domingo, 27 de junio de 2010

ENLATADOS. ( I )

Lo que voy a relatarle dista bastante de uno de esos cuentos para mamíferos en los que aparecen sonrientes pescaditos en procelosos océanos azul digital. Mi nombre es Cristino, lo que vienen a llamar ustedes en su argot “una sardina”. Y no intenten montarme un titulillo en plan “las aventuras de Cristino el sardino”, que tenemos todos una edad para dejarnos llevar por el recurso fácil de la rima forzada con vistas a ridiculizar un nombre de gran tradición familiar, al menos en mi círculo de parentesco.

En los documentales después del almuerzo habrán visto ustedes bancos de plateados lomos moviéndose como si compartieran una mente. Bueno, pues servidor pertenece al reducido número de ejemplares de la rama ermitaña. Vivo en mi roca sin meterme con nadie, salvo con la pescadilla que reparte propaganda, con la que mantengo un alto ritmo de discusiones semanales sin que por el momento hayamos llegado a las aletas. Uno es bocazas, pero en cuanto la cosa se pone negra toca a retirada dejando al otro con la palabra en la boca. Tengo agallas, sí, pero son para otra cosa. Acudía yo una mañana a la hora del aperitivo trascendiendo mi propia condición marina al reflexionar sobre la vida más allá de la superficie cuando me encontré una aglomeración inusual a la altura de la circunvalación de estrellas marinas. Ya les he comentado que soy de natural esquivo, pero ni el más hermético se puede resistir a desentrañar los motivos de un suceso inusual en la vía pública. Prueben ustedes a mirar hacia una dirección determinada en la puerta de unos grandes almacenes y verán como al rato está rodeado de curiosos oteando la nada.

En eso sucedió la desbandada. Todos parecían haberse dejado la casa por barrer y corrían raudos en distintas direcciones. Cuando aquella red avanzaba para atraparme comprendí el motivo de la comunicación entre ejemplares de la misma especie y la utilidad de enterarse lo que sucede más allá de la entrada de la cueva, bien es verdad que llamar cueva a tres piedras en equilibrio quizás sea demasiado, pero el régimen autoritario de las profundidades no está como para quejarse en público. Fue mal lugar para una epifanía instantánea, encontrándome tras una violenta subida acompañado de congéneres en la cubierta de un bote.

Esto se pondría hematológico y tendente a la casquería si les relato mi paso por la cadena de despiece, baste decir que me encontré sin aletas, escamas y algo más importante, cabeza. Pero conservé el resto del cuerpo, que dado lo que podía haber ocurrido, di por bueno.

Peor fue el acompañamiento. Porque las pobres sardinas para bolsillos pobres viajan en turista. Las latas de caviar van a todo confort en latas de kilo pero oiga, las sardinas arrimaditas de tres en tres. Me tocó compartir vivienda con una sardina esquelética, nerviosa, maniática y desquiciada y con otra, cuyo cuerpo me sonaba de haber compartido una mesa electoral años atrás. Con esta última la relación fue fluida, nos contamos las penas hasta llegar a ese límite en el que la vergüenza no te deja abrirte más ante un extraño, algo curioso al estar con las carnes al aire, pero una cosa es estar desmembrado ante un desconocido y otro quedar desvalido al perder en el intercambio de miserias.

Pero para estas conversaciones tuvimos que aguantar al insportable congénere que las manos de los operarios, ya me explicarán ustedes como soportan que les llamen así, hasta nosotros tenemos nombres científicos de base greco-latina, como decía, esas manos repartieron la suerte y quisieron separarme de mi amigo por conveniencia, conciliación democrática y proximidad geográfica, por ese intransigente empeñado en culpar de la captura al gobierno de turno, convencido de que por lanzar soflamas revolucionarias nada peor le podía pasar que estar flotando en aceite a jornada completa.

Continuará.

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