domingo, 20 de septiembre de 2009

EL ACECHO DE LA DUDA.

Tomás Azana llevaba cumpliendo los cuarenta alrededor de cuatro años. Ateniéndose a la separación clásica del trabajo, Tomás era comerciante, igual podía haber sido artesano, pero ni las manos ni el talento le acompañaron. En las tarjetas a veinte euros el paquete se le clasificaba como “Distribuidor Alimentario Cualificado”. Los vecinos veían en él un comercial de adobos.

Y como en tantas cosas, todos tenían razón, aún a medias.

Azana, en su viejo Renault 5 recorría esas estrechitas carreteras de montaña, cruzándose con algún pastor o a un par de parroquianos del pueblo caminando un ratito por las lomas bajo prescripción médica. Las cajas de mercancía se peleaban en el maletero del coche y ante lo irrompible de la carga: tomillo, espliego, ajonjolí y otras hierbas, Tomás dejó de hacerles caso en la segunda curva de aquella empinada carretera.

Los naranjos le saludaban al pasar: unos porque le conocían por ser habitual de la ruta de aquellos municipios, otros con desdén por creerlo otra persona. Ganándole la carrera al ocaso Tomás llegó a uno de esos pueblos de la zona, igual podría haber llegado a otro, al fin y al cabo en el paquete para montar un pueblo siempre viene lo mismo: una plaza, una iglesia cercana, una casa consistorial, unos niños persiguiendo a un gato, un quiosco de cupones y el hijo menor de la Mercedes, con moto nueva, aunque heredada, ajustandole el cigüeñal al cacharro a base de subir la cuesta del pueblo, también incluida en el paquete.

Y así desembocó en aquel pueblo que, como digo, podía haber sido cualquier otro.

En una cajita pequeña, bien ilustrada y con una presencia merecedora de emparejarse con las pastas de te de más rancio abolengo de toda la Gran Bretaña, Tomás transportaba lo merjorcito de las especias de su santa empresa. Dirigiéndose al colmado de rigor, con la señora con bata verde claro y gafas de rigor, como pudo comprobar en cuanto se callaron las campanitas sobre la puerta, Azana comenzó su monólogo de ventas, ya que, si bien alguna pregunta le hacía al posible y esperado cliente, era más por recuperar el resuello que por interés en la opinión de dicho futuro pagador. Pintándose la sonrisa número cinco y colocándose los agravios a la derecha, como buen torero, Tomás, “el niño del perejil” se lanzó al ruedo.

“Señora buenos días ante todo déjeme presentarle un producto que mis empresa ha tenido a bien seleccionar para su degustación y presentación para sus señores vecinos porque dígame, ¿acaso se puede cocinar, qué digo cocinar, vivir sin especias? ( dos segundillos para el resuello ) claro que no. Y por eso Especias la Pucelana tiene a bien regalarle este muestrario de especias, para que usted las pruebe, y yo me pasaré en unos días y ya me dirá qué le han parecido, le dejo mi teléfono en esta tarjetita ¿ve? ( expandiendo alveolos ) y ya volveré en unos días. Adiós, sí adiós”.

Entregada la cajita de muestras, paquetitos de hierbas para una señora que probablemente podía conseguir mejor condimento de manos de cualquier vecino, Tomás Azana, comercial de adobos para sus vecinos, sintió un poco de moho en el ánimo.

Con el viento del norte, finalmente resultó del sur porque la orientación, así como la artesanía, nunca habían sido propios de Azana, el tratante de aliños fue a la fuente de la plaza a refrescarse las muñecas. Se sentía como aquel empeñado en freir un huevo en freidora y viendo el resultado, fue a leer el periódico del martes pasado.

No se sentía feliz tratando con hierbas en los bolsillos. No tenía oficio que pudiera declarar como suyo, ni habilidad especial salvo soltar un parlamento sin dejar expresarse al otro. Aún con eso, sus viajes de ventas sazonados eran algo que no cambiarían el mundo.

Y en estos discurrires, en estos circunloquios mentales, en esta duda áspera como la parte verde de la esponjilla de lavar la vajilla se encontraba Tomás Azana, con su bigote y todo, cuando vino a desperezarse del estado y ver que sus pies estaban en pleno sendero. A sus espaldas el pueblo, a bastantes metros de distancia la última casa con un anuncio de “La Casera” con tonos rojos y azules supervivientes del tiempo.

Distraido, en aquel pueblo que, como he dicho, podía haber sido cualquier otro, los pies de Tomás se pusieron a andar por pasar el tiempo. En esos momentos de encierro mental el resto del cuerpo siente celos, reclama atención, y si el señor que vive en la cabeza de su propio señor no acierta a atenderlos, un cuerpo desatendido viene a hacer lo que le viene en gana: tantos nervios, tanta columna vertical, tanto mandato cerebral...cuando una pierna ve una oportunidad de actuar ella solita la aprovecha. Y si no, debería.

Probablemente un dios antiguo, de esos dioses griegos parecidos a senadores inquilinos del ático olímpico, bajaba el telón de la noche. Otra diosa, hacendosa, agujereaba ese telón para dejar pasar algo de luz. Y Tomás Azana, mortal como el que más, andaba por un campo siamés a un pueblo que, como digo, podía haber sido cualquier otro. Y en eso andaba, en andar, cuando a la salida de una curva, tras unos matojos, le asaltó.

La duda.

No saber como enderezar el rumbo, si el viaje valía la pena, si tanto vender hierbas al final le reportaría algo al mundo, si aquello era inútil. Tanto dudar, tanto llamar a la duda, al final se presentó.

De un matojo saltó, en mitad del camino se plantó. Tenía el pelo verde, o azul, era alta y desgarbada, o bajita como un tentetieso. Tenía tres piernas o cinco, o siete, piernas impares con tal de llevar la contraria. Y llevaba chaqueta de punto, o de chándal, y gorra de plato o boina. O no saltó a mitad del camino, vaya usted a saber.

Los dos, frente a frente, con la duda bandolera en aquel camino de campo de un pueblo, que, como le digo, podía haber sido cualquier otro. Y ante la duda, como cualquier persona, Tomás Azana, nacido en Toledo para más señas, optó por uno de los caminos que se pueden tomar ante la duda.

Correr. Y no mirar atrás.

Tomás se perdió en el monte. O al final topó con una estación de servicio, se tomó un cortado y volvió con alguien al pueblo a por su coche. Siempre nos queda la duda.

Y Eulalia, la tendera, de la cual no supo el nombre porque no lo creyó importante, o porque si se paraba a preguntar perdería el hilo de su discurso, se quedó esperándolo. Al tercer mes intuyó que no volvería.

Una pena, porque las especias eran las mejores que había probado nunca.

2 comentarios:

noveldaytantos dijo...

Parece obvio que la duda siempre es mala. y lo digo yo que ya me ha asaltado varias veces, y por más que la denuncio, no pasa nada. Tal vez hagan falta más sherifs. Mientras tanto esperemos.
Saludos, Mr Incógnito. Sea bueno.

Mr.Incógnito dijo...

Forma parte de ese tipo de delitos de los que no se ocupan ni los rayos catódicos ni la letra impresionada. Nadie está a salvo de la duda, ¿no?.

Pierda cuidado. Soy un santo.