sábado, 3 de diciembre de 2011

EL HOMBRE AL QUE LE CAMBIARON LA EDAD.

Caminaba en esa ocasión junto a un precioso descampado dispuesto junto a otros similares para hacer cadena y no dejar escapar la ciudad de sus límites. No recuerdo si iba en busca del autobús o si huía de él, pero caminaba con paso firme por ese lugar remoto y casi imaginado cuando una figura sentada obstaculizó el correcto trazado de las tapias bajas entre matojos amarillos y aceras grises.
Por su adecuada postura y su vestimenta deduje con pericia que se trataba de alguien mayor. Apoyaba ambas manos sobre el puño de un bastón clavado en el suelo y sobre toda la construcción descansaba su barbilla. Fui acercando mi cuerpo entero al lugar, porque desde hace mucho mis ojos no son capaces de enfocar a tanta distancia, necesitando algo de ayuda. Por un momento fue un anciano de postal, el jubilado perfecto, de catálogo. Pero al siguiente debió caerse una tramoya y dejó una tela pintada al descubierto cuando aún no le tocaba.

En definitiva, allí fallaba algo.

Seguía enfocando a aquel señor a base de acercarme. Yo quería esa piel cuando tuviese esa edad. Incluso la querría ahora. Pensé que aún no le habían practicado las arrugas a la figura y durante todo el trayecto, no soy precisamente rápido, su postura había permanecido inamovible. Permanecía mirando al frente, hacia unas casas bajas abrazadas a un árbol viejo en un patio cuajado de puertas donde parecía turnarse el inquilino a cada rato o estar comunicadas por dentro todas las viviendas. Algo se me escapaba, tanto del punto de su inquebrantable atención como de su aspecto.

Dos pasos normales y corrientes nos separaban. Mis ojos ya eran algo más efectivos. Aquel señor no era tan mayor. Casi no podía llamársele señor. La piel sobre los pómulos estaba alisada a conciencia y sus ojos no estaban perseguidos por los arañazos de las patas de un gallo. Ni sus manos, de uñas parejas, eran las de un anciano. Pese a todo la rebeca, la gorra calada y el bastón me llevaban la contraria. Seguía esperando verlas venir sin dejar que la columna de madera, carne y hueso se moviera.
En ese punto se disgrega la historia. Una versión me ve pasar de largo, como nos han enseñado a casi todos, sin mirar atrás. Cada uno a su asunto, cada uno sabrá. Esta historia, de por sí disuelta, acabada así no serviría ni para comentarla en un consultorio por rellenar el tiempo. Le gustará más la otra versión. Aunque le guste poco.

Me detuve ante él, haciendo inútil la visera de su gorra aplastada con mi sombra. Ni apartarle de los acogedores rayos solares clavándolos en mi espalda le turbó. Le dí las buenas tardes; pese a pasear por las afueras de la ciudad, los alrededores casi parecen adoptados por las costumbres de pueblo, y no se ve mal el saludo a destiempo a presuntos desconocidos. Giró sus ojos brillantes pero cansados y con todos sus dientes respondió los mismos deseos de bonanza para el resto del día. Le pregunté por el tiempo, afortunadamente es una materia que puede implicar en la misma conversación a un rico hacendado, un puericultor, una abogada y un señor que nunca se ha bañado en la playa. En su opinión el calor apretaba incluso a esa hora. De manera poco apropiada le pregunté por el objeto de su atención. Yo miro al frente, me dijo, y las casas están ahí porque están y si no estuvieran, seguiría mirando al frente.

Me caló el brote filosófico; añadiéndolo a su pose, su energía arrastrada y su indumentaria redondeaba una edad que negaban mis ojos. Como es un relato, le mentiré diciéndole que le pregunté por la edad. Mucha, me contestó, ¿no me ve? Y hube de ser sincero y no atribuirle una docena de años más que yo. Deseó que fuera cierto bromeando sobre el año impreso en su carnet. Puse en duda lo infalible de la autoridad, actitud esta sólo indicada en casos claros como aquel y no recomendable en modo alguno como modo de vida. No concebía tal error en un documento oficial. Las arrugas seguían sin aparecer bajo la gorra. Me encontré insistiendo en una fecha desconocida, renegando de lo oportuno de pedir cita en un oftalmólogo. Se levantó del remedo de banco con la fuerza de cualquiera a mitad de mañana cuando ha desayunado por segunda vez. No participaba yo a aquellas alturas del diálogo indirecto, llevando el señor por entero el peso de la discusión sin lograr ponerse de acuerdo entre las dos opciones. Pero debió verse con arranque en un momento dado. Me cogió por los hombros a punto de darme una noticia tremenda.

Me dio la razón. Se quitó un par de décadas de encima. Se palpó la cara a falta de espejo próximo y arrojó el bastón al sembrado pajizo con la esperanza de verlo echar raíces. Se marchó desabrochándose la rebeca y tocando a una papelera con la aplastada gorra.

Ese día le quité a un hombre el título de señor por un buen motivo y le regalé una prórroga de dos tiempos y penaltis.

Y eso a ciertas edades es bastante.

No hay comentarios: