miércoles, 13 de octubre de 2010

EGO SUM QUI SUM.

Pensar que un triste trofeo de pobre mezcla de cobre y estaño dio lugar a todo esto me da ganas de agarrarlo por el asa, apartarlo de las otras pertenencias en la caja de cartón y arrojarlo por el hueco de la escalera. Pero ahí sigue, con su inscripción en letra inglesa y su ficha de dominó del seis doble con un baño de purpurina.

Fue más cuestión de la nube de anís alrededor de la cabeza del Ignacio que por mi pericia y mi previsión de juego, pero allí estaba yo, colocando la ficha ganadora como si se tratara del clavo dorado en la unión de las vías del ferrocarril en pleno oeste. Tres vueltas al barrio dí, con el trofeo sobresaliendo de una bolsa de la panadería, esperando preguntas e interés por parte de mis vecinos. Y vaya si se acercaron. Me palmearon la espalda, porfiaron sobre la bondad del metal de la copa y se ofrecieron a la reválida en el torneo del próximo año. Al subir a casa me lo encontré, tan a gusto en el sofá, aunque todavía pequeñito. Mi ego.

Refunfuñó cuando le pedí el sitio frente al televisor. Remoloneó pero al fin conseguí apartarlo, no muy lejos, hasta el pie de la lámpara esquinera. Desde allí levantaba los ojos como un perro buscando pienso o despojos de pollo. Buscaba complicidad, una caricia en el lomo. Desde mi experiencia les aconsejo no poner el ego sobre sus rodillas.

Al día siguiente, durante el concurso de sobremesa, el ego a mi lado no me dejó dormir como era costumbre aceptada en aquel trozo de estancia. Me azuzaba, me susurraba al oído venga, que tú te la sabes. Y vaya si acerté. No todas, porque la vida de los monarcas en Prusia siempre ha estado muy atrás en mi lista de intereses, pero comparándolo con el conocimiento medio del ciudadano medio salí bien parado. Y tiró la lámpara. Tampoco era su culpa, el pequeñito alcanzaba ya el brazo del sofá. Y los ojos pedigüeños habían aprendido otra postura: entornados e insidiosos, a la caza de un nuevo reto.

Cinco volúmenes de crucigramas provocaron la crecida en dos palmos. Discutir la teoría política, bien asentada, de unos invitados consiguió dar con la cabeza del ego en la primera balda de las estanterías. Pasaba de un gris manchado a un blanco reluciente, como si hubiera nevado en la cumbre de la figura sólo presente para su dueño. En el fondo, lleno de orgullo, no pude parar. ¿Saben esos libros del círculo de lectores que pasan de padres a hijos, con tipografía grandota y lomos de colores chillones? Cayeron todos. Mi ego ya me tapaba la luz.

Descendido al tercer cojín de mi sofá, viendo la tele sesgada y con los muslos apretados. Lo intuí pero comenzaba a ser tarde. El ministro de turno improvisó unas palabras sobre reformas económicas y se las debatí a media voz. Mi ego sonrió y con las manos, nacidas de una meritoria reflexión sobre la estructura de la novela rusa del diecinueve, pedía más sabiéndome capaz. Rematé la reforma laboral en el salón de casa. Creció como una reacción química desatada, metáfora esta que no hizo más que aumentar el ritmo.

Me encontré en la cocina junto a la panera. Mi casa ya no era mía. En parte sí, pero no podía ocuparla. Si seguía haciéndolo crecer se llevaría por delante el bloque de viviendas. Recogí de manera apresurada algunos tiestos, cacharros, bultos y pertenencias intentando darme con las esquinas en el dedo pequeño del pie. No mermó ni por esas.

Ahora miro el funesto trofeo. Simple, combado, asimétrico y alejado del canon de cualquier estilo arquitectónico. Se estremece. Quizás no se debió a la falta de atención del Ignacio, a lo mejor soy bueno en el parchís. Se tumba. He oído que en el póker se mueve dinero. La caja se desparrama. Caen documentos, baratijas y recuerdos. Vuelve a ser pequeño, pardo y digno de lástima. Dos botones redondos que no saben más que reflejarme.

¿Quién te va a querer a ti, ego mío?

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