sábado, 20 de noviembre de 2010

SIN ANTECEDENTES SINTOMÁTICOS. ( 2 de 2 )

La necesidad de enfermar y esparcir un contagio mortal en la vía pública me había hecho abandonar mi domicilio sin los documentos necesarios y sin afeitar. Por suerte mi desconocido vecino echó mano de picaresca y pellizcando la barra de pan dio un picatoste a un famélico enfermero que aprovechaba su turno de urgencias para sacarse una pasantía de habilitado en clases pasivas. Nos sentamos entre él y una bandeja de gasas esterilizadas y dio tiempo a oírle hablar mucho con cada enfermo que se acercaba a medirse la temperatura.

En un hospital ve uno de todo, de ahí quizás las reticencias a la hora de ir. ¿Y si la enfermedad de uno no está a la altura? ¿Y si te echan en cara estar ocupando un asiento por una dolencia menor? Me agarré el pecho y tosí sin ganas. Mi vecino gritó llamando a un médico hasta que llegó uno a su gusto. Entre tanto un señor con camisa de leñador al otro lado de la sala debió ver peligrar su enfermedad y procedió a toser de forma convulsa. Nos miramos de reojo. A fuerza de toser se puso granate y fue retirado por el equipo médico por no combinar con el asiento. Colores complementarios dijo un enfermero. Y la concurrencia asintió compungida.

Pese a no estar registrado, al evidente histrionismo por mi parte y a la aparición de un señor que no tenía padre y venía en busca de uno a la sala de urgencia entré bastante pronto. Apenas daban las claras del día. Pero no me quejo. Peor hubiera estado en casa. Llega la ambulancia, lo revuelven todo...y si al final no tienes nada, ¿cómo te miraran los pobres trabajadores? Peor si no tienes siquiera nada para darles de cenar. Mi vecino se quedó comentando con un doctor de otra consulta cierta noticia de alcance en el periódico gratuito que sacó de las entrañas de su ropa. Se lo agradecí. ¿Y si el médico no me encontraba nada? ¿Aguantar los reproches, las miradas de suficiencia, los comentarios sesgados al entrar al ascensor?

Cerré la puerta a mis espaldas con temor. Empezaba a sentirme mejor. El olor a analgésico en el ambiente. Y si la gente, como dicen, huele el ambiente y se mejora, por no querer tomar pastillas, ¿no harán ambientadores con perfume a hospital? El médico alzó los hombros, no estaba para márketings a esa hora del turno. Le relaté los síntomas. Me señalé con el dedo la parte afectada por el picor. No tuve estudios, no los quise, y me avergoncé de no saber el nombre de la zona. El le quitó hierro al asunto. Esa parte no tiene nombre, dijo, porque si duele es fatal y ya la cosa va a peor. Debió ver mutar mi semblante porque cogiéndome por los hombros susurró “No se lo diga usted al inspector médico, es mi vecino, no puedo decepcionarle”.

Me hice cargo y todo volvió a la normalidad. La señora que esperaba, olvidada, sobre la camilla, aseguró que una conocida suya tuvo lo mismo y al final tuvieron que amputarle el tendedero ilegal que había construido para su pesar. Pero no es lo mismo, dijo el licenciado médico, aunque cabeceó y puso esos ojos de futuro castigo que tan bien tienen ensayado las madres. Ya no dijo más. La señora, porque el doctor me explicó de manera correcta que debía tratarse de una inflamación de pudor complicada con una bajada en los niveles de estima. De ahí mis temores. Pensó la receta durante unos segundos y prohibió a su madre que se chivara. Estrujándose los sesos estaba cuando mi vecino, muy cauteloso, entró sin llamar y sin dejar de observar las enaguas de la paciente. El médico gritó, yo me lamenté, la señora corrigió su descoque y mi vecino lanzó el periódico por instinto. Agarró una de sus mandarinas, sintiéndose amenazado aún. El médico llegó a tiempo, sujetó su mano y pelando con tiento el fruto, gajo a gajo, me los administró vía oral.

Fue instantáneo. Se me pasó la vergüenza. Le pedí a mi vecino que a su vez pidiera otro taxi. Siempre vuelve uno de estar enfermo a casa en taxi contando que ha estado a pique de un repique y metiéndose con el estado de la sanidad. El doctor me abrazó y dejó en mi bolsillo una receta.

"No salga usted más en pijama a la calle para evitar recaídas."

Por suerte lo leí ya en casa. Qué vergüenza de lo contrario.

En la farmacia no supieron que venderme con aquella receta. Yo opté por unos caramelos de regaliz óptimos, según rezaba su envase, para acabar con el regusto de después de fumar. En ese cajón los tengo, por si un día me da por tirarme al vicio.

Fin. Porque en algún momento había que parar.

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