viernes, 3 de septiembre de 2010

IMPREVISTOS MEGALOMANÍACOS. (1ª PARTE)

Le encantaba el vuelo de su capa negra. Podía haber elegido una armadura de pinchos, de hecho la llevó durante un rato en la tienda, pero tropezó un par de veces en el dintel y se decantó por el elegante efecto producido por la tela cayendo desde sus hombros. Ahora sólo necesitaba un pasillo algo más grande, la galería con vistas al patio era algo estrecha y al volver sobre sí mismo, con el puño crispado sobre los labios fruncidos, a veces debía apartar la cola de su camino, pareciéndose más a una folclórica de luto que a la mente criminal más preclara de este siglo.

Con fuerza agarró la barandilla con sus guantes negros, observando bajo sus pies la creación. Dos decenas de batallones de seres metálicos sin alma, dispuestos a un toque de interruptor a sojuzgar el mundo bajo sus sistemas hidráulicos. Bajo su retrato, en un escorzo maléfico sobre fondo borgoña, su sonrisa de Errol Flynn pugnaba por la atención de los aterrorizados siervos con el hiriente resplandor de sus sortijas y sellos, hábilmente reflejado por el pintor de cámara con delicados toques de spray blanco. Las banderas de su futuro imperio ondeaban con crujidos mortales sobre los mástiles y sólo tenía que observar a sus consejeros para notar en su interior una subida de ego mastodóntica. Eso sí, para verlos debía apartarse el cuello almidonado de la capa, algo que debería remediar cuando ofreciera por televisión su primer discurso como Emperador de la Tierra. Eso y el toisón, quizás demasiado brillante. Tal era su convencimiento de poder hallar pronta victoria, podía relegar sus preocupaciones a consideraciones estéticas.

- ¡Pero el miedo es, quizás, nuestra mejor arma! –dijo tras la balaustrada, expresando en alto el coletazo de su monólogo interno.
- No olvide los cañones de protones, Sire. –Adefesius Black, Lugarteniente, a su siniestra con el cuello erguido y sobre su pecho pendiendo sendas batallas del paso de Malaespina y el Óvalo a la Maldad Suprema.
- Es tiempo, pues, de sojuzgar naciones. De atenazar con puño de hierros las libertades mal entendidas, de atemorizar a batallones enteros con nuestra mera presencia.

Continuó con las similitudes terroríficas ante un público de un natural despreocupado. Tres cuadrantes de columnas simétricas de terroríficas máquinas animadas, hombro con hombro, coraza con coraza. Con sus cabezas alzadas en signo de respeto pero en modo pausa y reservando baterías. Lord Sinextrum continuaba su arenga, despreocupado de contener los continuos esputos proyectados de sus labios.

- Mañana la humanidad me rendirá pleitesía, pues de lo contrario se verá aplastada bajo mi bota. ¡No toleraré el más mínimo movimiento subversivo, todas las esperanzas de revolución soterradas serán cercenadas –se permitió una pausa dramática con un dedo en alto –ipso facto.

Adefesius y sus correligionarios aplaudieron, unos con fruición, quizás atemorizados por la idea de no demostrar suficiente interés y otros con parsimonia, temiendo resultar en exceso alborotados. Gregorius Bleed, Capitán del batallón Aquila Necra, portaba orgulloso el mando de la destrucción sobre un cojín encarnado y a su vez el honor de saberse el portador del percutor del último cambio. Atrasó su pierna derecha enfundada en una bota alta de montería ofreciendo el mando único a su legítimo portador. Lord Sinextrum se afinó los extremos de su oscuro bigote, se sacudió unas motas del hombro derecho y mostró, henchido de visión de historia, el mando al batallón de robots. Cayó el último grano en el reloj de arena de la fatalidad y relamiéndose más allá de su propia consciencia, hundió el botón bajo su pulgar.

Alguien carraspeó. Lord Sinextrum aún conservaba la pose de estrella del rock, con los brazos en alto y con una carcajada sostenida. Le llevó varios segundos percatarse del problema. No se había movido ni una tuerca. Agitó el mando a distancia de la perdición. Retiró la tapa posterior y comprobó con la punta de un dedo las pilas, como si pudieran morderle. Lo movió junto a su oído después de volver a pulsar, con algo más de cuidado. Miró a sus hombres. Unos contrajeron los hombros, otros encontraron interesante la solería de la terraza y algunos sugirieron que esta vez apuntara al batallón de la perdición. Sus pobladas cejas pasaron desde estar arriba en modo “asombro” a tapar de manera paulatina la línea superior de sus ojos. Incluso algunos quisieron ver espuma en sus comisuras. El Lugarteniente Helter Shelter, responsable de control de medios, sugirió voltear el mando acercándose a el Sojuzgador Eterno como si este pudiera estallar en cualquier momento. Allí una pegatina rezaba:

“ En caso de avería contacte con el servicio técnico en el número 7171-Ajuste “.

Lo puso en manos de sus subalternos. Se encerró en su despacho y pateó una papelera repetidas veces, hasta llenar de virutas de lápiz la cara alfombra isabelina. Preguntó por la llegada del técnico asomado a la puerta cada minuto hasta tomarse un té y encender la gran pantalla tras su sillón para sintonizar un programa de dibujos tras bajar el volumen hasta el mínimo.

continuará

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