jueves, 21 de febrero de 2008

LAS BONANZAS DEL HOMBRE BLANCO.

El hombre blanco es superior. Lo sé, sé que con esta afirmación me gano la antipatía de muchos. Pero es un dato demostrable, denme una oportunidad y si bien quizás no les convenza, verán que no me arriesgo a lanzar esta afirmación sin basarme en datos fidedignos.

El hombre blanco es inteligente, eficiente, educado y aseado. Esos son sus rasgos principales, los que le hacen mejor que otros. Lo sé porque yo conocí al hombre blanco. Era un tipo estupendo, tenía una bonita casa de dos pisos a las afueras de Detroit. El hombre blanco me acogió cuando yo no era más que un jovenzuelo que ponía todo su empeño en recorrer el mundo gastando lo menos posible.

No me forzó a dejar su casa en ningún momento. Mientras tomábamos café no me cansaba de repetirle, “hombre blanco, eres el mejor”. Tal afirmación le avergonzaba un tanto, ya que además era modesto, pero modesto de verdad, no de esos que cuando les dicen “usted es muy bueno en esto” gira la cabeza, entorna los ojos, arquea las cejas, aboceta una sonrisa y con una mano en el bolsillo y la otra trazando figuras en el aire admite “no que va hombre, no es para tanto”. Era modesto de libro, si señor, de definición de diccionario.

Aunque ahora que hago memoria, y estando aquí en la intimidad con usted, también tenía sus puntos oscuros, lo cual para ser el hombre blanco era chocante. Brillaba de noche. No pueden imaginar como. Durante la estancia en su casa dormí en un sofá del salón, muy cómodo y acogedor, pero no era capaz de conciliar el sueño. La luz que emitía se filtraba entre las rendijas de la puerta de su dormitorio. Una luz blanca, naturalmente, tan potente que chocaba contra el mobiliario arrojando sombras de cantos afilados. El sofá no facilitaba el cambio de posición corporal, así que intentaba pegar los párpados con mucha fuerza, pero la luz del hombre blanco los convertía en finas láminas translúcidas.

A pesar de que me acogió, fui un desagradecido, lo admito. Una mañana le eché en cara su luminiscencia. Mi error fue acusarlo en las horas de menor radiación, lo cual quitó peso a mis argumentos. “No puedo hacer nada por no brillar, y aunque pudiera, esta casa la pago yo y brillo lo que quiero y en la habitación que me de la gana”. El ambiente de convivencia se resecó, se tornó insoportable y a los pocos días salí de aquella casa tal como había entrado, frotándome los pies en el felpudo.

Tras echar la vista atrás es cierto que adolecía de otras manías. Cocinaba desnudo, solía llamarme “cateto” y otros apodos así de cariñosos, se burlaba de los vendedores a domicilio, reía a carcajadas con bromas de mal gusto y solía rascarse los pies mientras veía la ruleta de la fortuna en televisión... Si de algo me ha convencido el hacer memoria es de que el hombre blanco era un asco de persona.

El hombre verde, ese sí que era una bella persona. Y hacía unas natillas de chuparse las orejas.

No hay comentarios: