miércoles, 19 de marzo de 2008

DÍPTICO FONTANERO. (PARTE 1)

Salió en televisión. Incluso mi tía Eulalia lo grabó en vídeo...lo malo es que no tenía el aparato bien sintonizado y se grabaron tres minutos y medio de rayajos, pero me consta que lo emitieron. Mi tío Enrique paseaba por casa ( de mi tia Adolfa, las letras las pagaba ella ) en calcetines de andar por casa, para eso mi tío fue siempre muy apropiado en el vestir. Dedicándose al noble arte de no forzar un músculo, aguantaba las sucesivas tortas que arreaba el calor aquella tarde. Esta tranquilidad, solo alterada por la crispación de terminaciones nerviosas de su señora esposa, señora tía de servidor para más señas del individuo, se fue al traste al ritmo del sonido del teléfono.

Mi tío se encontraba a cinco pasos del teléfono, pero siempre fue de la opinión de que da mejor impresión si los recados del trabajo los apuntaba su señora, así parecía que estaba al mando de una gran empresa del remiendo fontaneril. Dicen que la cara de mi tía mutó como cambia la cara de esos cristos encerrados en cuadros holográficos, que al mirar sienten como se te clavan los pecados así como por dentro. Sin mediar palabra acercó el teléfono a mi tío ( o el susodicho al aparato, esta parte de la historia no queda clara ) y observó las reacciones faciales de su cónyuge a cargo. Tras pasar por hastío, incomprensión, “vaya marrón” y al fin resoplido equino, pronunció lo que ha pasado a ser el lema de nuestra familia “niña, acércame las herramientas que tengo chapuza”.

Costó que mi tío, aprendiz de fontanero perenne, se armara de valor, se introdujera en su ford fiesta “bermellón tirando a pardo” y pusiera rumbo al domicilio del cliente. Debió costarle más aún volver a encajar la mandíbula cuando se presentó en las señas transmitidas por teléfono. La central nuclear del pueblo vecino tenía un “pequeño desfase sin importancia en la expulsión de restos de la producción” según declaraciones del responsable de prensa de la planta, lo que se traducía en un escape de vapor con tendencia a dibujar calaveras fantasmagóricas en uno de sus múltiples sótanos. El señor que se casó con la hermana de mi madre echó la vista atrás e hizo recuento de herramientas. Debió preguntarse si tendría suficiente con una manija, una llave-tubo del dos y un par de arandelas.

Con descontrol de extremidades y cierta tendencia a la contracción de esfínter mi tío el fontanero untó con sudor el asa de la caja de herramientas mientras se dirigía a entrevistarse con el supervisor. Un tipo orondo, que debido al susto presentaba un curioso efecto cromático: su cara estaba aún más clara que su camisa blanca reglamentaria. Mientras luchaba por meterse en un casco dos tallas más pequeño, explicó a mi tío el problema, el lugar e hizo el intento de entregarle las llaves de la planta y poner pies en polvorosa. Amablemente y apuntándole con el palillo que suele llevar mi tío cuando sale a trabajar convenció al encargado, figura engendrada por la revolución industrial, a acompañarlo.

Bajaron escaleras, doblaron el lomo al paso de estrechos huecos, sudaron la gota gorda y protegiéndose con un pañuelo llegaron a la escena del crimen. En eso mi tío estuvo fino. No olvidó ni una de las enseñanzas que le legó su padre cuando le obligó a trabajar como ayudante ante su inutilidad en la absorción de materias escolares. Con emoción fue repitiendo todo el ritual del buen técnico: puso los brazos en jarra, resopló en un par de ocasiones y se mesó los cabellos mientras decía aquello de “vaya chapuza que le han hecho aquí”. Dio un par de puntapiés midiendo muy bien las fuerzas a la tubería origen del problema y queriendo teletransportarse muy lejos de allí advirtió que las piezas mágicas necesarias para salvar a media comunidad autónoma se encontraban en su coche.

Juró y perjuró que no volvería a aquél lugar, y a pesar de ello movilizó sus neuronas para memorizar el intinerario. Llegó a su ford fiesta, tabla de salvación, pero la mirada suplicante del encargado, al que había dejado arrinconando en los sótanos de la planta, le taladró la conciencia, de la cual mi tio desconocía su existencia hasta ese mismo instante. Abrió el maletero, manoseó el interior y armado con un par de rollos de cinta americana, un martillo y un formón se introdujo por segunda vez en las fauces del monstruo nuclear.

Nunca nos ha contado como se las arregló para reparar el escape. Se ha convertido en una de esas historias que se cuentan año tras año en las reuniones navideñas en doble sesión: en nochebuena y en san silvestre, algo menos sobrio, añadiéndole detalles con el paso de las celebraciones, ya sea de recuerdos que afloran al aroma del anís o de cosecha propia. Después corre a su habitación y saca el recorte de la primera plana del periódico local: “Fontanero heroico salva la región del apocalipsis”. Todos los que sabemos la historia sonreímos durante el relato, y a los que se van incorporando, como mi mujer, les vamos remarcando los momentos más interesantes del partido para que no pierdan detalles.

Para acabar, y como colofón de la fiesta, el menor de los sobrinos apaga las luces y el tío Enrique brilla en la oscuridad.

Un sentido villancico redondea la faena.

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