viernes, 19 de febrero de 2010

LO QUE OYES.

Un pequeño tumulto, susceptible en otro tiempo de ser considerado delictivo y conspirador, se reunía en torno a un señor incierto, náufrago en un océano de cabezas con tendencia a la marejada. Gran estupor acompañaba como banda sonora a la concentración autónoma, si bien es cierto que la ausencia del ejercicio de subir las manos a la cabeza profería a la escena un carácter tranquilo y apacible. Mi curiosidad venció a mi reticencia a la mezcla con mis semejantes y me vi internado entre conciudadanos anónimos a los que, con seguridad, ya había visto en alguna parada de autobús. Vi entonces a un hombre menudo tocado con un ralo bigote, un señor de calva iridiscente; un halo casi mesiánico sin resultar blasfemo por su parte. Con mirada lánguida propia de mártires recibía con disimulado desinterés las consultas de los allí reunidos. Junto a un señor con traje de tergal que vigilaba su cartera y a su vez la de un señor con camisa de rayas, una señora se adelantó, vibrante y dubitativa al epicentro del pausado tumulto. Y allí, postrada en hinojos en una sinfonía de quejumbrosas articulaciones, con la mirada desvaída y con la fe en las pestañas, acercóse al trasunto de santo y con las palmas hacia arriba y los dolores hacia atrás, profirió un sentido "dime, dime".

En un acto coreografiado de manera súbita los allí presentes atrasaron un pie, escondieron la testa y contemplaron como aquel hombrecillo se adelantaba unos pasos para agacharse, si bien no era muy necesario, ante aquella sufridora. Entonces susurró algo a su oido. Ella abrió sus ojos hasta constatar que no era capaz de abrirlos más sin sufrir secuelas posteriores, por otro lado las secuelas más comunes. Ella se levantó con la barbilla arrugada y con la voz rota. Se disolvió entre el gentío en agradecido silencio.

Un señor lo bastante mayor para salir solo a la calle se acercó, y disculpándose por sus dolores intrínsecos y de articulaciones, declinó declinarse y sólo flexionó una de las rodillas. Así, todo un señor hecho y derecho asistía torcido a las palabras de aquel adorable desconocido. Olvidando sus padecimientos trotó por la acera no bien había terminado aquellos secretos a susurros, aquellas palabras escondidas a pleno día, por lo que a la comitiva pareció sus achaques no eran más que achaques.

Uno tras otro, en desordenada fila ibérica, se fueron acercando al susurrador de ojos apagados. Sin alharacas ni trinos uno a uno fueron abandonando el lugar, colmada su curiosidad y acrecentando la mía. Tras de mí pocos esperaban, pues cercana era la hora de la retransmisión balompédica de turno. Al ver partir a un joven tocado de una exultante cabellera, supe la llegada de mi momento.

Me acerqué a él y con total sinceridad le admití "hace tiempo que espero, pero no sé a qué vengo". Él, imitando a un amable peluquero, con su mano me hizo agachar, ladear la cabeza y esperar su parlamento. Su bigote me rozó la oreja. Sentí el aliento tibio.

Escalopendras. Almácigas ronroedras. Palique. ¡Palique! Desidia. Cascabel. Cascabeles. Modorra.

Confusión de espíritu. Lo miré aturdido aún más de lo habitual en mí. Temeroso de juntarme con locos, pues bastante tengo yo con lo mío, procedí a retirarme en silencio mientras él asentía con confiada sabiduría. Los cuadros de la acera eran blancos sucios unos y marrones pringosos otros. Su forma en escalera divirtió mi vista hasta que me sentí alejado de aquel redil de dementes.

Y entonces, a la vuelta de una esquina, un pensamiento con frescor de mentol se insertó por mis oídos para hacer el recorrido completo de intrincados huesecillos y llegó a mi cabeza. Sano y salvo.

Soy una persona maravillosa. Soy una persona maravillosa. No me va a pasar nada. Voy a ser feliz. Voy a ser feliz.

Estaba seguro de que aquello era lo que aquel viejecito con pinta de santo de saldo había querido decirme.

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