté de un teatro de vecinos a un diálogo con el creador. Pero eso ya será para otro día, que ya es tarde y usted tendrá cosas que hacer.

Telón.

jueves, 4 de marzo de 2010

SEA COMO SEA. ( Acto Primero )

Los cohabitantes de inmuebles mantienen la sana costumbre de cruzarse de cuando en cuando para interesarse por las penas ajenas y ver así satisfecha la sensación de ser más afortunado que el prójimo. Entonan en esas ocasiones atávicos cánticos de mutuo acuerdo, estableciendo la paz entre esterillas de entrada y el correcto funcionamiento de instalaciones comunes. Y claro está, no faltará ese vecino que asome el pescuezo sólo farfullar lo ruinoso del inmueble.

Hemos acordado esos procedimientos para sentirnos a gusto. Todos sabemos a lo que atenernos, no es necesario estudiar la lección antes de salir de casa y con todo ello la intranquilidad propia de mezclarse con el extraño queda rebajada como el alcohol en un bar de esquina cualquiera.

Pues esto hay personas a las que no se le mete en la cabeza.

Su carácter era escorado en días impares y se convertía en huraño el resto de cuadraditos del almanaque. Por eso era extraño cruzarse con él y recibir un vocablo articulado más allá de un desganado gruñido cavernario. Aquella mañana encontré chispitas de bengalas en sus ojos, y no vaya a creer que soy de esos que va mirando a las pupilas al personal. Las palabras colgaban de sus labios fruncidos como verdes ramas de un jardín cautivo. Y al ascensor le dio por saludar a cada piso, las máquinas también tienen sus jornadas sociables.

Yo sólo le dí los buenos días. Pero se los dí como suelen darse, prestándolos para que te los devuelvan al instante.

Ordenado él me miró de arriba a abajo, como queriéndome comprar. Dio un paso atrás para colocarse bajo el plafón luminoso y viéndose aún fuera de foco, añadió otro más hasta estar en mitad del escenario.

– ¿Le importa encender la luz? -preguntó timorato.
– Para eso están los interruptores -contesté en un brote de palabras inútiles por lo sabido del tema de la electricidad a nivel cotidiano.
– Gracias, es que lo que debo decirle lucirá mejor si creamos un poco de ambiente.

Con un dedo cualquiera en la placa del interruptor temí que me pidiera en matrimonio. No estaba preparado para el compromiso con un vecino, ¡incluso evitaba las reuniones en el portal para no verme en estos bretes! Noté como el ascensor rascaba en lo profundo del segundo piso. Tardaría días en llegar.

Y el vecino en pleno brote de ansia comunicativa.

– ¿Porqué usted no es como yo? -lanzó sin usar una salva previa de comentarios al uso sin más relevancia.
– No le comprendo. Claro que soy como usted. Un vecino. Un inqulino de inmueble, uno de tantos que pueblan la ancha geografía patria - palabras brotaban sin filtro mientras volvía a pulsar el botón de llamada del fastidioso elevador.
– ¿Donde nació usted?
– Pues dos portales más abajo, he viajado mucho estos años como ve.
– ¿Y porqué no nació usted en mi pueblo?
– Si lo hubiera sabido no me habría costado mucho...eso sí, quizás a mi santa madre le habría molestado el traslado.
– ¿Porqué usted tiene las cejas como así? - dijo trazando en el aire dos trayectorias parabólicas que mucho se distanciaban con lo recortado de mis preciosas cejas.
– No me las corto ni nada, me venían así. Otra de las cosas de mis padres, supongo.
– ¿Y porqué vota usted a quien vota?
– No si yo no uso de eso.
– ¿Y porqué no vota?
– Siempre cae en domingo y me da pereza. Pero bueno – me enfadé de manera cortés - ¿a qué viene este interrogatorio de rellano a estas horas y a estos minutos?
– ¿No ve usted? -declamó arrodillando el alma -¿no ve usted, repito pues la precisión del narrador ha cortado la pregunta, no ve usted que me hace dudar de si soy lo que soy y soy bien hecho?

Sincronizada con el parlamento, la luz bajó. Faltaron aplausos y telón, pero debía ser teatro moderno que tan bien considerado está y tan poco se entiende.

( concluirá )

viernes, 19 de febrero de 2010

LO QUE OYES.

Un pequeño tumulto, susceptible en otro tiempo de ser considerado delictivo y conspirador, se reunía en torno a un señor incierto, náufrago en un océano de cabezas con tendencia a la marejada. Gran estupor acompañaba como banda sonora a la concentración autónoma, si bien es cierto que la ausencia del ejercicio de subir las manos a la cabeza profería a la escena un carácter tranquilo y apacible. Mi curiosidad venció a mi reticencia a la mezcla con mis semejantes y me vi internado entre conciudadanos anónimos a los que, con seguridad, ya había visto en alguna parada de autobús. Vi entonces a un hombre menudo tocado con un ralo bigote, un señor de calva iridiscente; un halo casi mesiánico sin resultar blasfemo por su parte. Con mirada lánguida propia de mártires recibía con disimulado desinterés las consultas de los allí reunidos. Junto a un señor con traje de tergal que vigilaba su cartera y a su vez la de un señor con camisa de rayas, una señora se adelantó, vibrante y dubitativa al epicentro del pausado tumulto. Y allí, postrada en hinojos en una sinfonía de quejumbrosas articulaciones, con la mirada desvaída y con la fe en las pestañas, acercóse al trasunto de santo y con las palmas hacia arriba y los dolores hacia atrás, profirió un sentido "dime, dime".

En un acto coreografiado de manera súbita los allí presentes atrasaron un pie, escondieron la testa y contemplaron como aquel hombrecillo se adelantaba unos pasos para agacharse, si bien no era muy necesario, ante aquella sufridora. Entonces susurró algo a su oido. Ella abrió sus ojos hasta constatar que no era capaz de abrirlos más sin sufrir secuelas posteriores, por otro lado las secuelas más comunes. Ella se levantó con la barbilla arrugada y con la voz rota. Se disolvió entre el gentío en agradecido silencio.

Un señor lo bastante mayor para salir solo a la calle se acercó, y disculpándose por sus dolores intrínsecos y de articulaciones, declinó declinarse y sólo flexionó una de las rodillas. Así, todo un señor hecho y derecho asistía torcido a las palabras de aquel adorable desconocido. Olvidando sus padecimientos trotó por la acera no bien había terminado aquellos secretos a susurros, aquellas palabras escondidas a pleno día, por lo que a la comitiva pareció sus achaques no eran más que achaques.

Uno tras otro, en desordenada fila ibérica, se fueron acercando al susurrador de ojos apagados. Sin alharacas ni trinos uno a uno fueron abandonando el lugar, colmada su curiosidad y acrecentando la mía. Tras de mí pocos esperaban, pues cercana era la hora de la retransmisión balompédica de turno. Al ver partir a un joven tocado de una exultante cabellera, supe la llegada de mi momento.

Me acerqué a él y con total sinceridad le admití "hace tiempo que espero, pero no sé a qué vengo". Él, imitando a un amable peluquero, con su mano me hizo agachar, ladear la cabeza y esperar su parlamento. Su bigote me rozó la oreja. Sentí el aliento tibio.

Escalopendras. Almácigas ronroedras. Palique. ¡Palique! Desidia. Cascabel. Cascabeles. Modorra.

Confusión de espíritu. Lo miré aturdido aún más de lo habitual en mí. Temeroso de juntarme con locos, pues bastante tengo yo con lo mío, procedí a retirarme en silencio mientras él asentía con confiada sabiduría. Los cuadros de la acera eran blancos sucios unos y marrones pringosos otros. Su forma en escalera divirtió mi vista hasta que me sentí alejado de aquel redil de dementes.

Y entonces, a la vuelta de una esquina, un pensamiento con frescor de mentol se insertó por mis oídos para hacer el recorrido completo de intrincados huesecillos y llegó a mi cabeza. Sano y salvo.

Soy una persona maravillosa. Soy una persona maravillosa. No me va a pasar nada. Voy a ser feliz. Voy a ser feliz.

Estaba seguro de que aquello era lo que aquel viejecito con pinta de santo de saldo había querido decirme.

lunes, 18 de enero de 2010

EL HOMBRE CASI BIÓNICO.

Las leyes de la física, la gravedad y todas esas zarandajas que, oidas por el común denominador de los mortales, parecen inventadas por unos señores estudiosos para conseguir becas, premios, aparcamientos reservados y fotos en revistas de uso endogámico, esas leyes, existen. Servidor las conocía, pero no las respetaba. Aquella barra de hierro, excusada en el desconocimiento de la realidad circundante y apostillando “al fin y al cabo soy una barra de hierro, metal dúctil con número atómico 26 que me precipito al vacío desde catorce metros como respuesta a un puntapié involuntario y no tengo culpa de nada” se dejó caer cual jugador delicado en mitad de un partido sobre mi brazo. Primero fue el dolor. Miento, eso fue lo segundo. Lo primero fue insultarla. “sabrás poca cosa, pero para arrear no eres manca, maja”. Insulto con clase y ausencia de epítetos malsonantes. Incluso en estas ocasiones no soy partidario de echar mano del recurso facil del lenguaje soez.

Un testigo a su pesar, un individuo del tipo “señor con bigote” y circunscrito en esos instantes en los alrededores del lugar del incidente, con bastante razón, delimitó la zona del impacto al área de la coronilla al observar mi degradación mental evidente. Quise explicarle la falta de epítetos malsonantes a él también. Pero era un transeunte, bastante tuvo con huir a la carrera llamando a la policía cuando me acerqué a él, con el fin de intercambiar puntos de vista sobre la barra de hierro, mi fractura, mi incontinencia mental y la situación del civismo a este lado del Misissippi. No le culpo.

Dos párrafos después me personé en las instalaciones del centro hospitalario más cercano. Me ví obligado a hacerlo, no podía explicar mi dolor por teléfono al servicio técnico de humanos y arreglarme yo mismo en la intimidad de mi garaje. Ese avance en la ciencia aún no ha llegado. Sentado en una de esas lascas de plástico de color enervante que los fabricantes han tenido a bien denominar “silla de sala de espera” compartía mi inquietud por la integridad física con otros doscientos pacientes, cada uno de ellos aquejados de una o varias dolencias elegidas por el destino o por la víctima misma al cabalgar sobre una motocicleta tejiendo punto. En un hospital se ve de todo. Incluso médicos.

Llegó mi turno. Me despedí con emoción de mi vecino de asiento, el mismo testigo de mi accidente, que había sufrido un atropello por un carrito de barrendero en plena huida en busca de las autoridades locales. Nos intercambiamos las fotos de la familia y prometimos llamarnos. No íbamos a hacerlo, el ser humano sabe cuando su semejante lo miente por la espalda. Pero eso de “ya nos veremos” es mucho más cumplido que un “adios” falto de emoción.

Mediante autorización explícita del doctor dueño de su cubículo de dos por tres, permiso efectuado mediante su laringe al gritarme “pase” en un coro de gallos increible al tratarse de una sola palabra, me introduje en la consulta. Una pequeña caja de zapatos guardaba a un facultativo con bigote. Empecé a preguntarme si la profusión de bigotes sería una plaga cuando me ordenó desnudarme. Cual cuadro renacentista me presenté ante el como sólo mi madre y una rubia de Cuenca me habían visto. El galeno se aclaró la voz, contó mis pezones, y con todo correcto, entabló conmigo una sincera conversación.

- A ver, ¿qué le pasa en el brazo? –me diagnosticó con una rapidez sorprendente, sólo fijándose en el descolgamiento de extremidad que me hacía parecer una balanza descompensada incluso a oscuras.
- Una barra de hierro, un incidente desafortunado.
- ¿Le duele si le toco?
- Me duele si me mira, le ruego se ahorre el tacto.
- Bien bien –dijo pensando en los gorriones a juzgar por su inclinación de cabeza –esto va a estar roto.
- Roto sin duda. ¿Tiene arreglo?
- Por supuesto. Podemos hacer varias cosas.
- Bien.
- Sí...
- Por ejemplo...
- Ah, claro, podemos escayolar.
- Eso está demodé –dije haciendo gala de mis gustos por la moda, los movimientos artísticos y demás puñetas superficiales –quizás algo más moderno...
- Un cabestrillo...es muy de esquiador...queda muy bien para las visitas.
- Ya veo, no carece de lógica su argumento...¿hay algún tratamiento más, ultrasecreto, que usted y su institución no quieren revelarme, a pesar de trabajar en esto, debido sin duda a una conspiración a nivel mundial que haría tintar de blanco el pelo del más valeroso hombre?
- No puedo decírselo.
- Por tanto, la hay

No pudo resistirse a mi sagacidad de investigador, cultivada durante tantos años de visionar capítulos a medias de “se ha escrito un crimen” y otros seriales de igual tamaño artístico. Derrumbado cual testigo clave en mitad de un proceso, golpeó con furia su mesa. Descolgó el teléfono y solicitó una nueva, que le fue entregada al instante vía ventana, retirándose la anterior con leves desperfectos. Terminada la mudanza me miró a los ojos. Vencido por su enemigo, me ofreció una nueva solución.

- Podemos instalarle un brazo biónico – dijo, resignado.

Al instante me ví surcando galaxias en pos de la justicia. Desfaciendo entuertos. Deteniendo locomotoras, aniquilando extraterrestres de colores chillones, recibiendo el amor de entregadas doncellas. Cambiando el curso de la historia, defendiendo al inocente, al débil, al desprotegido. Erguido como figura principal de la lucha por la justicia y el orden establecido. Construiría un refugio en un lugar apartado. Sería taciturno, misterioso, opaco al ciudadano. Quizás un sosías por el día, un defensor al caer la noche. Haría frente a un taimado y astuto archienemigo, una mezcla de profesor Moriarty y amenaza venida de las estrellas, una némesis recurrente, odiada y respetada al tiempo. Un héroe, en definitiva.

- Ahora bien. Eso no lo cubre el seguro.

También se puede defender el mundo con una escayola. Y si no, por lo menos los compañeros del trabajo me la firmarían y Gutierrez me dibujaría un órgano sexual masculino en color rojo. Ya saben, no soy partidario de usar epítetos malsonantes.

Y Gutierrez es mucho de dibujar guarrerías.