viernes, 29 de agosto de 2008

FILOTAXI.

El sol vuelve a esconderse, avergonzado de que le vean en la calle a esas horas. Los humanos van saliendo de trabajos y negocios como cuando abres una jaula y el bichito no está muy seguro de salir, no vaya a ser que sea una trampa. Todos van a casa porque en casa son mucho más felices...por eso y porque allí pueden poner los pies sobre la mesa.

Una pareja espera un taxi a la salida del MonstroSuperMarket-con-CinesFresquitosIncorporados-y-varias-Actividades-más-paraDejarse-el-sueldo, al que probablemente usted ya haya ido más de ninguna vez. Es una pareja cualquiera, una de esas parejas de dos personas que a veces se quieren, a veces se soportan y otras veces huelen bien ( o montan en bicicleta, según el día ). Aparece un taxi, con su luz verde, su cartel de libre, su señor dentro, vamos, un taxi completo. La pareja se introduce en la colonia de la casa del señor que constituye su taxi, echan mano de las reglas de buenas costumbres de rigor y le piden que les lleve a casa.

Hombre claro, le dicen la dirección, pero no voy yo a escribirla aquí por si van ustedes a visitar a esta pareja de madrugada solo por molestar.

Todo transcurre respetando las leyes de la normalidad y del espacio tiempo, cosa infrecuente en esta época en la que cada uno hace lo que quiere. El vehículo está dividido en dos por una mampara de mertracrilatos o ese material translúcido que se escribe parecido, y parece que el conductor va dentro de una pecera. La radio habla por hablar, como de costumbre, sin esperar especialmente que alguien le haga caso; pero ella echa sus ocho horitas de trabajo.

Se desencadena la tragedia. La locutora, en uno de sus folios preparados para tal efecto, lee una noticia sobre unos sofistas en el metro. El conductor, viendo que no interrumpe ninguna conversación importante en la parte de atrás, resopla.

-Ya ven ustedes, los sofistas esos.
-Sí sí –responde el él de la pareja, que podría llamarse Manolo.
-Vamos vamos, una vergüenza.
-Pse...-Esteban, sí, mejor que se llame Esteban, lanza un pequeño soplido y observa con mucho interés la tarifa de precios para este año pegada en la ventanilla de atrás.
-A los sofistas esos los arreglaba yo. Intentar cobrar por enseñar lo básico para ser ciudadano.¡Así va todo!
- -es todo lo que se oye en la parte de atrás.
-Sofistas, a mí se me montó una vez un sofista ahí atrás. “Lléveme al centro me dijo”, y se puso ahí detrás a leer. ¡A leer!, ¿se habrá visto cosa igual?
-
-Pero oigan, que los socráticos que vienen de por ahí no son mucho mejores. Yo no sé nada, yo no sé nada dicen. Claro, así, sin saber nada por la vida. –el discurso filosófico del taxista cada vez es más vehemente.

El padre de ella, un señor para más señas, había sido socrático toda la vida. El faltarle al respeto a su corriente era algo que hervía la sangre de ella, a la que no me apetece ponerle nombre. Lanzaba mensajes en morse a su compañero, aún interesado en el coste de llevar dos maletas de Sevilla a Albacete en dos horas.

-Socráticos, por ahí pensando, ya ven. Si es que en este país ya entra todo el mundo. Todo lleno de socráticos. Se van a quedar con todo. Y además, no se vayan ustedes a creer que se esconden, no no no, que van por ahí y les pregunta usted, y te confirman que son socráticos, sin problemas.

La falta de interés de uno y el malestar por parte de padre de la otra parecía no poder pararlo. El chófer miraba de cuando en cuando por el retrovisor, para asegurarse de que los clientes no se habían bajado en marcha.

-A lo mejor al presidente del gobierno le gustaría que se le tirase en plancha un socrático. Vería como no le daba tanta manga ancha. Perdonen, ¿me han dicho por aquí no?,¿dónde les viene bien?
-Aquí mismo, se lo suplico.-retomó la palabra Agustín ( escojo este nombre ya que me gusta menos que los otros ) tras tres kilómetros y un racimo de metros.
-Pues son seis euros diez caballero.

Mariano se apresuró en pagar, tanto que cogió la vuelta con una pierna fuera del vehículo. Su señora esperaba ya en la calle, bolso en ristre, y derritiendo el pavimiento con la mirada. Luís, con gesto bobalicón, se acercó a ella, muy interesado en el desgaste de una moneda de diez céntimos en la palma de su mano.

-¡Mira que no decirle nada!, sabiendo que mi padre es socrático y tú ahí, dejándole que diga de todo.
-Compréndelo cariño...es su taxi...Eso sí, se llega a meter con Platón y entonces es cuando le suelto una fresca al tío...a ver si deja de meterse con los filósofos y se corta las uñas.
-Sí, ahora.

Tomás miró de reojo la calle antes de entrar al portal, por si las moscas aquel señor estaba todavía por allí escuchando.

lunes, 18 de agosto de 2008

RECUERDOS.

Paseaba su cara de acelga cada jueves por el mercado, ponía en el mostrador sus ojeras a vista de todos, vendía al kilo su pesimismo y regalaba manojos de andares arrastrados. Era un tipo que miraba un café y agriaba la leche. Quizás por este carácter no había llegado nunca a las manos.

A decir verdad, había tenido pocas oportunidades de enfrentarse a nadie al no relacionarse mucho.

Pero ya a los cuarentayalgos largos había aprendido a convivir consigo mismo. Paseaba entre los puestos de pescado, con su inconfundible aroma a mar empantanada, cuando un señor vestido de chandal gesticuló al fondo del pasillo. Reconoció enseguida a Luís, compañero del Colegio de los Angustiados, al que bastantes pelos de la coronilla se le habían mudado bajo la nariz. Fue un apretón de manos sincero.

Cumplieron con el decálogo básico de amigos que se reencuentran: preguntar por la familia, que si estás igual, en qué trabajas, si sigues con aquella tipa con la que andabas...alegres de verse el tiempo justo para charlar y despedirse efusivamente, porque algo más de tiempo ya incomoda socialmente.

Con el intercambio de biografías de rigor, Luís, alegre como unas castañuelas a pilas, le soltó la frase fatal: “chico, da recuerdos en casa”, antes de desaparecer por la esquina de las coliflores.

La idea se instaló en la cabeza. Lo tuvo preocupado y algo más ausente de lo normal. Llegó a casa, saludó al portero automático y entró en casa. Su señora nada más verlo, le regañó. Volvió a salir, se limpió los zapatos en el felpudo y pidiendo permiso con curvatura de los hombros y levantamiento de cejas, obtuvo la venia de la autoridad competente.

Tras reñirle por el precio de los tomates, porque las patatas que traían estaban pochas y básicamente encontrándole faltas a todo lo que sacaba de la bolsa, su señora esposa, derrochando la amabilidad de costumbre, le preguntó: “¿cómo es que has tardado tanto hoy?”.Le explicó el encuentro con un viejo compañero de clase, habían charlado un rato y las manecillas del reloj dieron demasiadas vueltas sin permiso. Miró a los ojos a su cónyuge, a su costilla y con media sonrisa en los labios, que no usaba desde sus años mozos, le dijo: “me dijo que te diera recuerdos”.

Y así lo hizo. Le dio casi todos los recuerdos. Empezó por los especialmente malos: aquella excursión de la que volvieron a mitad de camino porque se le antojó a ella, la rabia que le dio no poder ver Eurovisión aquel año que España hizo un papel digno porque a ella se empeñó ver un serial americano malísimo y otros tantos disgustos que en su momento había sabido aguantar con estoicismo y resignación cristiana. Animado por el peso desalojado, siguió con los menos malos. Los buenos modos de su esposa al volver a casa día no día tampoco, el tapiz de cacería de ciervos de encima del sofá, su nula vida bajo las sábanas...Con cada recuerdo se quitaba años y ganaba salud, prestancia y color en el rostro. Siguió dando recuerdos mientras ella reculaba hacía la cocina ante lo extraño de la actitud del que hasta hoy había sido piltrafilla al que mandar a por los recados.

Con ella pegada al lavavajillas, le dio el último recuerdo. El partido de fútbol que no pudo ver porque a la señora se le antojó ir a ver tapicerías de hule para la cafetera, para no comprar ninguna. Se relajó tanto que le pareció flotar a algunos milímetros del suelo.

Se quedó con sus recuerdos indispensables. Una tarde en un jardín a la salida del colegio. Una montaña rusa. Un helado con trozos crujientes...y mucho espacio para salir a la calle y rellenarlo de recuerdos que valieran la pena.

miércoles, 6 de agosto de 2008

COMPAÑERO DESLEAL.

Los años de confianza y las miles de pólizas conseguidas por Sebastián parecían darle derecho a algunas cosas en la sede de Atchung Reseguros, al menos a el mismo le daba esta impresión. Aquella tarde no dudó en abrir la puerta de golpe sin molestarse en llamar. Esos segundos le dejaron un espacio reservado para realizar un “flashback”.

Siguiendo la más añeja tradición, se coronó como emperador de la oficina aquella tarde de miércoles, en la que, con un legajo bajo el sobaco y una sonrisa de raza superior cincelada en la cara, irrumpió en el centro de trabajo. Se acercó a la mesa del jefe de sección haciendo rechinar sus zapatos a propósito: ninguno de los presentes podía perderse aquél momento.

-Mariano, échale un ojo.
-A ver que me trae hoy el “terminator” de los seguros.
-Mira bien, página tres y siguientes.

Mariano, un hombre que nació mayor buscó a tientas su tercer par de gafas de lectura a media distancia mientras no quitaba ojo de los documentos. Sólo leyó el encabezamiento, se desgafó de un tirón y abrió los ojos a más no poder. Dando un apretón de manos, anunció:

-¡Señores, Sebastián ha conseguido que los de Grandes Almacenes Plorilán firmen el seguro!

Todos aplaudieron. Ni uno sólo guardó las manos. Incluso Rogelio, de Créditos Abusivos, salió del baño a media faena para aplaudir. Sebastián I el poderoso, ungido por los aceites del éxito. A partir de ese momento, el que no estuviese a su lado no estaría a ningún lado.

Sebastián, en un cálculo aproximado, no pagó el café de mediodía durante siete meses, los mismos que duró su mandato. El nuevo agente en prácticas, carne joven, le estaba poniendo en aprietos.

De momento, parte de la manada ya se había arrimado al cachorro.

Federico, director de sucursal, veía como Sebastián salía a empujones del recuerdo. Los ojos de este volvieron a su sitio mientras cerraba la puerta a sus espaldas. Soltó su parlamento sin ni siquiera hacer el intento de sentarse en la silla que le indicaba el director.

-No puedo trabajar con él.
-¿No puedes trabajar con quién?
-Con el nuevo.
-A ver, ¿qué te ha hecho el nuevo?
-Hacerme como hacerme, nada.
-¿Entonces?
-Va a lo suyo Federico.
-Aquí cada uno va a lo suyo, no me vengas con tonterías.
-Es que trabaja rápido para dejar en mal lugar a los demás, lo hace a propósito.
-O sea, según tú, rinde y va por encima de la media de contratación de pólizas por molestar.
-Sí.
-A todos.
-Sí, especialmente a mí. Quiere mi puesto.
-Tú no tienes puesto.
-Bueno, ya me entiendes. Además, en la última cena de empresa dijiste que es como si lo tuviera.
-¿No querrás que en la cena de navidad vaya por ahí sacando defectos a la gente para amargarles las fiestas?
-Lo que sea. Pero me está haciendo la zancadilla.
-Vas a tener que aprender a trabajar codo con codos con alguien como tú.
-No es como yo. Mucho tiene que comer para empezar a parecerse a mí.
-Es verdad, tiene tus cosas buenas y algunas de tus cosas malas. Las peores no te las ha quitado..
-Vamos, ¿tendreís queja?
-De tus pólizas y contrataciones ninguna. De tu manera de actuar, alguna me ha llegado.
-Seguro que el nuevo te ha calentado la oreja.
-La primera queja de ti me llegó quince días después de que entraras. ¿Sabes esas carpetas gruesas marrones en las que meto los papeles?
-Ehm...¿las del fichero?
-Esas, pues dos de ellas las rellenan las quejas sobre ti.
-¡Oye, pues si no estáis contento conmigo, pues punto! Mi finiquito y adiós muy buenas. En otras compañías se me van a rifar sabiendo lo que sé de esta.
-Sebastián, hijo. No te estás oyendo. Aún eres joven, y estás malacostumbrado a no pelear por las cosas. Piénsalo, un poco de sana competencia te vendrá bien.
-Ya ya...bueno, pues cuando hables con ese nuevo, de mi parte, o de la tuya, como quieras, le dices que mi sector es mío...que para eso llevo trabajándolo tres años.
-De tu parte. ¿Alguna cosa más?
-Ahora mismo no caigo...será el estado en el que me tiene el trepa este.
-Vale. Mira, tranquilízate, anúdate la corbata y sal a ver clientes, así te da un poco el fresco.
-Bueno. Ya hablaremos.

Sebastián abandonó la conversación sin estar muy convencido de haber logrado lo que había venido a buscar. Estaba perdiendo la sensación de poder que lo había drogado durante meses. Tuvo que confesarse algo a sí mismo: era una situación que no controlaba, y eso le asustaba.

Ah, Sebastián!. La próxima vez que quieras entrar, llamas a la puerta con tus manitas, por lo menos un par de veces, y ya veré si puedes entrar.
-Disculpa, yo...la cosa como está....ya sabes.
-Sí sí. Y otra cosilla. Como tu rendimiento y tus cifras bajen por esta chorrada, no va a hacer falta que dimitas. ¿Me explico?

Rectificó mentalmente. ESA situación si que le asustaba.

Cabizbajo, volvió al que fue su reino, su salón de juegos. La zona común de la oficina. Un espacio abierto en el que se diseminaban las mesas, que solían jugar a bombardearse unas a otras como los barcos piratas. Las miradas ya no lo buscaban. Estaban ocupados con el nuevo juguete.

El nuevo. Ese tío raro. Ese maldito pulpo con sus malditos ocho tentáculos.

¡Claro que trabajaba más rápido!. Aunque usara sólo la mitad de sus capacidades, ya tenía dos brazos más que cualquiera. Y luego estaba la labia, esa capacidad de decir sólo lo justo en el momento preciso para llevarse a los clientes al huerto.

¡Y cómo alardeaba con sus ventosas!, recogía papeles, abría cajones, sellaba documentos y actualizaba su ficha informática todo a la vez. Ya ves, la rubita esa del sector norte, Nuria, Ana...bueno...la rubita del sector norte, esa...esa estaba todo el santo día detrás de él. Si no había pasado nada era por decisión de Sebastián. Y mírala ahora, de chistecitos y confidencias con el pulpito. Chaquetera.

Debió estar más tiempo del que pensaba cavando en sus adentros, porque cuando quiso darse cuenta, el nuevo había dejado su mesa y reptaba en su dirección, rumbo al despacho del director.

Se cruzaron. Sebastián estuvo seguro de que lo había mirado por encima del hombro, ¡desde el suelo!. El pulpo Jeremías llamó a la puerta del despacho tres veces, alternando tentáculos, mientras que se servía un vaso de agua de la máquina y saludaba a...el nombre empezaba por “T”...bueno... ese tío de nóminas que acababa de entrar.

Federico le recibió con una amabilidad que nunca había usado con él. Al cerrarse la puerta estaba seguro de que ambos cuchicheaban. El final de Sebastián en Atchung Reseguros se acercaba a toda velocidad, despeñándose desde la montaña del triunfo que en tan poco tiempo escaló.

Pisoteó la moqueta, cogió su chaqueta y salió al mundo.

Condenado cefalópodo.

¡Jodío pulpo de los huevos!.