viernes, 12 de noviembre de 2010

SIN ANTECEDENTES SINTOMÁTICOS. ( 1 de 2 )

Es difícil explicarlo. Empezó como un leve picor, una sensación más enervante que dolorosa. En ese punto entre el paladar y el tímpano que el creador se apresuró al cerrar y dejar incomunicado. A mitad de la tarde las manos me colgaban en los costados y parecía el tercer individuo en el grabado de la evolución, ese que casi se levanta pero se lo pensará unos miles de años más. Las estrellitas delante de los ojos dejaron de ser una novedad al tercer bucle. Mirar a una esquina oscura y mucha paciencia me hizo darme cuenta de que incluso en esa pseudo-alucinación la programación era un refrito. La imagen del espejo chasqueó la lengua y indicándome con la cabeza la puerta me urgió a interesarme por nuestra salud a la clínica más cercana. A lo mejor sólo quería mandarme a la cama, pero ya estuve ingresado de manera voluntaria a los siete años cuando comenzaron a caerse los dientes. Cosa curiosa esa, porque le prometen a uno dinero, ratas en el dormitorio y nuevas piezas, si no sería bastante más trágico.

Gracias a un vecino que partía en busca de aventuras en los aledaños de un polígono industrial cercano pude alcanzar la calle. La puerta del edificio se antojaba pesada, y cuando se le pasa algo por la cabeza es intratable. Una temporada se negó a abrirse a oftalmólogos y repartidores de publicidad. Qué bochorno. Casi flotando sobre la solería urbana asentada sin necesidad de cemento, fui testigo y no había más que oír su tableteo tras los pasos, llegué al seto más próximo. Parecía que volvía del frente. De acuerdo, me sobrepasé en lo dramático, pero ¿qué oportunidades tengo de ponerme estupendo en la vía pública con algún achaque? Además, siempre podía interesarse una patrulla de la autoridad y ahorrarme el taxi. Cuando uno está enfermo siempre coge taxis. Y se recuesta en el asiento de detrás a punto de nombrar heredero al conductor. Sólo a las embarazadas se les saca el pañuelo en coches particulares. En los vehículos de servicio público cobran un extra. Lo pregunté una vez.

Recortado contra la cruz de una farmacia, casi providencial, reconocí la figura de un vecino con el que nunca había cruzado ni medio saludo. Pese a estar entrada la noche de su bolsillo asomaba una pieza de pan y ojeaba el periódico doblado por la mitad. Un chalao o un adelantado a su tiempo. Alzó los brazos al verme pero al internarme yo en la luz de un escaparate con las mercancías tras el cierre, promesa próxima de gasto, torció el gesto y acudió rápido a mi amago de desmayo fingido. Menos mal, había calculado más y la pared de mármol se acercaba demasiado deprisa. Los bancos tienen paredes de mármol. Parecen mausoleos.

Se metió el periódico bajo la camisa y lo sujetó con el cinturón. Está usted enfermo. Que observador. Debí musitar un estertor conmovedor, pues girándose sin soltarme alzó una mano de manera preventiva. Dos travesías, una rotonda y un barrio obrero después al fin coincidió su postura con el paso de un taxi. Me colocó su mano petitoria tras la cabeza para no golpearme, de tal manera que por momentos me sentía detenido, acompañado por los ladridos de un perro inquilino de un patio cercano y al otro momento me sentía como el protegido de una piedad esculpida en pared de banco. El conductor miraba hacia atrás vigilando si me iba a morir y hasta que no se convenció de lo contrario no arrancó. Cosas de la carrera, le oí comentar. No lo entendí demasiado porque yo estaba torciendo el gesto y mirando las luces de la carretera como si las fueran a desmontar aquella noche.

El conductor tuvo a bien dejarnos bajo el alero del hospital. Una rampa para ambulancias teñida de un tono verde jardín con dos señoras en la puerta esperando turno para morderse las uñas. Me apreté muy fuerte el pecho cuando tocó pagar la carrera. Mi vecino llevaba también mandarinas, una se le cayó al pagar y rodando salió del recinto hospitalario. Las mandarinas no son de visitar enfermos. Prefieren llamar después, cuando uno está en casa sin acordarse de haber estado malo. Siempre van a su comodidad.

No vi escenas de prisas, atropellos ni camillero relatando mi raza, color de pelo, grupo sanguíneo y dolencias variadas. Sólo un celador con barba ajustado de manera ergonómica a una silla de cocina apoyada en la pared tras un mostrador forrado en lámina de imitación a madera de nogal. Ahora los mostradores los hacen blancos y se manchan enseguida. Un laminado de madera podía aguantar dos repúblicas y una dictadura sin necesidad de paño alguno. Creyéndome sólo en el dolor arrastré los pies por el pasillo creyendo oír de fondo una música incidental interpretada al violín. Quise entonces caminar aún más despacio y un filtro en la cámara. Apunto estaban de aparecer los créditos cuando se los llevó otro celador empujando una silla de ruedas vacía. La ocupó una señora que no había encontrado taxi en el exterior. El celador llevaba gafas.

Por motivos de su relativo interés, concluirá en la siguiente entrega.

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