jueves, 28 de abril de 2011

APLAUSO.

Esas juntas de madera nunca se ven. El jardín de cables tampoco. Los estudios de televisión son como una habitación para enseñar a las visitas rodeadas de discretas alfombras abultadas. Ahí cabe todo, personal y material. Son necesarias muchas horas de preparación para confesarse ante el ojo público. Concedo un breve vistazo a mis apuntes. Después me concentro en repasar cada botón, en los gemelos, en las partes que deben quedar bien cerradas antes de salir ante la cámara y si hay alguna etiqueta pendiente. Todo parece estar bien. Hoy entrevistamos a un tipo que ha hecho algo bueno por alguien, estará por una de las habitaciones atiborrándose. Me peino las cejas mojando dos dedos con saliva y aplastándolas contra el cráneo. Suerte de la inexistencia de olores en directo.

Un par de operarios de adelantan y casi me atropellan. Llevan a cuestas un estúpido rollo de cable. Falta un minuto para el directo y se han metido en mitad del plató. Inútiles. Al regidor sólo le ha faltado subirse a caballo para salir por ellos. Hay venas infladas en las caras del equipo. Diez segundos y están discutiendo a gritos en mitad de la escena. En control se tiran de los pelos después de arrancarse los auriculares. Yo estoy más divertido que contrariado, llevo años en la profesión y no había asistido nunca a una escena similar. Millones de salones nos contemplan. Estamos a mitad de semana, la gente ha vuelto del trabajo a descansar y fuera llovizna. Es uno de esos días de pico. Y están viendo dos técnicos discutiendo con el regidor, como si hubiésemos cambiado el programa por un número circense.

Pese a todo el público en plató aplaude.

Aplaude a rabiar.

Los subcontratados se percatan de su situación y se agachan como si lo sobrevolara el biplano del Barón Rojo. El regidor está más acostumbrado a este tipo de cosas y se ha arrojado a tierra como si esperara una bomba. Salen de allí por la orilla inferior de las pantallas del país mientras el público ríe, aplaude y se miran extrañados.

Siento un empujón en el hombro.

Apuesto a que la punta de mis zapatos y mi nariz se pueden ver en pantalla. Oigo gritos desde control que llegan a través de los decorados desechados. Siento las carreras agitando los cables. Y ahí me tienen, peinando canas, estudiando ofertas televisivas para retirarme con el mayor de los honores y en plena epifanía a destiempo.

Han aplaudido el incidente. Han aplaudido el plató vacío. Podríamos ofrecerle un decorado integrado por semejantes, como si asistieran a un partido de fútbol sin jugadores, sólo para saludarse desde las gradas. No pinto nada aquí. Esta chaqueta es falsa. No me veo cuando llego a casa, pueden ponerme en los labios textos falsos. Puede que no me hayan dicho nada y este programa lleve sin emitirse años, sólo me dejan estar por aquí y aprovechan algún descanso en el rodaje para sacarme, como un oso viejo en motocicleta en la carpa de circo.

Recibo otro empujón.

De un traspiés me planto en la entrada de madera reciclada con capa brillante, entre hileras de focos y público aún más profesional que yo. Nada de esto tiene sentido. Una señora del público me observa y sonríe primero para luego estallar en una carcajada. Los gemelos están bien, no llevo la cremallera bajada y mis cejas están perfectas.

Nada causa más risa que un tipo circunspecto conchabado con un mundo absurdo.

He dado las buenas noches al país. Mi sonrisa esta noche se la debo a los años, quizás ellos han destruido los músculos del rostro y no pueda cerrar la boca. Sigo hablando. El público aplaude. En algún momento entre la salida y la llegada a mi mesa las rodillas se han convertido en puré.

No escucharé lo que dice el invitado. Me concentraré en secarme las palmas de las manos en mis piernas vacilantes.

Sé que mañana vendré de nuevo. Y sé que me aplaudirán.

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